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En una población de amigos pacíficos como aquélla, la violencia tuvo por esos años una manifestación menos mortal, pero no menos dañina: los pasquines. El terror estaba vivo en las casas de las grandes familias, que esperaban la mañana siguiente como una lotería de la fatalidad. Donde menos se esperaba aparecía un papel punitivo, que era un alivio por lo que no dijera de uno, y a veces una fiesta secreta por lo que decía de otros. Mi padre, tal vez el hombre más pacífico que conocí, aceitó el revólver venerable que nunca disparó, y soltó la lengua en el salón de billar.

– Al que se le ocurra tocar a cualquiera de mis hijas -gritó-, va a llevar plomo del bravo.

Varias familias iniciaron el éxodo por temor de que los pasquines fueran un preludio de la violencia policial que arrasaba pueblos enteros en el interior del país para acoquinar a la oposición.

La tensión se convirtió en otro pan de cada día. Al principio se organizaron rondas furtivas no tanto para descubrir a los autores de los pasquines como para saber qué decían, antes de que los destruyeran al amanecer. Un grupo de trasnochados encontramos un funcionario municipal a las tres de la madrugada, tomando el fresco en la puerta de su casa, pero en realidad al acecho de los que ponían los pasquines. Mi hermano le dijo entre broma y en serio que algunos decían la verdad. El sacó el revólver y lo apuntó amartillado:

– ¡Repítelo!

Entonces supimos que la noche anterior habían puesto un pasquín verídico contra su hija soltera. Pero los datos eran del dominio público, aun dentro de su propia casa, y el único que no los conocía era su padre. Al principio fue evidente que los pasquines habían sido escritos por la misma persona, con el mismo pincel y en el mismo papel, pero en un comercio tan pequeño como el de la plaza, sólo una tienda podía venderlos, y el propio dueño se apresuró a demostrar su inocencia. Desde entonces supe que algún día iba a escribir una novela sobre ellos, pero no por lo que decían, que casi siempre fueron fantasías del dominio público y sin mucha gracia, sino por la tensión insoportable que lograban crear dentro de las casas.

En La mala hora, mi tercera novela escrita veinte años después, me pareció un acto de decencia simple no usar casos concretos ni identificables, aunque algunos reales eran mejores que los inventados por mí. No hacía falta, además, porque siempre me interesó más el fenómeno social que la vida privada de las víctimas. Sólo después de publicada supe que en los arrabales, donde éramos malqueridos los habitantes de la plaza mayor, muchos pasquines fueron motivo de fiestas.

La verdad es que los pasquines sólo me sirvieron como punto de partida de un argumento que en ningún momento logré concretar, porque lo mismo que escribía demostraba que el problema de fondo era político y no moral como se creía. Siempre pensé que el marido de Nigromanta era un buen modelo para el alcalde militar de La mala hora pero mientras lo desarrollaba como personaje me fue seduciendo como ser humano, y no tuve motivos para matarlo, pues descubrí que un escritor serio no puede matar un personaje si no tiene una razón convincente, y aquél no era el caso.

Hoy me doy cuenta de que la novela misma podría ser otra novela. La escribí en un hotel de estudiantes de la rue Cujas, en el Barrio Latino de París, a cien metros del boulevard Saint Michel, mientras los días pasaban sin misericordia a la espera de un cheque que nunca llegó. Cuando la di por terminada hice un rollo con las cuartillas, las amarré con una de las tres corbatas que había llevado en tiempos mejores, y la sepulté en el fondo del ropero.

Dos años después en la Ciudad de México no sabía siquiera dónde estaba, cuando me la pidieron para un concurso de novela de la Esso Colombiana, con un premio de tres mil dólares de aquellos tiempos de famina. El emisario era el fotógrafo Guillermo Ángulo, mi viejo amigo colombiano, que conocía la existencia de los originales en proceso desde que estaba escribiéndola en París, y se los llevó en el punto en que estaba, todavía amarrada con la corbata y sin tiempo siquiera para plancharla al vapor por los apremios del plazo. Así la mandé al concurso sin ninguna esperanza en un premio que bien alcanzaba para comprar una casa. Pero tal como la mandé fue declarada ganadora por un jurado ilustre, el 16 de abril de 1962, y casi a la misma hora en que nació nuestro segundo hijo, Gonzalo, con su pan bajo el brazo.

No habíamos tenido tiempo ni siquiera para pensarlo, cuando recibí una carta del padre Félix Restrepo, presidente de la Academia Colombiana de la Lengua, y un hombre de bien que había presidido el jurado del premio pero ignoraba el título de la novela. Sólo entonces caí en la cuenta de que en las prisas de última hora había olvidado escribirlo en la página inicial: Este pueblo de mierda.

El padre Restrepo se escandalizó al conocerlo, y a través de Germán Vargas me pidió del modo más amable que lo cambiara por otro menos brutal, y más a tono con el clima del libro. Al cabo de muchos intercambios con él, me decidí por un título que tal vez no dijera mucho del drama, pero que le serviría de bandera para navegar por los mares de la mojigatería: La mala hora.

Una semana después, el doctor Carlos Arango Vélez, embajador de Colombia en México, y candidato reciente a la presidencia de la República, me citó en su despacho para informarme que el padre Restrepo me suplicaba cambiar dos palabras que le parecían inadmisibles en el texto premiado: preservativo y masturbación. Ni el embajador ni yo podíamos disimular el asombro, pero estuvimos de acuerdo en que debíamos complacer al padre Restrepo para ponerle un término feliz al concurso interminable con una solución ecuánime.

– Muy bien, señor embajador -le dije-. Elimino una de las dos palabras, pero usted me hará el favor de escogerla.

El embajador eliminó con un suspiro de alivio la palabra masturbación. Así quedó saldado el conflicto, y el libro lo imprimió la editorial Iberoamericana de Madrid, con una gran tirada y un lanzamiento estelar. Era empastado en cuero, con un papel excelente y una impresión impecable. Sin embargo, fue una luna de miel efímera, porque no pude resistir la tentación de hacer una lectura exploratoria, y descubrí que el libro escrito en mi lengua de indio había sido doblado -como las películas de entonces- al más puro dialecto de Madrid.

Yo había escrito: «Así como ustedes viven ahora, no sólo están en una situación insegura sino que constituyen un mal ejemplo para el pueblo». La transcripción del editor español me erizó la piel: «Así como vivís ahora, no sólo estáis en una situación insegura, sino que constituís un mal ejemplo para el pueblo». Más grave aún: como esta frase era dicha por un sacerdote, el lector colombiano podía pensar que era un guiño del autor para indicar que el cura era español, con lo cual se complicaba su comportamiento y se desnaturalizaba por completo un aspecto esencial del drama. No conforme con peinar la gramática de los diálogos, el corrector se permitió entrar a mano armada en el estilo, y el libro quedó plagado de parches matritenses que no tenían nada que ver con el original. En consecuencia, no me quedó otro recurso que desautorizar la edición por considerarla adulterada, y recoger e incinerar los ejemplares que aún no se hubieran vendido. La respuesta de los responsables fue el silencio absoluto.

Desde ese mismo instante di la novela por no publicada, y me entregué a la dura tarea de retraducirla a mi dialecto caribe, porque la única versión original era la que yo había mandado al concurso, y la misma que se había ido a España para la edición. Una vez restablecido el texto original, y de paso corregido una vez más por mi cuenta, la publicó la editorial Era, de México, con la advertencia impresa y expresa de que era la primera edición.

Nunca he sabido por qué La mala hora es el único de mis libros que me transporta a su tiempo y su lugar en una noche de luna grande y brisas primaverales. Era sábado, había escampado, y las estrellas no cabían en el cielo. Acababan de dar las once cuando oí a mi madre en el comedor susurrando un fado de amor para dormir al niño que paseaba en brazos. Le pregunté de dónde venía la música y me contestó muy a su modo:

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