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Hice los trámites y reservaciones en el Capitán de Caro, un buque legendario que hacía en una noche y medio día el trayecto de Barranquilla a Magangué. Luego proseguiríamos en lancha de motor por el río San Jorge y el caño idílico de la Mojana hasta nuestro destino.

– Con tal de irnos de aquí, aunque sea para el infierno -exclamó mi madre, que siempre desconfió del prestigio babilónico de Sucre-. No se debe dejar un marido solo en un pueblo como ése.

Tanta prisa nos impuso, que desde tres días antes del viaje dormíamos por los suelos, pues ya habíamos rematado las camas y cuantos muebles pudimos vender. Todo lo demás estaba dentro de los cajones, y la plata de los pasajes asegurada en algún escondrijo de mi madre, bien contada y mil veces vuelta a contar.

El empleado que me atendió en las oficinas del buque era tan seductor que no tuve que apretar las quijadas para entenderme con él. Tengo la seguridad absoluta de que anoté al pie de la letra las tarifas que él me dictó con la dicción clara y relamida de los caribes serviciales. Lo que más me alegró y olvidé menos fue que hasta los doce años se pagaba sólo la mitad de la tarifa ordinaria. Es decir, todos los hijos menos yo. Sobre esa base, mi madre puso aparte el dinero del viaje, y se gastó hasta el último céntimo en desmontar la casa.

El viernes fui a comprar los pasajes y el empleado me recibió con la sorpresa de que los menores de doce años no tenían un descuento de la mitad sino sólo del treinta por ciento, lo cual hacía una diferencia insalvable para nosotros. Alegaba que yo había anotado mal, pues los datos estaban impresos en una tablilla oficial que puso ante mis ojos. Volví a casa atribulado, y mi madre no hizo ningún comentario sino que se puso el vestido con que había guardado luto a su padre y nos fuimos a la agencia fluvial. Quiso ser justa: alguien se había equivocado y bien podía ser su hijo, pero eso no importaba. El hecho era que no teníamos más dinero. El agente le explicó que no había nada que hacer.

«Dese cuenta, señora», le dijo. «No es que uno quiera o no quiera servirle, es el reglamento de una empresa seria que no puede manejarse como una veleta».

«Pero si son unos niños», dijo mi madre, y me señaló a mí como ejemplo. «Imagínese, el mayor es éste, y tiene apenas doce años.» Y señaló con la mano:

– Son así de grandes.

No era cuestión de estatura, alegó el agente, sino de edad. Nadie pagaba menos, salvo los recién nacidos, que viajaban gratis. Mi madre buscó cielos más altos:

– ¿Con quién hay que hablar para que esto se arregle?

El empleado no alcanzó a contestar. El gerente, un hombre mayor y de un vientre maternal, se asomó a la puerta de la oficina en mitad del alegato, y el empleado se puso de pie al verlo. Era inmenso, de aspecto respetable, y su autoridad, aun en mangas de camisa y ensopado de sudor, era más que evidente. Escuchó a mi madre con atención y le respondió con una voz tranquila que una decisión como aquélla sólo era posible con una reforma de los reglamentos en asamblea de socios.

– Créame que lo siento mucho -concluyó.

Mi madre sintió el soplo del poder, y refino su argumento.

«Usted tiene razón, señor», dijo, «pero el problema es que su empleado no se lo explicó bien a mi hijo, o mi hijo lo entendió mal, y yo procedí sobre ese error. Ahora tengo todo empacado y listo para embarcar, estamos durmiendo en el santo suelo, la plata del mercado nos alcanza hasta hoy y el lunes entrego la casa a los nuevos inquilinos.» Se dio cuenta de que los empleados del salón la escuchaban con un gran interés, y entonces se dirigió a ellos: «¿Qué puede significar eso para una empresa tan importante?» Y sin esperar respuesta, le preguntó al gerente mirándolo directo a los ojos:

– ¿Usted cree en Dios?

El gerente se ofuscó. La oficina entera estaba en vilo por un silencio demasiado largo. Entonces mi madre se estiró en el asiento, juntó las rodillas que empezaban a temblarle, apretó la cartera en el regazo con las dos manos, y dijo con una determinación propia de sus grandes causas:

– Pues de aquí no me muevo mientras no me lo resuelvan.

El gerente quedó pasmado, y todo el personal suspendió el trabajo para mirar a mi madre. Estaba impasible, con la nariz afilada, pálida y perlada de sudor. Se había quitado el luto de su padre, pero lo había asumido en aquel momento porque le pareció el vestido más propio para aquella diligencia. El gerente no volvió a mirarla, sino que miró a sus empleados sin saber qué hacer, y al fin exclamó para todos:

– ¡Esto no tiene precedentes!

Mi madre no pestañeó. «Tenía las lágrimas atoradas en la garganta pero tuve que resistir porque habría quedado muy mal», me contó. Entonces el gerente le pidió al empleado que le llevara los documentos a su oficina. Éste lo hizo, y a los cinco minutos volvió a salir, regañado y furioso, pero con todos los tiquetes en regla para viajar.

La semana siguiente desembarcamos en la población de Sucre como si hubiéramos nacido en ella. Debía tener unos dieciséis mil habitantes, como tantos municipios del país en aquellos tiempos, y todos se conocían, no tanto por sus nombres como por sus vidas secretas.

No sólo el pueblo sino la región entera era un piélago de aguas mansas que cambiaban de colores por los mantos de flores que las cubrían según la época, según el lugar y según nuestro propio estado de ánimo. Su esplendor recordaba el de los remansos de ensueño del sudeste asiático. Durante los muchos años en que la familia vivió allí no hubo un solo automóvil. Habría sido inútil, pues las calles rectas de tierra aplanada parecían tiradas a cordel para los pies descalzos y muchas casas tenían en las cocinas su muelle privado con las canoas domésticas para el transporte local.

Mi primera emoción fue la de una libertad inconcebible. Todo lo que a los niños nos había faltado o lo que habíamos añorado se nos puso de pronto al alcance de la mano. Cada quien comía cuando tenía hambre o dormía a cualquier hora, y no era fácil ocuparse de nadie, pues a pesar del rigor de sus leyes los adultos andaban tan embolatados con su tiempo personal que no les alcanzaba para ocuparse ni de ellos mismos. La única condición de seguridad para los niños fue que aprendieran a nadar antes de caminar, pues el pueblo estaba dividido en dos por un caño de aguas oscuras que servía al mismo tiempo de acueducto y albañal. Los echaban desde el primer año por los balcones de las cocinas, primero con salvavidas para que le perdieran el miedo al agua y después sin salvavidas para que le perdieran el respeto a la muerte. Años después, mi hermano Jaime y mi hermana Ligia, que sobrevivieron a los riesgos iniciáticos, se lucieron en campeonatos infantiles de natación.

Lo que me convirtió a Sucre en una población inolvidable fue el sentimiento de libertad con que nos movíamos los niños en la calle. En dos o tres semanas sabíamos quién vivía en cada casa, y nos comportábamos en ellas como conocidos de siempre. Las costumbres sociales -simplificadas por el uso- eran las de una vida moderna dentro de una cultura feudal: los ricos -ganaderos e industriales del azúcar- en la plaza mayor, y los pobres donde pudieran. Para la administración eclesiástica era un territorio de misiones con jurisdicción y mando en un vasto imperio lacustre. En el centro de aquel mundo, la iglesia parroquial, en la plaza mayor de Sucre, era una versión de bolsillo de la catedral de Colonia, copiada de memoria por un párroco español doblado de arquitecto. El manejo del poder era inmediato y absoluto. Todas las noches, después del rosario, daban en la torre de la iglesia las campanadas correspondientes a la calificación moral de la película anunciada en el cine contiguo, de acuerdo con el catálogo de la Oficina Católica para el Cine. Un misionero de turno, sentado en la puerta de su despacho, vigilaba el ingreso al teatro desde la acera de enfrente, para sancionar a los infractores.

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