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Había preparado la explicación de mi visita casi tanto como el discurso. Él la escuchó en silencio, aprobó cada frase con la cabeza, pero todavía sin mirarme a mí sino al papel que me temblaba en la mano. En algún punto que yo creía divertido traté de ganarle una sonrisa, pero fue inútil. Más aún: estoy seguro de que ya estaba al corriente del sentido de mi visita, pero me hizo cumplir con el rito de explicárselo.

Cuando terminé tendió la mano por encima del escritorio y recibió el papel. Se quitó los lentes para leerlo con una atención profunda, y sólo se detuvo para hacer dos correcciones con la pluma. Luego se puso los lentes y me habló sin mirarme a los ojos con una voz pedregosa que me sacudió el corazón.

– Aquí hay dos problemas -me dijo-. Usted escribió: «En armonía con la flora exhuberante de nuestro país, que dio a conocer al mundo el sabio español José Celestino Mutis en el siglo XVIII, vivimos en este liceo un ambiente paradisíaco». Pero el caso es que exuberante se escribe sin hache, y paradisiaco no lleva tilde.

Me sentí humillado. No tuve respuesta para el primer caso, pero en el segundo no tenía ninguna duda, y le repliqué de inmediato con lo que me quedaba de voz:

– Perdóneme, señor rector, el diccionario admite paradisíaco con acento o sin acento, pero el esdrújulo me pareció más sonoro.

Debió sentirse tan agredido como yo, pues todavía no me miró sino que cogió el diccionario en el librero sin decir una palabra. Se me crispó el corazón, porque era el mismo Atlas de mi abuelo, pero nuevo y brillante, y quizás sin usar. A la primera tentativa lo abrió en la página exacta, leyó y releyó la noticia y me preguntó sin apartar la vista de la página:

– ¿En qué año está usted?

– Tercero -le dije.

Cerró el diccionario con un fuerte golpe de cepo y por primera vez me miró a los ojos.

– Bravo -dijo-. Siga así.

Desde aquel día sólo faltó que mis compañeros de clase me proclamaran héroe, y empezaron a llamarme con toda la sorna posible «el costeño que habló con el rector». Sin embargo, lo que más me afectó de la entrevista fue haberme enfrentado, una vez más, a mi drama personal con la ortografía. Nunca pude entenderlo. Uno de mis maestros trató de darme el golpe de gracia con la noticia de que Simón Bolívar no merecía su gloria por su pésima ortografía. Otros me consolaban con el pretexto de que es un mal de muchos. Aún hoy, con diecisiete libros publicados, los correctores de mis pruebas de imprenta me honran con la galantería de corregir mis horrores de ortografía como simples erratas.

Las fiestas sociales en Zipaquirá correspondían en general a la vocación y el modo de ser de cada quien. Las minas de sal, que los españoles encontraron vivas, eran una atracción turística en los fines de semana, que se completaba con la sobrebarriga al horno y las papas nevadas en grandes pailas de sal. Los internos costeños, con nuestro prestigio merecido de gritones y malcriados, teníamos la buena educación de bailar como artistas la música de moda y el buen gusto de enamorarnos a muerte.

Llegué a ser tan espontáneo, que el día en que se conoció el fin de la guerra mundial salimos a las calles en manifestación de júbilo con banderas, pancartas y voces de victoria. Alguien pidió un voluntario para decir el discurso y salí sin pensarlo siquiera al balcón del club social, frente a la plaza mayor, y lo improvisé con gritos altisonantes, que a muchos les parecieron aprendidos de memoria.

Fue el único discurso que me vi obligado a improvisar en mis primeros setenta años. Terminé con un reconocimiento lírico a cada uno de los Cuatro Grandes, pero el que llamó la atención de la plaza fue el del presidente de los Estados Unidos, fallecido poco antes: «Franklin Delano Roosevelt, que como el Cid Campeador sabe ganar batallas después de muerto». La frase se quedó flotando en la ciudad durante varios días, y fue reproducida en carteles callejeros y en retratos de Roosevelt en las vitrinas de algunas tiendas. De modo que mi primer éxito público no fue como poeta ni novelista, sino como orador, y peor aún: como orador político. Desde entonces no hubo acto público del liceo en que no me subieran a un balcón, sólo que entonces eran discursos escritos y corregidos hasta el último aliento.

Con el tiempo, aquella desfachatez me sirvió para contraer un terror escénico que me llevó al punto de la mudez absoluta, tanto en las grandes bodas como en las cantinas de los indios de ruana y alpargatas, donde terminábamos por el suelo; en la casa de Berenice, que era bella y sin prejuicios, y tuvo la buena suerte de no casarse conmigo porque estaba loca de amor por otro o, en la telegrafía, cuya Sarita inolvidable me transmitía a crédito los telegramas de angustia cuando mis padres se retrasaban en las remesas para mis gastos personales y más de una vez me pagaba los giros adelantados para sacarme de apuros. Sin embargo, la menos olvidable no fue el amor de nadie sino el hada de los adictos a la poesía. Se llamaba Cecilia González Pizano y tenía una inteligencia veloz, una simpatía personal y un espíritu libre en una familia de estirpe conservadora, y una memoria sobrenatural para toda la poesía. Vivía frente al portal del liceo con una tía aristocrática y soltera en una mansión colonial alrededor de un jardín de heliotropos. Al principio fue una relación reducida a los torneos poéticos, pero Cecilia terminó por ser una verdadera camarada de la vida, siempre muerta de risa, que por fin se coló en las clases de literatura del maestro Calderón, con la complicidad de todos.

En mis tiempos de Aracataca había soñado con la buena vida de ir cantando de feria en feria, con acordeón y buena voz, que siempre me pareció la manera más antigua y feliz de contar un cuento. Si mi madre había renunciado al piano para tener hijos, y mi padre había colgado el violín para poder mantenernos, era apenas justo que el mayor de ellos sentara el buen precedente de morirse de hambre por la música. Mi participación eventual como cantante y tiplero en el grupo del liceo probó que tenía oído para aprender un instrumento más difícil, y que podía cantar.

No había velada patriótica o sesión solemne del liceo en que no estuviera mi mano de algún modo, siempre por la gracia del maestro Guillermo Quevedo Zornosa, compositor y prohombre de la ciudad, director eterno de la banda municipal y autor de «Amapola» la del camino, roja como el corazón-, una canción de juventud que fue en su tiempo el alma de veladas y serenatas. Los domingos después de misa yo era de los primeros que atravesaban el parque para asistir a su retreta, siempre con La gazza ladra, al principio, y el Coro de los Martillos, de Il trovatore, al final. Nunca supo el maestro, ni me atreví a decírselo, que el sueño de mi vida de aquellos años era ser como él.

Cuando el liceo pidió voluntarios para un curso de apreciación de la música, los primeros que levantamos el dedo fuimos Guillermo López Guerra y yo. El curso sería en la mañana de los sábados, a cargo del profesor Andrés Pardo Tovar, director del primer programa de música clásica de La Voz de Bogotá. No alcanzábamos a ocupar la cuarta parte del comedor acondicionado para la clase, pero fuimos seducidos al instante por su labia de apóstol. Era el cachaco perfecto, de blazer de media noche, chaleco de raso, voz sinuosa y ademanes pausados. Lo que hoy resultaría novedoso por su antigüedad sería el fonógrafo de manigueta que manejaba con la maestría y el amor de un domador de focas. Partía del supuesto -correcto en nuestro caso- de que éramos unos novatos de solemnidad. De modo que empezó con El carnaval de los animales, de Saint-Saéns, reseñando con datos eruditos el modo de ser de cada animal. Luego tocó -¡cómo no!- Pedro y el lobo, de Prokófiev. Lo malo de aquella fiesta sabatina fue que me inculcó el pudor de que la música de los grandes maestros es un vicio casi secreto, y necesité muchos años para no hacer distinciones prepotentes entre música buena y música mala.

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