Hasta entonces me había identificado con el solo apellido de mi padre -García- y mis dos nombres de pila -Gabriel José-, pero en aquella ocasión histórica mi madre me pidió que me inscribiera también con su apellido -Márquez- para que nadie dudara de mi identidad. Fue un acontecimiento en casa. Me hicieron vestir de blanco como en la primera comunión, y antes de salir me dieron una pócima de bromuro de potasio. Llegué a La Voz de la Patria con dos horas de anticipación y el efecto del sedante me pasó de largo mientras esperaba en un parque cercano porque no permitían entrar en los estudios hasta un cuarto de hora antes del programa. Cada minuto sentía crecer dentro de mí las arañas del terror, y por fin entré con el corazón desbocado. Tuve que hacer un esfuerzo supremo para no regresar a casa con el cuento de que no me habían dejado concursar por cualquier pretexto. El maestro me hizo una prueba rápida con el piano para establecer mi tono de voz. Antes llamaron a siete por el orden de inscripción, les tocaron la campana a tres por distintos tropiezos y a mí me anunciaron con el nombre simple de Gabriel Márquez. Canté «El cisne», una canción sentimental sobre un cisne más blanco que un copo de nieve asesinado junto con su amante por un cazador desalmado. Desde los primeros compases me di cuenta de que el tono era muy alto para mí en algunas notas que no pasaron por el ensayo, y tuve un momento de pánico cuando el ayudante hizo un gesto de duda y se puso en guardia para agarrar la campana. No sé de dónde saqué valor para hacerle una seña enérgica de que no la tocara, pero fue tarde: la campana sonó sin corazón. Los cinco pesos del premio, además de varios regalos de propaganda, fueron para una rubia muy bella que había masacrado un trozo de Madame Butterfly. Volví a casa abrumado por la derrota, y nunca logré consolar a mi madre de su desilusión. Pasaron muchos años antes de que ella me confesara que la causa de su vergüenza era que había avisado a sus parientes y amigos para que me oyeran cantar, y no sabía cómo eludirlos.
En medio de aquel régimen de risas y lágrimas, nunca falté a la escuela. Aun en ayunas. Pero el tiempo de mis lecturas en casa se me iba en diligencias domésticas y no teníamos presupuesto de luz para leer hasta la medianoche. De todos modos me desembrollaba. En el camino de la escuela había varios talleres de autobuses de pasajeros, y en uno de ellos me demoraba horas viendo cómo pintaban en los flancos los letreros de las rutas y los destinos. Un día le pedí al pintor que me dejara pintar unas letras para ver si era capaz. Sorprendido por mi aptitud natural, me permitió ayudarlo a veces por unos pesos sueltos que en algo ayudaban al presupuesto familiar. Otra ilusión fue mi amistad casual con tres hermanos García, hijos de un navegante del río Magdalena, que habían organizado un trío de música popular para animar por puro amor al arte las fiestas de los amigos. Completé con ellos el Cuarteto García para concursar en la hora de aficionados de la emisora Atlántico. Ganamos desde el primer día con un estruendo de aplausos, pero no nos pagaron los cinco pesos del premio por una falta insalvable en la inscripción. Seguimos ensayando juntos por el resto del año y cantando de favor en fiestas familiares, hasta que la vida acabó por dispersarnos.
Nunca compartí la versión maligna de que la paciencia con que mi padre manejaba la pobreza tenía mucho de irresponsable. Al contrario: creo que eran pruebas homéricas de una complicidad que nunca falló entre él y su esposa, y que les permitía mantener el aliento hasta el borde del precipicio. Él sabía que ella manejaba el pánico aun mejor que la desesperación, y que ése fue el secreto de nuestra supervivencia. Lo que quizás no pensó es que a él le aliviaba las penas mientras que ella iba dejando en el camino lo mejor de su vida. Nunca pudimos entender la razón de sus viajes. De pronto, como solía ocurrir, nos despertaron un sábado a medianoche para llevarnos a la agencia local de un campamento petrolero del Catatumbo, donde nos esperaba una llamada de mi padre por radioteléfono. Nunca olvidaré a mi madre bañada en llanto, en una conversación embrollada por la técnica.
– Ay, Gabriel -dijo mi madre-, mira cómo me has dejado con este cuadro de hijos, que varias veces hemos llegado a no comer.
Él le respondió con la mala noticia de que tenía el hígado hinchado. Le sucedía a menudo, pero mi madre no lo tomaba muy en serio porque alguna vez lo usó para ocultar sus perrerías.
– Eso siempre te pasa cuando te portas mal -le dijo en broma.
Hablaba viendo el micrófono como si papá estuviera ahí y al final se aturdió tratando de mandarle un beso, y besó el micrófono. Ella misma no pudo con sus carcajadas, y nunca logró contar el cuento completo porque terminaba bañada en lágrimas de risa. Sin embargo, aquel día permaneció absorta y por fin dijo en la mesa como hablando para nadie:
– Le noté a Gabriel algo raro en la voz.
Le explicamos que el sistema de radio no sólo distorsiona las voces sino que enmascara la personalidad. La noche siguiente dijo dormida: «De todos modos se le oía la voz como si estuviera mucho más flaco». Tenía la nariz afilada de sus malos días, y se preguntaba entre suspiros cómo serían esos pueblos sin Dios ni ley por donde andaba su hombre suelto de madrina. Sus motivos ocultos fueron más evidentes en una segunda conversación por radio, cuando le hizo prometer a mi padre que regresaría a casa de inmediato si no resolvía nada en dos semanas. Sin embargo, antes del plazo recibimos desde los Altos del Rosario un telegrama dramático de una sola palabra: «Indeciso». Mi madre vio en el mensaje la confirmación de sus presagios más lúcidos, y dictó su veredicto inapelable:
– O vienes antes del lunes, o ahora mismo me voy para allá con toda la prole.
Santo remedio. Mi padre conocía el poder de sus amenazas, y antes de una semana estaba de regreso en Barranquilla. Nos impresionó su entrada, vestido de cualquier modo, con la piel verdosa y sin afeitar, hasta el punto de que mi madre creyó que estaba enfermo. Pero fue una impresión momentánea, porque en dos días rescató el proyecto juvenil de instalar una farmacia múltiple en la población de Sucre, un recodo idílico y próspero a una noche y un día de navegación desde Barranquilla. Había estado allá en sus mocedades de telegrafista, y el corazón se le encogía al recordar el viaje por canales crepusculares y ciénagas doradas, y los bailes eternos. En una época se había obstinado en conseguir aquella plaza, pero sin la suerte que tuvo para otras, como Aracataca, aún más apetecidas. Volvió a pensar en ella unos cinco años después, cuando la tercera crisis del banano, pero la encontró copada por los mayoristas de Magangué. Sin embargo, un mes antes de volver a Barranquilla se había encontrado por casualidad con uno de ellos, que no sólo le pintó una realidad contraria, sino que le ofreció un buen crédito para Sucre. No lo aceptó porque estaba a punto de conseguir el sueño dorado de los Altos del Rosario, pero cuando lo sorprendió la sentencia de la esposa, localizó al mayorista de Magangué, que todavía andaba perdido por los pueblos del río, y cerraron el trato.
Al cabo de unas dos semanas de estudios y arreglos con mayoristas amigos, se fue con el aspecto y el talante restablecidos, y su impresión de Sucre resultó tan intensa, que la dejó escrita en la primera carta: «La realidad fue mejor que la nostalgia». Alquiló una casa de balcón en la plaza principal y desde allí recuperó las amistades de antaño que lo recibieron con las puertas abiertas. La familia debía vender lo que se pudiera, empacar el resto, que no era mucho, y llevárselo consigo en uno de los vapores que hacían el viaje regular del río Magdalena. En el mismo correo mandó un giro bien calculado para los gastos inmediatos, y anunció otro para los gastos de viaje. No puedo imaginarme unas noticias más apetitosas para el carácter ilusorio de mi madre, así que su contestación no sólo fue bien pensada para sustentar el ánimo del esposo, sino para azucararle la noticia de que estaba encinta por octava vez.