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Después de escuchar las palabras del rector con una atención demasiado evidente, hizo algunos comentarios oportunos, pero no decidió mientras no escuchó también a los tres estudiantes. Lo hizo con igual atención, y nos halagó ser tratados con el mismo respeto y la misma simpatía con que trataba al rector. Le bastaron los dos últimos minutos para que nos lleváramos la certidumbre de que sabía más de poesía que de navegación fluvial, y que sin duda le interesaba más.

Nos concedió todo lo solicitado, y además prometió asistir al acto de clausura del año en el liceo, cuatro meses después. Así lo hizo, como al más serio de los actos de gobierno, y se rió como nadie con la comedia de astracán que representamos en su honor. En la recepción final se divirtió tanto como un estudiante más, con una imagen distinta de la suya, y no resistió la tentación estudiantil de atravesar una pierna en el camino del que repartía las copas, que apenas tuvo tiempo de eludirla.

Con el ánimo de la fiesta de grado me fui a pasar en familia las vacaciones del quinto año, y la primera noticia que me dieron fue la muy feliz de que mi hermano Luis Enrique estaba de regreso al cabo de un año y seis meses en la casa de corrección. Me sorprendió una vez más su buena índole. No sentía el mínimo rencor contra nadie por la condena, y contaba las desgracias con un humor invencible. En sus meditaciones de recluso llegó a la conclusión de que nuestros padres lo habían internado de buena fe. Sin embargo, la protección episcopal no lo puso a salvo de la dura prueba de la vida cotidiana en la cárcel, que en vez de pervertirlo enriqueció su carácter y su buen sentido del humor.

Su primer empleo de regreso fue el de secretario de la alcaldía de Sucre. Tiempo después, el titular sufrió un súbito trastorno gástrico, y alguien le recetó un remedio mágico que acababa de salir al mercado: Alkaseltzer. El alcalde no lo disolvió en el agua, sino que se lo tragó como una pastilla convencional y no se ahogó por un milagro con la efervescencia incontenible en el estómago. Aún sin reponerse del susto se recetó unos días de descanso, pero tuvo razones políticas para que no lo reemplazara ninguno de sus suplentes legítimos, sino que le dio posesión interina a mi hermano. Por esa extraña carambola -sin la edad reglamentaria- Luis Enrique quedó en la historia del municipio como el alcalde más joven.

Lo único que me perturbaba de verdad en aquellas vacaciones era la certidumbre de que en el fondo de sus corazones mi familia fundaba su futuro en lo que esperaban de mí, y sólo yo sabía con certeza que eran ilusiones vanas. Dos o tres frases casuales de mi padre a mitad de la comida me indicaron que había mucho que hablar de nuestra suerte común, y mi madre se apresuró a confirmarlo. «Si esto sigue así -dijo- tarde o temprano tendremos que volver a Cataca.» Pero una rápida mirada de mi padre la indujo a corregir:

– O para donde sea.

Entonces estaba claro: la posibilidad de una nueva mudanza para cualquier parte era ya un tema planteado en la familia, y no por causa del ambiente moral, como por un porvenir más amplio para los hijos. Hasta ese momento me consolaba con la idea de atribuir al pueblo y a su gente, e incluso a mi familia, el espíritu de derrota que yo mismo padecía. Pero el dramatismo de mi padre reveló una vez más que siempre es posible encontrar un culpable para no serlo uno mismo.

Lo que yo percibía en el aire era algo mucho más denso. Mi madre sólo parecía pendiente de la salud de Jaime, el hijo menor, que no había logrado superar su condición de seismesino. Pasaba la mayor parte del día acostada con él en su hamaca del dormitorio, agobiada por la tristeza y los calores humillantes, y la casa empezaba a resentir su desidia. Mis hermanos parecían sueltos de madrina. El orden de las comidas se había relajado tanto que comíamos sin horarios cuando teníamos hambre. Mi padre, el más casero de los hombres, pasaba el día contemplando la plaza desde la farmacia y las tardes jugando partidas viciosas en el club de billar. Un día no pude soportar más la tensión. Me tendí junto a mi madre en la hamaca, como no pude hacerlo de niño, y le pregunté qué era el misterio que se respiraba en el aire de la casa. Ella se tragó un suspiro entero para que no le temblara la voz, y me abrió el alma:

– Tu papá tiene un hijo en la calle.

Por el alivio que percibí en su voz me di cuenta de la ansiedad con que esperaba mi pregunta. Había descubierto la verdad por la clarividencia de los celos, cuando una niña del servicio volvió a casa con la emoción de haber visto a papá hablando por teléfono en la telegrafía. A una mujer celosa no le hacía falta saber más. Era el único teléfono en el pueblo y sólo para llamadas de larga distancia con cita previa, con esperas inciertas y minutos tan caros que sólo se utilizaba para casos de gravedad extrema. Cada llamada, por sencilla que fuera, despertaba una alarma maliciosa en la comunidad de la plaza. Así que cuando papá volvió a casa mi madre lo vigiló sin decirle nada, hasta que él rompió un papelito que llevaba en el bolsillo con el anuncio de una reclamación judicial por un abuso en la profesión. Mi madre esperó la ocasión de preguntarle a quemarropa con quién hablaba por teléfono. La pregunta fue tan reveladora que mi papá no encontró al instante una respuesta más creíble que la verdad:

– Hablaba con un abogado.

– Eso ya lo sé -dijo mi madre-. Lo que necesito es que me lo cuentes tú mismo con la franqueza que merezco.

Mi madre admitió después que fue ella quien se aterró con la olla podrida que podía haber destapado sin darse cuenta, pues si él se había atrevido a decirle la verdad era porque pensaba que ella lo sabía todo. O que tendría que contárselo.

Así fue. Papá confesó que había recibido la notificación de una demanda penal contra él por abusar en su consultorio de una enferma narcotizada con una inyección de morfina. El hecho habría ocurrido en un corregimiento olvidado donde él había pasado cortas temporadas para atender enfermos sin recursos. Y de inmediato dio una prueba de su honradez: el melodrama de la anestesia y la violación era una patraña criminal de sus enemigos, pero el niño era suyo, y concebido en circunstancias normales.

A mi madre no le fue fácil evitar el escándalo, porque alguien de mucho peso manejaba en la sombra los hilos de la confabulación. Existía el precedente de Abelardo y Carmen Rosa, que habían vivido con nosotros en distintas ocasiones y con el cariño de todos, pero ambos eran nacidos antes del matrimonio. Sin embargo, también mi madre superó el rencor por el trago amargo del nuevo hijo y la infidelidad del esposo, y luchó junto con él a cara descubierta hasta desbaratar el infundio de la violación.

La paz retornó a la familia. Sin embargo, poco después llegaron noticias confidenciales de la misma región, sobre una niña de otra madre que papá había reconocido como suya, y que vivía en condiciones deplorables. Mi madre no perdió el tiempo en pleitos y suposiciones, sino que dio la batalla para llevársela a casa. «Lo mismo hizo Mina con tantos hijos sueltos de papá -dijo en esa ocasión- y nunca tuvo de qué arrepentirse.» Así que consiguió por su cuenta que le mandaran a la niña, sin ruidos públicos, y la revolvió dentro de la familia ya numerosa.

Todo aquello eran cosas del pasado cuando mi hermano Jaime se encontró en una fiesta de otro pueblo a un muchacho idéntico a nuestro hermano Gustavo. Era el hijo que había causado el pleito judicial, ya bien criado y consentido por su madre. Pero la nuestra hizo toda clase de gestiones y se lo llevó a vivir a casa cuando ya éramos once- y lo ayudó a aprender un oficio y a encarrilarse en la vida. Entonces no pude disimular el asombro de que una mujer de celos alucinógenos hubiera sido capaz de semejantes actos, y ella misma me contestó con una frase que conservo desde entonces como un diamante:

– Es que la misma sangre de mis hijos no puede andar rodando por ahí.

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