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El interés por la política nacional era bastante escaso en el internado. En la casa de mis abuelos oí decir demasiado que la única diferencia entre los dos partidos después de la guerra de los Mil Días era que los liberales iban a la misa de cinco para que no los vieran y los conservadores a la misa de ocho para que los creyeran creyentes. Sin embargo, las diferencias reales empezaron a sentirse de nuevo treinta años después, cuando el Partido Conservador perdió el poder y los primeros presidentes liberales trataban de abrir el país a los nuevos vientos del mundo. El Partido Conservador, vencido por el óxido de su poder absoluto, ponía orden y limpieza en su propia casa bajo el resplandor lejano de Mussolini en Italia y las tinieblas del general Franco en España, mientras que la primera administración del presidente Alfonso López Pumarejo, con una pléyade de jóvenes cultos, había tratado de crear las condiciones para un liberalismo moderno, quizás sin darse cuenta de que estaba cumpliendo con el fatalismo histórico de partirnos en las dos mitades en que estaba dividido el mundo. Era ineludible. En alguno de los libros que nos prestaron los maestros conocí una cita atribuida a Lenin: «Si no te metes con la política, la política terminará metiéndose contigo».

Sin embargo, después de cuarenta y seis años de una hegemonía cavernaria de presidentes conservadores, la paz empezaba a parecer posible. Tres presidentes jóvenes y con una mentalidad moderna habían abierto una perspectiva liberal que parecía dispuesta a disipar las brumas del pasado. Alfonso López Pumarejo, el más notable de los tres, que había sido un reformador arriesgado, se hizo reelegir en 1942 para un segundo periodo, y nada parecía perturbar el ritmo de los relevos. De modo que en mi primer año del liceo estábamos embebidos en las noticias de la guerra europea, que nos mantenían en vilo como nunca lo había logrado la política nacional. La prensa no entraba en el liceo sino en casos muy especiales, porque no teníamos el hábito de pensar en ella. No existían radios portátiles, y el único del liceo era la vieja consola de la sala de maestros que encendíamos a todo volumen a las siete de la noche sólo para bailar. Lejos estábamos de pensar que en aquel momento se estuviera incubando la más sangrienta e irregular de todas nuestras guerras.

La política entró a golpes en el liceo. Nos partimos en grupos de liberales y conservadores, y por primera vez supimos de qué lado estaba cada quien. Surgió una militancia interna, cordial y un tanto académica al principio, que degeneró en el mismo estado de ánimo que empezaba a pudrir al país. Las primeras tensiones del liceo eran apenas perceptibles, pero nadie dudaba de la buena influencia de Carlos Martín al frente de un cuerpo de profesores que nunca habían ocultado sus ideologías. Si el nuevo rector no era un militante evidente, al menos dio su autorización para escuchar los noticieros de la noche en la radiola de la sala, y las noticias políticas prevalecieron desde entonces sobre la música para bailar. Se decía sin confirmación que en su oficina tenía un retrato de Lenin o de Marx.

Fruto de aquel ambiente enrarecido debió ser el único amago de motín que ocurrió en el liceo. En el dormitorio salieron a volar almohadas y zapatos en detrimento de la lectura y el sueño. No he podido establecer cuál fue el motivo, pero creo recordar -y varios condiscípulos coinciden conmigo- en que fue por algún episodio del libro que se leía en voz alta aquella noche: Cantaclaro, de Rómulo Gallegos. Un raro zafarrancho de combate.

Llamado de urgencia, Carlos Martín entró en el dormitorio y lo recorrió varias veces de extremo a extremo en el silencio inmenso que causó su aparición. Luego, en un rapto de autoritarismo, insólito en un carácter como el suyo, nos ordenó abandonar el dormitorio en piyama y pantuflas, y formarnos en el patio helado. Allí nos soltó una arenga en el estilo circular de Catilina y regresamos en un orden perfecto a continuar el sueño. Fue el único incidente de que tengo memoria en nuestros años del liceo.

Mario Convers, un estudiante que llegó ese año al sexto grado, nos mantenía por entonces alborotados con el tema de hacer un periódico distinto a los convencionales de otros colegios. Uno de sus primeros contactos fue conmigo, y me pareció tan convincente que acepté ser su jefe de redacción, halagado pero sin una idea clara de mis funciones. Los preparativos finales del periódico coincidieron con el arresto del presidente López Pumarejo por un grupo de altos oficiales de las Fuerzas Armadas el 8 julio de 1944, mientras estaba de visita oficial en el sur del país. El cuento, contado por él mismo, no tenía desperdicio. Tal vez sin proponérselo, había hecho a los investigadores un relato estupendo, según el cual no se había enterado del suceso hasta que fue liberado. Y tan ceñido a las verdades de la vida real, que el golpe de Pasto quedó como uno más de los tantos episodios ridículos de la historia nacional.

Alberto Lleras Camargo, en su condición de primer designado, mantuvo al país adormecido con su voz y su dicción perfectas, durante varias horas, a través de la Radio Nacional, hasta que el presidente López fue liberado y se restableció el orden. Pero el estado de sitio riguroso, con censura de prensa, se impuso. Los pronósticos eran inciertos. Los conservadores habían gobernado el país desde la independencia de España, en 1830, hasta la elección de Olaya Herrera un siglo después, y todavía no daban muestra alguna de liberalización. Los liberales, en cambio, se hacían cada vez más conservadores en un país que iba dejando en su historia piltrafas de sí mismo. En aquel momento tenían una élite de intelectuales jóvenes fascinados por los señuelos del poder, cuyo ejemplar más radical y viable era Jorge Eliécer Gaitán. Éste había sido uno de los héroes de mi infancia por sus acciones contra la represión de la zona bananera, de la cual oí hablar sin entenderla desde que tuve uso de razón. Mi abuela lo admiraba, pero creo que le preocupaban sus coincidencias de entonces con los comunistas. Yo había estado a sus espaldas mientras pronunciaba un discurso atronador desde un balcón de la plaza en Zipaquirá, y me impresionó su cráneo con forma de melón, el cabello liso y duro y el pellejo de indio puro, y su voz de trueno con el acento de los gamines de Bogotá, tal vez exagerado por cálculo político. En su discurso no habló de liberales y conservadores, o de explotadores y explotados, como todo el mundo, sino de pobres y aligarcas, una palabra que escuché entonces por primera vez martillada en cada frase, y que me apresuré a buscar en el diccionario.

Era un abogado eminente, alumno destacado en Roma del gran penalista italiano Enrico Ferri. Había estudiado allí mismo las artes oratorias de Mussolini y algo tenía de su estilo teatral en la tribuna. Gabriel Turbay, su copartidario rival, era un médico culto y elegante, de finos lentes de oro que le infundían un cierto aire de artista de cine. En un reciente congreso del Partido Comunista había pronunciado un discurso imprevisto que sorprendió a muchos e inquietó a algunos de sus copartidarios burgueses, pero él no creía contrariar de palabra ni de obra su formación liberal ni su vocación de aristócrata. Su familiaridad con la diplomacia rusa le venía desde 1936, cuando estableció en Roma las relaciones con la Unión Soviética, en su condición de embajador de Colombia. Siete años después las formalizó en Washington en su condición de ministro de Colombia en los Estados Unidos.

Sus buenos tratos con la embajada soviética en Bogotá eran muy cordiales, y tenía en el Partido Comunista colombiano algunos dirigentes amigos que hubieran podido acordar una alianza electoral con los liberales, de la cual se habló a menudo por aquellos días, pero nunca se concretó. También por esa época, siendo embajador en Washington, corrió en Colombia el rumor insistente de que era el novio secreto de una estrella grande de Hollywood -tal vez Joan Crawford o Paulette Godard- pero tampoco renunció nunca a su carrera de soltero insobornable.

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