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Mi gran frustración fue por la edad en que llegué a Sucre. Me faltaban todavía tres meses para cruzar la línea fatídica de los trece años, y en la casa ya no me soportaban como niño pero tampoco me reconocían como adulto, y en aquel limbo de la edad terminé por ser el único de los hermanos que no aprendió a nadar. No sabían si sentarme a la mesa de los pequeños o a la de los grandes. Las mujeres del servicio ya no se cambiaban la ropa delante de mí ni con las luces apagadas, pero una de ellas durmió desnuda varias veces en mi cama sin perturbarme el sueño. No había tenido tiempo de saciarme con aquel desafuero del libre albedrío cuando tuve que volver a Barranquilla en enero del año siguiente para empezar el bachillerato, porque en Sucre no había un colegio bastante para las calificaciones excelentes del maestro Casalins.

Al cabo de largas discusiones y consultas, con muy escasa participación mía, mis padres se decidieron por el colegio San José de la Compañía de Jesús en Barranquilla. No me explico de dónde sacaron tantos recursos en tan pocos meses, si la farmacia y el consultorio homeopático estaban todavía por verse. Mi madre dio siempre una razón que no requería pruebas: «Dios es muy grande». En los gastos de la mudanza debía de estar prevista la instalación y el sostén de la familia, pero no mis avíos de colegio. De no tener sino un par de zapatos rotos y una muda de ropa que usaba mientras me lavaban la otra, mi madre me equipó de ropa nueva con un baúl del tamaño de un catafalco sin preveer que en seis meses ya habría crecido una cuarta. Fue también ella quien decidió por su cuenta que empezara a usar los pantalones largos, contra la disposición social acatada por mi padre de que no podían llevarse mientras no se empezara a cambiar de voz.

La verdad es que en las discusiones sobre la educación de cada hijo me sostuvo siempre la ilusión de que papá, en una de sus rabias homéricas, decretara que ninguno de nosotros volviera al colegio. No era imposible. Él mismo fue un autodidacta por la fuerza mayor de su pobreza, y su padre estaba inspirado por la moral de acero de don Fernando VII, que proclamaba la enseñanza individual en casa para preservar la integridad de la familia. Yo le temía al colegio como a un calabozo, me espantaba la sola idea de vivir sometido al régimen de una campana, pero también era mi única posibilidad de gozar de mi vida libre desde los trece años, en buenas relaciones con la familia, pero lejos de su orden, de su entusiasmo demográfico, de sus días azarosos, y leyendo sin tomar aliento hasta donde me alcanzara la luz.

Mi único argumento contra el colegio San José, uno de los más exigentes y costosos del Caribe, era su disciplina marcial pero mi madre me paró con un alfil: «Allí se hacen los gobernadores». Cuando ya no hubo retroceso posible, mi padre se lavó las manos:

– Conste que yo no dije ni que sí ni que no.

Él habría preferido el colegio Americano para que aprendiera inglés, pero mi madre lo descartó con la razón viciada de que era un cubil de luteranos. Hoy tengo que admitir en honor de mi padre que una de las fallas de mi vida de escritor ha sido no hablar inglés.

Volver a ver Barranquilla desde el puente del mismo Capitán de Caro en que habíamos viajado tres meses antes, me turbó el corazón como si hubiera presentido que regresaba solo a la vida real. Por fortuna, mis padres me habían hecho arreglos de alojamiento y comida con mi primo José María Valdeblánquez y su esposa Hortensia, jóvenes y simpáticos, que compartieron conmigo su vida apacible en un salón sencillo, un dormitorio y un patiecito empedrado que siempre estaba en sombras por la ropa puesta a secar en alambres. Dormían en el cuarto con su niña de seis meses. Yo dormía en el sofá de la sala, que de noche se transformaba en cama.

El colegio San José estaba a unas seis cuadras, en un parque de almendros donde había estado el cementerio más antiguo de la ciudad y todavía se encontraban huesecillos sueltos y piltrafas de ropa muerta a ras del empedrado. El día en que entré al patio principal había una ceremonia del primer año, con el uniforme dominical de pantalones blancos y saco de paño azul, y no pude reprimir el terror de que ellos supieran todo lo que yo ignoraba. Pero pronto me di cuenta de que estaban tan crudos y asustados como yo, ante las incertidumbres del porvenir.

Un fantasma personal fue el hermano Pedro Reyes, prefecto de la división elemental, quien se empeñó en convencer a los superiores del colegio de que yo no estaba preparado para el bachillerato. Se convirtió en una conduerma que me salía al paso en los lugares menos pensados, y me hacía exámenes instantáneos con emboscadas diabólicas: «¿Crees que Dios puede hacer una piedra tan pesada que no la pueda cargar?», me preguntaba sin tiempo para pensar. O esta otra trampa maldita: «Si le pusiéramos al ecuador un cinturón de oro de cincuenta centímetros de espesor, ¿cuánto aumentaría el peso de la Tierra?». No atinaba ni en una, aunque supiera las respuestas, porque la lengua me trastabillaba de pavor como mi primer día en el teléfono. Era un terror fundado porque el hermano Reyes tenía razón. Yo no estaba preparado para el bachillerato, pero no podía renunciar a la suerte de que me hubieran recibido sin examen. Temblaba sólo de verlo. Algunos compañeros le daban interpretaciones maliciosas al asedio pero no tuve motivos para pensarlo. Además, la conciencia me ayudaba porque mi primer examen oral lo aprobé sin oposición cuando recité como agua corriente a fray Luis de León y dibujé en el tablero con tizas de colores un Cristo que parecía en carne viva. El tribunal quedó tan complacido que se olvidó también de la aritmética y la historia patria.

El problema con el hermano Reyes se arregló porque en Semana Santa necesitó unos dibujos para su clase de botánica y se los hice sin parpadear. No sólo desistió de su asedio, sino que a veces se entretenía en los recreos para enseñarme las respuestas bien fundadas de las preguntas que no había podido contestarle, o de algunas más raras que luego aparecían como por casualidad en los exámenes siguientes de mi primer año. Sin embargo, cada vez que me encontraba en grupo se burlaba muerto de risa de que yo era el único de tercero elemental al que le iba bien en el bachillerato. Hoy me doy cuenta de que tenía razón. Sobre todo por la ortografía, que fue mi calvario a todo lo largo de mis estudios y sigue asustando a los correctores de mis originales. Los más benévolos se consuelan con creer que son torpezas de mecanógrafo.

Un alivio en mis sobresaltos fue el nombramiento del pintor y escritor Héctor Rojas Herazo en la cátedra de dibujo. Debía tener unos veinte años. Entró en el aula acompañado por el padre prefecto, y su saludo resonó como un portazo en el bochorno de las tres de la tarde. Tenía la belleza y la elegancia fácil de un artista de cine, con una chaqueta de pelo de camello, muy ceñida, y con botones dorados, chaleco de fantasía y una corbata de seda estampada. Pero lo más insólito era el sombrero melón, con treinta grados a la sombra. Era tan alto como el dintel, de modo que debía inclinarse para dibujar en el tablero. A su lado, el padre prefecto parecía abandonado de la mano de Dios.

De entrada se vio que no tenía método ni paciencia para la enseñanza, pero su humor malicioso nos mantenía en vilo, como nos asombraban los dibujos magistrales que pintaba en el tablero con tizas de colores. No duró más de tres meses en la cátedra, nunca supimos por qué, pero era presumible que su pedagogía mundana no se compadeciera con el orden mental de la Compañía de Jesús.

Desde mis comienzos en el colegio gané fama de poeta, primero por la facilidad con que me aprendía de memoria y recitaba a voz en cuello los poemas de clásicos y románticos españoles de los libros de texto, y después por las sátiras en versos rimados que dedicaba a mis compañeros de clase en la revista del colegio. No los habría escrito o les habría prestado un poco más de atención si hubiera imaginado que iban a merecer la gloria de la letra impresa. Pues en realidad eran sátiras amables que circulaban en papelitos furtivos en las aulas soporíferas de las dos de la tarde. El padre Luis Posada -prefecto de la segunda división- capturó uno, lo leyó con ceño adusto y me soltó la reprimenda de rigor, pero se lo guardó en el bolsillo. El padre Arturo Mejía me citó entonces en su oficina para proponerme que las sátiras decomisadas se publicaran en la revista Juventud, órgano oficial de los alumnos del colegio. Mi reacción inmediata fue un retortijón de sorpresa, vergüenza y felicidad, que resolví con un rechazo nada convincente:

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