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Era mi clima ideal. Desde el colegio San José tenía tan arraigado el vicio de leer todo lo que me cayera en las manos, que en eso ocupaba el tiempo libre y casi todo el de las clases. A mis dieciséis años, y con buena ortografía o sin ella, podía repetir sin tomar aliento los poemas que había aprendido en el colegio San José. Los leía y releía, sin ayuda ni orden, y casi siempre a escondidas durante las clases. Creo haber leído completa la indescriptible biblioteca del liceo, hecha con los desperdicios de otras menos útiles: colecciones oficiales, herencias de maestros desganados, libros insospechados que recalaban por ahí quién sabe de qué saldos de naufragios. No puedo olvidar la Biblioteca Aldeana de la editorial Minerva, patrocinada por don Daniel Samper Ortega y distribuida en escuelas y colegios por el Ministerio de Educación. Eran cien volúmenes con todo lo bueno y todo lo peor que hasta entonces se había escrito en Colombia, y me propuse leerlos en orden numérico hasta donde me alcanzara el alma. Lo que todavía hoy me aterra es que estuve a punto de cumplirlo en los dos años finales, y en el resto de mi vida no he podido establecer si me sirvió de algo.

Los amaneceres del dormitorio tenían un sospechoso parecido con la felicidad, salvo por la campana mortífera que sonaba a rebato -como solíamos decir- a las seis de la medianoche. Sólo dos o tres débiles mentales saltaban de la cama para coger los primeros turnos frente a las seis duchas de agua glacial en el baño del dormitorio. El resto aprovechábamos para exprimir las últimas gotitas de sueño hasta que el maestro de turno recorría el salón arrancando las mantas de los dormidos. Era una hora y media de intimidad destapada para poner la ropa en orden, lustrar los zapatos, darnos una ducha con el hielo líquido del tubo sin regadera, mientras cada cual se desahogaba a gritos de sus frustraciones y se burlaba de las ajenas, se violaban secretos de amores, se ventilaban negocios y pleitos, y se concertaban los cambalaches del comedor. Tema matinal de discusiones constantes era el capítulo leído la noche anterior.

Guillermo Granados daba rienda suelta desde el amanecer a sus virtudes de tenor con su inagotable repertorio de tangos. Con Ricardo González Ripoll, mi vecino en el dormitorio, cantábamos a dúo guarachas caribes al ritmo del trapo con que lustrábamos los zapatos en la cabecera de la cama, mientras mi compadre Sabas Caravallo recorría el dormitorio de un extremo al otro como su madre lo parió, con la toalla colgada de su verga de cemento armado.

Si hubiera sido posible, una buena cantidad de internos habríamos escapado en las madrugadas para cumplir citas propuestas los fines de semana. No había guardias nocturnas ni maestros de dormitorios, salvo el de turno por semanas. Y el portero eterno del liceo, Riverita, que en realidad dormía despierto a toda hora mientras cumplía sus deberes diarios. Vivía en el cuarto del zaguán y cumplía bien con su oficio, pero en las noches podíamos destrancar los bastos portones de iglesia, ajustarlos sin ruido, gozar la noche en casa ajena y regresar poco antes del amanecer por las calles glaciales. Nunca se supo si Riverita dormía en verdad como el muerto que parecía ser, o si era su manera gentil de ser cómplice de sus muchachos. No eran muchos los que escapaban, y sus secretos se pudrían en la memoria de sus cómplices fieles. Conocí algunos que lo hicieron de rutina, otros que se atrevieron una vez de ida con el coraje que infundía la tensión de la aventura, y regresaban exhaustos por el terror. Nunca supimos de alguno que fuera descubierto.

Mi único inconveniente social en el colegio eran unas pesadillas siniestras heredadas de mi madre, que irrumpían en los sueños ajenos como alaridos de ultratumba. Mis vecinos de cama las conocían de sobra y sólo les temían por el pavor del primer aullido en el silencio de la madrugada. El maestro de turno, que dormía en el camarote de cartón, se paseaba sonámbulo de un extremo al otro del dormitorio hasta que se restablecía la calma. No sólo eran sueños incontrolables, sino que tenían algo que ver con la mala conciencia, porque en dos ocasiones me ocurrieron en casas extraviadas. También eran indescifrables, porque no sucedían en ensueños pavorosos, sino al contrario, en episodios felices con personas o lugares comunes que de pronto me revelaban un dato siniestro con una mirada inocente. Una pesadilla apenas comparable con una de mi madre, que tenía en su regazo su propia cabeza y la expurgaba de las liendres y los piojos que no la dejaban dormir. Mis gritos no eran de pavor, sino voces de auxilio para que alguien me hiciera la caridad de despertarme. En el dormitorio del liceo no había tiempo de nada, porque al primer quejido me caían encima las almohadas que me lanzaban desde las camas vecinas. Despertaba acezante, con el corazón alborotado pero feliz de estar vivo.

Lo mejor del liceo eran las lecturas en voz alta antes de dormir. Habían empezado por iniciativa del profesor Carlos Julio Calderón con un cuento de Mark Twain que los del quinto año debían estudiar para un examen de emergencia a la primera hora del día siguiente. Leyó las cuatro cuartillas en voz alta en su cubículo de cartón para que tomaran notas los alumnos que no hubieran tenido tiempo de leerlo. Fue tan grande el interés, que desde entonces se impuso la costumbre de leer en voz alta todas las noches antes de dormir. No fue fácil al principio, porque algún maestro mojigato había impuesto el criterio de escoger y expurgar los libros que iban a leerse, pero el riesgo de una rebelión los encomendó al criterio de los estudiantes mayores.

Empezaron con media hora. El maestro de turno leía en su camarote bien iluminado a la entrada del dormitorio general, y al principio lo acallábamos con ronquidos de burla, reales o fingidos, pero casi siempre merecidos. Más tarde se prolongaron hasta una hora, según el interés del relato, y los maestros fueron relevados por alumnos en turnos semanales. Los buenos tiempos empezaron con Nostradamus y El hombre de la máscara de hierro, que complacieron a todos. Lo que todavía no me explico es el éxito atronador de La montaña mágica, de Thomas Mann, que requirió la intervención del rector para impedir que pasáramos la noche en vela esperando un beso de Hans Castorp y Clawdia Chauchat. O la tensión insólita de todos sentados en las camas para no perder palabra de los farragosos duelos filosóficos entre Naptha y su amigo Settembrini. La lectura se prolongó aquella noche por más de una hora y fue celebrada en el dormitorio con una salva de aplausos.

El único maestro que quedó como una de las grandes incógnitas de mi juventud fue el rector que encontré a mi llegada. Se llamaba Alejandro Ramos, y era áspero y solitario, con unos espejuelos de vidrios gruesos que parecían de ciego, y un poder sin alardes que pesaba en cada palabra suya como un puño de hierro. Bajaba de su refugio a las siete de la mañana para revisar nuestro aseo personal antes de entrar en el comedor. Llevaba vestidos intachables de colores vivos, y el cuello almidonado como de celuloide con corbatas alegres y zapatos resplandecientes. Cualquier falla en nuestra limpieza personal la registraba con un gruñido que era una orden de volver al dormitorio para corregirla. El resto del día se encerraba en su oficina del segundo piso, y no volvíamos a verlo hasta la mañana siguiente a la misma hora, o mientras daba los doce pasos entre la oficina y el aula del sexto año, donde dictaba su única clase de matemáticas tres veces por semana. Sus alumnos decían que era un genio de los números, y divertido en las clases, y los dejaba asombrados con su sabiduría y trémulos por el terror del examen final.

Poco después de mi llegada tuve que escribir el discurso inaugural para algún acto oficial del liceo. La mayoría de los maestros me aprobaron el tema, pero coincidieron en que la última palabra en casos como ése la tenía el rector. Vivía al final de la escalera en el segundo piso, pero sufrí la distancia como si fuera un viaje a pie alrededor del mundo. Había dormido mal la noche anterior, me puse la corbata del domingo y apenas si pude saborear el desayuno. Toqué tan despacio a la puerta de la rectoría que el rector no me abrió hasta la tercera vez, y me cedió el paso sin saludarme. Por fortuna, pues yo no habría tenido voz para contestarle, no sólo por su sequedad sino por la imponencia, el orden y la belleza del despacho con muebles de maderas nobles y forros de terciopelo, y las paredes tapizadas por la asombrosa estantería de libros empastados en cuero. El rector esperó con una parsimonia formal a que recobrara el aliento. Luego me indicó la poltrona auxiliar frente al escritorio y se sentó en la suya.

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