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Desembarqué en Sucre bajo una llovizna invisible. La albarrada del puerto me pareció distinta a la de mis añoranzas. La plaza era más pequeña y desnuda que en la memoria, y la iglesia y el camellón tenían una luz de desamparo bajo los almendros podados. Las guirnaldas de colores de las calles anunciaban la Navidad, pero ésta no me suscitó la emoción de otras veces, y no reconocí a ninguno de los escasos hombres con paraguas que esperaban en el muelle, hasta que uno de ellos me dijo al pasar, con su acento y su tono inconfundibles:

– ¡Qué es la cosa!

Era mi papá, un tanto demacrado por la pérdida de peso. No tenía el vestido de dril blanco que lo identificaba a distancia desde sus años mozos, sino un pantalón casero, una camisa tropical de manga corta y un raro sombrero de capataz. Lo acompañaba mi hermano Gustavo, a quien no reconocí por el estirón de los nueve años.

Por fortuna, la familia conservaba sus arrestos de pobre, y la cena temprana parecía hecha a propósito para notificarme que aquélla era mi casa, y que no había otra. La buena noticia en la mesa fue que mi hermana Ligia se había ganado la lotería. La historia -contada por ella misma- empezó cuando nuestra madre soñó que su papá había disparado al aire para espantar a un ladrón que sorprendió robando en la vieja casa de Aracataca. Mi madre contó el sueño al desayuno, de acuerdo con un hábito familiar, y sugirió que compraran un billete de lotería terminado en siete, porque este número tenía la misma forma del revólver del abuelo. La suerte les falló con un billete que mi madre compró a crédito para pagarlo con el mismo dinero del premio. Pero Ligia, que entonces tenía once años, le pidió a papá treinta centavos para pagar el billete que no ganó, y otros treinta para insistir la semana siguiente con el mismo número raro: 0207.

Nuestro hermano Luis Enrique escondió el billete para asustar a Ligia, pero el susto suyo fue mayor el lunes siguiente, cuando la oyó entrar en la casa gritando como una loca que se había ganado la lotería. Pues en las prisas de la travesura el hermano olvidó dónde estaba el billete, y en la ofuscación de la búsqueda tuvieron que vaciar roperos y baúles, y voltear la casa al revés desde la sala hasta los retretes. Sin embargo, más inquietante que todo fue la cantidad cabalística del premio: 770 pesos.

La mala noticia fue que mis padres habían cumplido por fin el sueño de mandar a Luis Enrique al reformatorio de Fontidueño -en Medellín-, convencidos de que era una escuela para hijos desobedientes y no lo que era en realidad: una cárcel para la rehabilitación de delincuentes juveniles de alta peligrosidad.

La decisión final la tomó papá cuando mandó al hijo díscolo a cobrar una deuda de la farmacia, y en vez de entregar los ocho pesos que le pagaron compró un tiple de buena clase que aprendió a tocar como un maestro. Mi padre no hizo ningún comentario cuando descubrió el instrumento en la casa, y siguió reclamándole al hijo el cobro de la deuda, pero éste le contestaba siempre que la tendera no tenía el dinero para pagarla. Habían pasado unos dos meses cuando Luis Enrique encontró a papá acompañándose con el tiple una canción improvisada: «Mírame, aquí tocando este tiple que me costó ocho pesos».

Nunca supimos cómo conoció el origen, ni por qué se había hecho el desentendido con la pilatuna del hijo, pero éste desapareció de la casa hasta que mi madre calmó al esposo. Entonces le oímos a papá las primeras amenazas de mandar a Luis Enrique al reformatorio de Medellín, pero nadie le prestó atención, pues también había anunciado el propósito de mandarme al seminario de Ocaña, no para castigarme por nada sino por la honra de tener un cura en casa, y más tardó en concebirlo que en olvidarlo. El tiple, sin embargo, fue la gota que derramó el vaso.

El ingreso a la casa de corrección sólo era posible por decisión de un juez de menores, pero papá superó la falta de requisitos mediante amigos comunes, con una carta de recomendación del arzobispo de Medellín, monseñor García Benítez. Luis Enrique, por su parte, dio una muestra más de su buena índole, por el júbilo con que se dejó llevar como para una fiesta.

Las vacaciones sin él no eran iguales. Sabía acoplarse como un profesional con Filadelfo Velilla, el sastre mágico y tiplero magistral, y por supuesto con el maestro Valdés. Era fácil. Al salir de aquellos bailes azorados de los ricos nos asaltaban en las sombras del parque unas parvadas de aprendices furtivas con toda clase de tentaciones. A una que pasaba cerca, pero que no era de las mismas, le propuse por error que se fuera conmigo, y me contestó con una lógica ejemplar que no podía, porque el marido dormía en casa. Sin embargo, dos noches después me avisó que dejaría sin tranca la puerta de la calle tres veces por semana para que yo pudiera entrar sin tocar cuando no estuviera el marido.

Recuerdo su nombre y apellidos, pero prefiero llamarla como entonces: Nigromanta. Iba a cumplir veinte años en Navidad, y tenía un perfil abisinio y una piel de cacao. Era de cama alegre y orgasmos pedregosos y atribulados, y un instinto para el amor que no parecía de ser humano sino de río revuelto. Desde el primer asalto nos volvimos locos en la cama. Su marido -como Juan Breva- tenía cuerpo de gigante y voz de niña. Había sido oficial de orden público en el sur del país, y arrastraba la mala fama de matar liberales sólo por no perder la puntería. Vivían en un cuarto dividido por un cancel de cartón, con una puerta a la calle y otra hacia el cementerio. Los vecinos se quejaban de que ella perturbaba la paz de los muertos con sus aullidos de perra feliz, pero cuanto más fuerte aullaba más felices debían estar los muertos de ser perturbados por ella.

En la primera semana tuve que escaparme del cuarto a las cuatro de la madrugada, porque nos equivocamos de fecha y el oficial podía llegar en cualquier momento. Salí por el portón del cementerio a través de los fuegos fatuos y los ladridos de los perros necrófilos. En el segundo puente del caño vi venir un bulto descomunal que no reconocí hasta que nos cruzamos. Era el sargento en persona, que me habría encontrado en su casa si me hubiera demorado cinco minutos más.

– Buenos días, blanco -me dijo con un tono cordial. Yo le contesté sin convicción:

– Dios lo guarde, sargento.

Entonces se detuvo para pedirme fuego. Se lo di, muy cerca de él, para proteger el fósforo del viento del amanecer. Cuando se apartó con el cigarrillo encendido, me dijo de buen talante:

– Llevas un olor a puta que no puedes con él.

El susto me duró menos de lo que yo esperaba, pues el miércoles siguiente volví a quedarme dormido y cuando abrí los ojos me encontré con el rival vulnerado que me contemplaba en silencio desde los pies de la cama. Mi terror fue tan intenso que me costó trabajo seguir respirando. Ella, también desnuda, trató de interponerse, pero el marido la apartó con el cañón del revólver.

– Tú no te metas -le dijo-. Las vainas de cama se arreglan con plomo.

Puso el revólver sobre la mesa, destapó una botella de ron de caña, la puso junto al revólver y nos sentamos frente a frente a beber sin hablar. No podía imaginarme lo que iba a hacer, pero pensé que si quería matarme lo habría hecho sin tantos rodeos. Poco después apareció Nigromanta envuelta en una sábana y con ínfulas de fiesta, pero él la apuntó con el revólver.

– Esto es una vaina de hombres -le dijo.

Ella dio un salto y se escondió detrás del cancel.

Habíamos terminado la primera botella cuando se desplomó el diluvio. El destapó entonces la segunda, se apoyó el cañón en la sien y me miró muy fijo con unos ojos helados. Entonces apretó el gatillo a fondo, pero martilló en seco. Apenas si podía controlar el temblor de la mano cuando me dio el revólver.

– Te toca a ti -me dijo.

Era la primera vez que tenía un revólver en la mano y me sorprendió que fuera tan pesado y caliente. No supe qué hacer. Estaba empapado de un sudor glacial y el vientre pleno de una espuma ardiente. Quise decir algo pero no me salió la voz. No se me ocurrió dispararle, sino que le devolví el revólver sin darme cuenta de que era mi única oportunidad.

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