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No volví a tener ningún contacto con el rector hasta el año siguiente, cuando se hizo cargo de la cátedra de geometría en el cuarto grado. Entró en el aula el primer martes a las diez de la mañana, dio los buenos días con un gruñido, sin mirar a nadie, y limpió el tablero con la almohadilla hasta que no quedó ni el mínimo rastro de polvo. Entonces se volvió hacia nosotros, y todavía sin pasar lista le preguntó a Álvaro Ruiz Torres:

– ¿Qué es un punto?

No hubo tiempo para contestar, porque el profesor de ciencias sociales abrió la puerta sin tocar y le dijo al rector que tenía una llamada urgente del Ministerio de Educación. El rector salió deprisa para contestar al teléfono y no regresó a la clase. Nunca más, pues la llamada era para comunicarle el relevo de su cargo de rector, que había cumplido a conciencia durante cinco años en el liceo, y al cabo de toda una vida de buen servicio.

El sucesor fue el poeta Carlos Martín, el más joven de los buenos poetas del grupo Piedra y Cielo, que César del Valle me había ayudado a descubrir en Barranquilla. Tenía treinta años y tres libros publicados. Yo conocía poemas suyos, y lo había visto una vez en una librería de Bogotá, pero nunca tuve nada que decirle ni alguno de sus libros para pedirle la firma. Un lunes apareció sin anunciarse en el recreo del almuerzo. No lo esperábamos tan pronto. Parecía más un abogado que un poeta con un vestido de rayas inglesas, la frente despejada y un bigote lineal con un rigor de forma que se notaba también en su poesía. Avanzó con sus pasos bien medidos hacia los grupos más cercanos, apacible y siempre un poco distante, y nos tendió la mano:

– Hola, soy Carlos Martín.

Yo estaba en esa época fascinado por las prosas líricas que Eduardo Carranza publicaba en la sección literaria de El Tiempo y en la revista Sábado. Me parecía que era un género inspirado en Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, de moda entre los poetas jóvenes que aspiraban a borrar del mapa el mito de Guillermo Valencia. El poeta Jorge Rojas, heredero de una fortuna efímera, patrocinó con su nombre y su saldo la publicación de unos cuadernillos originales que despertaron un grande interés en su generación y unificó un grupo de buenos poetas conocidos.

Fue un cambio a fondo de las relaciones domésticas. La imagen espectral del rector anterior fue reemplazada por una presencia concreta que conservaba las distancias debidas, pero siempre al alcance de la mano. Prescindió de la revisión rutinaria de presentación personal y otras normas ociosas, y a veces conversaba con los alumnos en el recreo de la noche.

El nuevo estilo me puso en mi rumbo. Tal vez Calderón le había hablado de mí al nuevo rector, pues una de las primeras noches me hizo un sondeo sesgado sobre mis relaciones con la poesía, y le solté todo lo que llevaba dentro. Él me preguntó si había leído La experiencia literaria, un libro muy comentado de don Alfonso Reyes. Le confesé que no, y me lo llevó al día siguiente. Devoré la mitad por debajo del pupitre en tres clases sucesivas, y el resto en los recreos del campo de futbol. Me alegró que un ensayista de tanto prestigio se ocupara de estudiar las canciones de Agustín Lara como si fueran poemas de Garcilaso, con el pretexto de una frase ingeniosa: «Las populares canciones de Agustín Lara no son canciones populares». Para mí fue como encontrar la poesía disuelta en una sopa de la vida diaria.

Martín prescindió del magnífico apartamento de la rectoría. Instaló su oficina de puertas abiertas en el patio principal, y esto lo acercó más aún a nuestras tertulias después de la cena. Se instaló para largo tiempo con su esposa y sus hijos en una casona colonial bien mantenida en una esquina de la plaza principal, con un estudio de muros cubiertos por todos los libros con que podía soñar un lector atento a los gustos renovadores de aquellos años. Allí lo visitaban los fines de semana sus amigos de Bogotá, en especial sus compañeros de Piedra y Cielo. Un domingo cualquiera tuve que ir a su casa por una diligencia casual con Guillermo López Guerra, y allí estaban Eduardo Carranza y Jorge Rojas, las dos estrellas mayores. El rector nos hizo sentar con una seña rápida para no interrumpir la conversación, y allí estuvimos una media hora sin entender una palabra, porque discutían sobre un libro de Paul Valéry, del que no habíamos oído hablar. Había visto a Carranza más de una vez en librerías y cafés de Bogotá, y habría podido identificarlo sólo por el timbre y la fluidez de la voz, que se correspondía con su ropa callejera y su modo de ser: un poeta. A Jorge Rojas, en cambio, no habría podido identificarlo por su atuendo y su estilo ministeriales, hasta que Carranza se dirigió a él por su nombre. Yo anhelaba ser testigo de una discusión sobre poesía entre los tres más grandes, pero no se dio. Al final del tema, el rector me puso la mano en el hombro, y dijo a sus invitados:

– Este es un gran poeta.

Lo dijo como una galantería, por supuesto, pero yo me sentí fulminado. Carlos Martín insistió en hacernos una foto con los dos grandes poetas, y la hizo, en efecto, pero no tuve más noticias de ella hasta medio siglo después en su casa de la costa catalana, donde se retiró a gozar de su buena vejez.

El liceo fue sacudido por un viento renovador. La radio, que sólo usábamos para bailar hombre con hombre, se convirtió con Carlos Martín en un instrumento de divulgación social, y por primera vez se escuchaban y se discutían en el patio de recreo los noticieros de la noche. La actividad cultural aumentó con la creación de un centro literario y la publicación de un periódico. Cuando hicimos la lista de los candidatos posibles por sus aficiones literarias bien definidas, su número nos dio el nombre del grupo: centro literario de los Trece. Nos pareció un golpe de suerte, además, porque era un desafío a la superstición. La iniciativa fue de los mismos estudiantes, y consistía sólo en reunimos una vez a la semana para hablar de literatura cuando en realidad ya no hacíamos otra cosa en los tiempos libres, dentro y fuera del liceo. Cada uno llevaba lo suyo, lo leía y lo sometía al juicio de todos. Asombrado por ese ejemplo, yo contribuía con la lectura de sonetos que firmaba con el seudónimo de Javier Garcés, que en realidad no usaba para distinguirme sino para esconderme. Eran simples ejercicios técnicos sin inspiración ni aspiración, a los que no atribuía ningún valor poético porque no me salían del alma. Había empezado con imitaciones de Quevedo, Lope de Vega y aun de García Lorca, cuyos octosílabos eran tan espontáneos que bastaba con empezar para seguir por inercia. Llegué tan lejos en esa fiebre de imitación, que me había propuesto la tarea de parodiar en su orden cada uno de los cuarenta sonetos de Garcilaso de la Vega. Escribía, además, los que algunos internos me pedían para dárselos como suyos a sus novias dominicales. Una de ellas, en absoluto secreto, me leyó emocionada los versos que su pretendiente le dedicó como escritos por él.

Carlos Martín nos concedió un pequeño depósito en el segundo patio del liceo con las ventanas clausuradas por seguridad. Éramos unos cinco miembros que nos poníamos tareas para la reunión siguiente. Ninguno de ellos hizo carrera de escritor pero no se trataba de eso sino de probar las posibilidades de cada quien. Discutíamos las obras de los otros, y llegábamos a irritarnos tanto como si fueran partidos de futbol. Un día Ricardo González Ripoll tuvo que salir en medio de un debate, y sorprendió al rector con la oreja en la puerta para escuchar la discusión. Su curiosidad era legítima porque no le parecía verosímil que dedicáramos nuestras horas libres a la literatura.

A fines de marzo nos llegó la noticia de que el antiguo rector, don Alejandro Ramos, se había disparado un tiro en la cabeza en el Parque Nacional de Bogotá. Nadie se conformó con atribuirlo a su carácter solitario y tal vez depresivo, ni se entendió un motivo razonable para suicidarse detrás del monumento del general Rafael Uribe Uribe, un guerrero de cuatro guerras civiles y político liberal que fue asesinado de un hachazo por dos fanáticos en el atrio del Capitolio. Una delegación del liceo encabezada por el nuevo rector asistió al entierro del maestro Alejandro Ramos, que quedó en la memoria de todos como el adiós a otra época.

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