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Entre los electores de Gaitán y los de Turbay podían hacer una mayoría liberal y abrir caminos nuevos dentro del mismo partido, pero ninguna de las dos mitades separadas le ganaría al conservatismo unido y armado.

Nuestra Gaceta Literaria apareció en esos malos días. A los mismos que teníamos ya impreso el primer número nos sorprendió su presentación profesional de ocho páginas de tamaño tabloide, bien formado y bien impreso. Carlos Martín y Carlos Julio Calderón fueron los más entusiastas, y ambos comentaron en los recreos algunos de los artículos. Entre ellos, el más importante fue uno escrito por Carlos Martín a solicitud nuestra, en el cual planteaba la necesidad de una valerosa toma de conciencia en lucha contra los mercachifles de los intereses del Estado, de los políticos trepadores y de los agiotistas que entorpecían la libre marcha del país. Se publicó con un gran retrato suyo en la primera página. Había un artículo de Convers sobre la hispanidad, y una prosa lírica mía firmada por Javier Garcés. Convers nos anunció que entre sus amigos de Bogotá había un gran entusiasmo y posibilidades de subvenciones para lanzarlo en grande como un periódico intercolegial.

El primer número no había alcanzado a distribuirse cuando el golpe de Pasto. El mismo día en que se declaró turbado el orden público, el alcalde de Zipaquirá irrumpió en el liceo al frente de un pelotón armado y decomisó los ejemplares que teníamos listos para la circulación. Fue un asalto de cine, sólo explicable por alguna denuncia matrera de que el periódico contenía material subversivo. El mismo día llegó una notificación de la oficina de prensa de la presidencia de la República de que el periódico había sido impreso sin pasar por la censura del estado de sitio, y Carlos Martín fue destituido de la rectoría sin anuncio previo.

Para nosotros fue una decisión disparatada que nos hizo sentir al mismo tiempo humillados e importantes. El tiraje del periódico no pasaba de doscientos ejemplares para una distribución entre amigos, pero nos explicaron que el requisito de la censura era ineludible bajo el estado de sitio. La licencia fue cancelada hasta una nueva orden que no llegó nunca.

Pasaron más de cincuenta años antes de que Carlos Martín me revelara para estas memorias los misterios de aquel episodio absurdo. El día en que la Gaceta fue decomisada lo citó a su despacho de Bogotá el mismo ministro de Educación que lo había nombrado -Antonio Rocha- y le pidió la renuncia. Carlos Martín lo encontró con un ejemplar de la Gaceta Literaria en el que habían subrayado con lápiz rojo numerosas frases que consideraban subversivas. Lo mismo habían hecho con su artículo editorial y con el de Mario Convers y aun con algún poema de autor conocido que se consideró sospechoso de estar escrito en clave cifrada. «Hasta la Biblia subrayada en esa forma maliciosa podría expresar lo contrario de su auténtico sentido», les dijo Carlos Martín, en una reacción de furia tan notoria que el ministro lo amenazó con llamar a la policía. Fue nombrado director de la revista Sábado, que en un intelectual como él debía considerarse como una promoción estelar. Sin embargo, le quedó para siempre la impresión de ser víctima de una conspiración de derechas. Fue objeto de una agresión en un café de Bogotá que estuvo a punto de rechazar a bala. Un nuevo ministro lo nombró más tarde abogado jefe de la sección jurídica e hizo una carrera brillante que culminó con un retiro rodeado de libros y añoranzas en su remanso de Tarragona.

Al mismo tiempo que el retiro de Carlos Martín -y sin ningún vínculo con él, por supuesto- circuló en el liceo y en casas y cantinas de la ciudad una versión sin dueño según la cual la guerra con el Perú, en 1932, fue una patraña del gobierno liberal para sostenerse a la fuerza contra la oposición libertina del conservatismo. La versión, divulgada inclusive en hojas mimeografiadas, afirmaba que el drama había empezado sin la menor intención política cuando un alférez peruano atravesó el río Amazonas con una patrulla militar y secuestró en la orilla colombiana a la novia secreta del intendente de Leticia, una mulata perturbadora a quien llamaban la Pila, como diminutivo de Pilar. Cuando el intendente colombiano descubrió el secuestro atravesó la frontera arcifinia con un grupo de peones armados y rescató a la Pila en territorio peruano. Pero el general Luis Sánchez Cerro, dictador absoluto del Perú, supo aprovechar la escaramuza para invadir Colombia y tratar de cambiar los límites amazónicos a favor de su país.

Olaya Herrera -bajo el acoso feroz del Partido Conservador derrotado al cabo de medio siglo de reinado absoluto- declaró el estado de guerra, promovió la movilización nacional, depuró su ejército con hombres de confianza y mandó tropas para liberar los territorios violados por los peruanos. Un grito de combate estremeció el país y enardeció nuestra infancia: «Viva Colombia, abajo el Perú». En el paroxismo de la guerra circuló incluso la versión de que los aviones civiles de la SCADTA fueron militarizados y armados como escuadras de guerra, y que uno de ellos, a falta de bombas, dispersó una procesión de Semana Santa en la población peruana de Guepí con un bombardeo de cocos. El gran escritor Juan Lozano y Lozano, movilizado por el presidente Olaya para que lo mantuviera al corriente de la verdad en una guerra de mentiras recíprocas, escribió con su prosa maestra la verdad del incidente, pero la falsa versión se tuvo como válida por mucho tiempo.

El general Luis Miguel Sánchez Cerro, por supuesto, encontró en la guerra una oportunidad celestial para afianzar su régimen de hierro. A su vez, Olaya Herrera nombró comandante general de las fuerzas colombianas al general y ex presidente conservador Miguel Abadía Méndez, que se encontraba en París. El general atravesó el Atlántico en un buque artillado y penetró por las bocas del río Amazonas hasta Leticia, cuando ya los diplomáticos de ambos bandos empezaban a apagar la guerra.

Sin relación alguna con el golpe de Pasto ni el incidente del periódico, Carlos Martín fue sustituido en la rectoría por Óscar Espitia Brand, un educador de carrera y físico de prestigio. El relevo despertó en el internado toda clase de suspicacias. Mis reservas contra él me estremecieron desde el primer saludo, por el cierto estupor con que se fijó en mi melena de poeta y mis bigotes montaraces. Tenía un aspecto duro y miraba directo a los ojos con una expresión severa. La noticia de que sería nuestro profesor de química orgánica acabó de asustarme.

Un sábado de aquel año estábamos en el cine a mitad de un programa vespertino, cuando una voz perturbada anunció por los altoparlantes que había un estudiante muerto en el liceo. Fue tan impresionante, que no he podido recordar qué película estábamos viendo, pero nunca olvidé la intensidad de Claudette Colbert a punto de arrojarse a un río torrencial desde la baranda de un puente. El muerto era un estudiante del segundo curso, de diecisiete años, recién llegado de su remota ciudad de Pasto, cerca de la frontera con el Ecuador. Había sufrido un paro respiratorio en el curso de un trote organizado por el maestro de gimnasia como penitencia de fin de semana para sus alumnos remolones. Fue el único caso de un estudiante muerto por cualquier causa durante mi estancia, y causó una gran conmoción no sólo en el liceo sino en la ciudad. Mis compañeros me escogieron para que dijera en el entierro unas palabras de despedida. Esa misma noche pedí audiencia al nuevo rector para mostrarle mi oración fúnebre, y la entrada a su oficina me estremeció como una repetición sobrenatural de la única que tuve con el rector muerto. El maestro Espitia leyó mi manuscrito con una expresión trágica, y lo aprobó sin comentarios, pero cuando me levanté para salir me indicó que volviera a sentarme. Había leído notas y versos míos, de los muchos que circulaban de trasmano en los recreos, y algunos le habían parecido dignos de ser publicados en un suplemento literario. Apenas intenté sobreponerme a mi timidez despiadada, cuando ya él había expresado el que sin duda era su propósito. Me aconsejó que me cortara los bucles de poeta, impropios en un hombre serio, que me modelara el bigote de cepillo y dejara de usar las camisas de pájaros y flores que bien parecían de carnaval. Nunca esperé nada semejante, y por fortuna tuve nervios para no contestarle una impertinencia. El lo advirtió, y adoptó un tono sacramental para explicarme su temor de que mi moda se impusiera entre los condiscípulos menores por mi reputación de poeta. Salí de la oficina impresionado por el reconocimiento de mis costumbres y mi talento poéticos en una instancia tan alta, y dispuesto a complacer al rector con mi cambio de aspecto para un acto tan solemne. Hasta el punto de que interpreté como un fracaso personal que cancelaran los homenajes póstumos a petición de la familia. El final fue tenebroso. Alguien había descubierto que el cristal del ataúd parecía empañado cuando estaba expuesto en la biblioteca del liceo. Álvaro Ruiz Torres lo abrió a solicitud de la familia y comprobó que en efecto estaba húmedo por dentro. Buscando a tientas la causa del vapor en un cajón hermético, hizo una ligera presión con la punta de los dedos en el pecho, y el cadáver emitió un lamento desgarrador. La familia alcanzó a trastornarse con la idea de que estuviera vivo, hasta que el médico explicó que los pulmones habían retenido aire por el fallo respiratorio y lo había expulsado con la presión en el pecho. A pesar de la simplicidad del diagnóstico, o tal vez por eso mismo, en algunos quedó el temor de que lo hubieran enterrado vivo. Con ese ánimo me fui a las vacaciones del cuarto año, ansioso de ablandar a mis padres para no seguir estudiando.

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