Veía a mis hermanos sólo en las vacaciones anuales. Después de cada viaje me costaba más trabajo reconocerlos y llevarme uno nuevo en la memoria. Además del nombre bautismal, todos teníamos otro que la familia nos ponía después por facilidad cotidiana, y no era un diminutivo sino un sobrenombre casual. A mí, desde el instante mismo de nacer me llamaron Gabito -diminutivo irregular de Gabriel en la costa guajira- y siempre he sentido que ése es mi nombre de pila, y que el diminutivo es Gabriel. Alguien sorprendido de este santoral antojadizo nos preguntaba por qué nuestros padres no habían preferido de una buena vez bautizar a todos sus hijos con el sobrenombre.
Sin embargo, esa liberalidad de mi madre parecía ir en sentido contrario de su actitud con las dos hijas mayores, Margot y Aída, a quienes trataba de imponerles el mismo rigor que su madre le impuso a ella por sus amores empedernidos con mi padre. Quería mudarse de pueblo. Papá, en cambio, que no necesitaba oírlo dos veces para hacer sus maletas y echarse a rodar por el mundo, estaba reacio aquella vez. Pasaron varios días antes de enterarme de que el problema eran los amores de las dos hijas mayores con dos hombres distintos, desde luego, pero con el mismo nombre: Rafael. Cuando me lo contaron no pude disimular la risa por el recuerdo de la novela de horror que habían sufrido papá y mamá, y se lo dije a ella.
– No es lo mismo -me dijo.
– Es lo mismo -le insistí.
– Bueno -concedió ella-, es lo mismo, pero dos veces al mismo tiempo.
Como había ocurrido con ella en su momento, no valían razones ni propósitos. Nunca se supo cómo lo sabían los padres, porque cada una de ellas y por separado había tomado precauciones para no ser descubierta. Pero los testigos eran los menos pensados, porque las mismas hermanas se habían hecho acompañar algunas veces por hermanos menores que acreditaran su inocencia. Lo más sorprendente fue que papá participó también en el acecho, no con actos directos, pero con la misma resistencia pasiva de mi abuelo Nicolás contra su hija.
«Íbamos a un baile y mi papá entraba en la fiesta y nos llevaba para la casa si descubría que los Rafaeles estaban ahí», ha contado Aída Rosa en una entrevista de prensa. No les daban permiso para un paseo al campo o al cine, o las mandaban con alguien que no las perdía de vista. Ambas inventaban por separado pretextos inútiles para cumplir sus citas de amor, y allí aparecía un fantasma invisible que las delataba. Ligia, menor que ellas, se ganó la mala fama de espía y delatora, pero ella misma se exculpaba con el argumento de que los celos entre hermanos eran otra manera del amor.
En aquellas vacaciones traté de interceder con mis padres para que no repitieran los errores que los padres de mi madre habían cometido con ella, y siempre encontraron razones difíciles para no entenderlos. El más temible fue el de los pasquines, que habían revelado secretos atroces -reales o inventados- aun en las familias menos sospechables. Se delataron paternidades ocultas, adulterios vergonzosos, perversidades de cama que de algún modo eran del dominio público por caminos menos fáciles que los pasquines. Pero nunca se había puesto uno que denunciara algo que de algún modo no se supiera, por muy oculto que se hubiera tenido, o que no fuera a ocurrir tarde o temprano. «Los pasquines los hace uno mismo», decía una de sus víctimas.
Lo que no previeron mis padres fue que las hijas iban a defenderse con los mismos recursos que ellos. A Margot la mandaron a estudiar en Montería y Aída fue a Santa Marta por decisión propia. Estaban internas, y en los días francos había alguien prevenido para acompañarlas, pero siempre se las arreglaron para comunicarse con los Rafaeles remotos. Sin embargo, mi madre logró lo que sus padres no lograron de ella. Aída pasó la mitad de su vida en el convento, y allí vivió sin penas ni glorias hasta que se sintió a salvo de los hombres. Margot y yo seguimos siempre unidos por los recuerdos de nuestra infancia común cuando yo mismo vigilaba a los adultos para que no la sorprendieran comiendo tierra. Al final se quedó como una segunda madre de todos, en especial de Cuqui, que era el que más la necesitaba, y lo tuvo con ella hasta su último aliento.
Sólo hoy caigo en la cuenta de hasta qué punto aquel mal estado de ánimo de mi madre y las tensiones internas de la casa eran acordes con las contradicciones mortales del país que no acababan de salir a flote, pero que existían. El presidente Lleras debería convocar a elecciones en el nuevo año, y el porvenir se veía turbio. Los conservadores, que habían logrado tumbar a López, tenían con el sucesor un juego doble: lo adulaban por su imparcialidad matemática pero fomentaban la discordia en la Provincia para reconquistar el poder por la razón o por la fuerza.
Sucre se había mantenido inmune a la violencia, y los pocos casos que se recordaban no tenían nada que ver con la política. Uno había sido el asesinato de Joaquín Vega, un músico muy apetecido que tocaba el bombardino en la banda local. Estaban tocando a las siete de la noche en la entrada del cine, cuando un pariente enemigo le dio un tajo único en el cuello inflado por la presión de la música y se desangró en el suelo. Ambos eran muy queridos en el pueblo y la única explicación conocida y sin confirmar fue un asunto de honor. Justo a la misma hora estaban celebrando el cumpleaños de mi hermana Rita, y la conmoción de la mala noticia desbarató la fiesta programada para muchas horas.
El otro duelo, muy anterior pero imborrable en la memoria del pueblo, fue el de Plinio Balmaceda y Dionisiano Barrios. El primero era miembro de una familia antigua y respetable, y él mismo un hombre enorme y encantador, pero también un buscapleitos de genio atravesado cuando se le cruzaba con el alcohol. En su sano juicio tenía aires y gracias de caballero, pero cuando bebía de más se transmutaba en un atarván de revólver fácil y con una fusta de jinete en el cinto para azuzar a quienes le cayeran mal. La misma policía trataba de mantenerlo lejos. Los miembros de su buena familia, cansados de arrastrarlo a casa cada vez que se pasaba de tragos, terminaron por abandonarlo a su suerte.
Dionisiano Barrios era el caso contrario: un hombre tímido y maltrecho, enemigo de broncas y abstemio de nacimiento. Nunca había tenido problemas con nadie, hasta que Plinio Balmaceda empezó a provocarlo con burlas infames por su maltrechez. Él lo eludió como pudo, hasta el día en que Balmaceda lo encontró en su camino y le cruzó la cara con la fusta porque le dio la gana. Entonces Dionisiano se sobrepuso a su timidez, a su jiba y a su mala suerte, y se enfrentó a tiro limpio con el agresor. Fue un duelo instantáneo, en el que ambos quedaron heridos de gravedad, pero sólo Dionisiano murió. Sin embargo, el duelo histórico del pueblo fueron las muertes gemelas del mismo Plinio Balmaceda y Tasio Ananías, un sargento de la policía famoso por su pulcritud, hijo ejemplar de Mauricio Ananías, que tocaba el tambor en la misma banda en que Joaquín Vega tocaba el bombardino. Fue un duelo formal en plena calle, en el que ambos quedaron malheridos, y sobrellevaron una larga agonía cada quien en su casa. Plinio recobró la lucidez casi al instante, y su preocupación inmediata fue por la suerte de Ananías. Éste, a su vez, se impresionó con la preocupación con que Plinio rogaba por su vida. Cada uno empezó a suplicar a Dios que no muriera el otro, y las familias los mantuvieron informados mientras tuvieron alma. El pueblo entero vivió el suspenso con toda clase de esfuerzos para alargar las dos vidas.
A las cuarenta y ocho horas de agonía, las campanas de la iglesia doblaron a duelo por una mujer que acababa de morir. Los dos moribundos las oyeron, y cada uno en su cama creyó que doblaban por la muerte del otro. Ananías murió de pesar casi al instante, llorando por la muerte de Plinio. Éste lo supo, y murió dos días después llorando a mares por el sargento Ananías.