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Un miércoles no pude hacer el mandado y mi madre se lo encomendó a Luis Enrique, que no resistió a la tentación de multiplicar los dos pesos en la máquina de monedas de una cantina de chinos. No tuvo la determinación de parar cuando perdió las dos primeras fichas, y siguió tratando de recuperarlas hasta que perdió hasta la penúltima moneda. «Fue tal el pánico -me contó ya de adulto- que tomé la decisión de no volver nunca más a la casa.» Pues sabía bien que los dos pesos alcanzaban para el mercado básico de una semana. Por fortuna, con la última ficha sucedió algo en la máquina que se estremeció con un temblor de fierros en las entrañas y vomitó en un chorro imparable las fichas completas de los dos pesos perdidos. «Entonces me iluminó el diablo -me contó Luis Enrique- y me atreví a arriesgar una ficha más.» Ganó. Arriesgó otra y ganó, y otra y otra y ganó. «El susto de entonces era más grande que el de haber perdido y se me aflojaron las tripas -me contó-, pero seguí jugando.» Al final había ganado dos veces los dos pesos originales en monedas de a cinco, y no se atrevió a cambiarlas por billetes en la caja por temor de que el chino lo enredara en algún cuento chino. Le abultaban tanto en los bolsillos que antes de darle a mamá los dos pesos de tío Juanito en monedas de a cinco, enterró en el fondo del patio los cuatro ganados por él, donde solía esconder cuanto centavo encontraba fuera de lugar. Se los gastó poco a poco sin confesarle a nadie el secreto hasta muchos años después, y atormentado por haber caído en la tentación de arriesgar los últimos cinco centavos en la tienda del chino.

Su relación con el dinero era muy personal. En una ocasión en que mi madre lo sorprendió rasguñando en su cartera la plata del mercado, su defensa fue algo bárbara pero lúcida: la plata que uno saca sin permiso de las carteras de los padres no puede ser un robo, porque es la misma plata de todos, que nos niegan por la envidia de no poder hacer con ella lo que hacen los hijos. Llegué a defender su argumento hasta el extremo de confesar que yo mismo había saqueado los escondites domésticos por necesidades urgentes. Mi madre perdió los estribos. «No sean tan insensatos -casi me gritó-: ni tú ni tu hermano me roban nada, porque yo misma dejo la plata donde sé que irán a buscarla cuando estén en apuros.» En algún ataque de rabia le oí murmurar desesperada que Dios debería permitir el robo de ciertas cosas para alimentar a los hijos.

El encanto personal de Luis Enrique para las travesuras era muy útil para resolver problemas comunes, pero no alcanzó para hacerme cómplice de sus pilatunas. Al contrario, se las arregló siempre para que no recayera sobre mí la menor sospecha, y eso afianzó un afecto de verdad que duró para siempre. Nunca le dejé saber, en cambio, cuánto envidiaba su audacia y cuánto sufría con las cuerizas que le aplicaba papá. Mi comportamiento era muy distinto del suyo, pero a veces me costaba trabajo moderar la envidia. En cambio, me inquietaba la casa de los padres en Cataca, donde sólo me llevaban a dormir cuando me iban a dar purgantes vermífugos o aceite de ricino. Tanto, que aborrecí las monedas de a veinte centavos que me pagaban por la dignidad con que me los tomaba.

Creo que el colmo de la desesperación de mi madre fue mandarme con una carta para un hombre que tenía fama de ser el más rico y a la vez el filántropo más generoso de la ciudad. Las noticias de su buen corazón se publicaban con tanto despliegue como sus triunfos financieros. Mi madre le escribió una carta de angustia sin ambages para solicitar una ayuda económica urgente no en su nombre, pues ella era capaz de soportar cualquier cosa, sino por el amor de sus hijos. Hay que haberla conocido para comprender lo que aquella humillación significaba en su vida, pero la ocasión lo exigía. Me advirtió que el secreto debía quedar entre nosotros dos, y así fue, hasta este momento en que lo escribo.

Toqué al portón de la casa, que tenía algo de iglesia, y casi al instante se abrió un ventanuco por donde asomó una mujer de la que sólo recuerdo el hielo de sus ojos. Recibió la carta sin decir una palabra y volvió a cerrar. Debían ser las once de la mañana, y esperé sentado en el quicio hasta las tres de la tarde, cuando decidí tocar otra vez en busca de una respuesta. La misma mujer volvió a abrir, me reconoció sorprendida, y me pidió esperar un momento. La respuesta fue que volviera el martes de la semana siguiente a la misma hora. Así lo hice, pero la única respuesta fue que no habría ninguna antes de una semana. Debí volver tres veces más, siempre para la misma respuesta, hasta un mes y medio después, cuando una mujer más áspera que la anterior me contestó, de parte del señor, que aquélla no era una casa de caridad.

Di vueltas por las calles ardientes tratando de encontrar el coraje para llevarle a mi madre una respuesta que la pusiera a salvo de sus ilusiones. Ya a plena noche, con el corazón adolorido, me enfrenté a ella con la noticia seca de que el buen filántropo había muerto desde hacía varios meses. Lo que más me dolió fue el rosario que rezó mi madre por el eterno descanso de su alma.

Cuatro o cinco años después, cuando escuchamos por radio la noticia verdadera de que el filántropo había muerto el día anterior, me quedé petrificado a la espera de la reacción de mi madre. Sin embargo, nunca podré entender cómo fue que la oyó con una atención conmovida, y suspiró con el alma:

– ¡Dios lo guarde en su Santo Reino!

A una cuadra de la casa nos hicimos amigos de los Mosquera, una familia que gastaba fortunas en revistas de historietas gráficas, y las apilaba hasta el techo en un galpón del patio. Nosotros fuimos los únicos privilegiados que pudimos pasar allí días enteros leyendo Dick Tracy y Buck Rogers. Otro hallazgo afortunado fue un aprendiz que pintaba anuncios de películas para el cercano cine de las Quintas. Yo lo ayudaba por el simple placer de pintar letras, y él nos colaba gratis dos y tres veces por semana en las buenas películas de tiros y trompadas. El único lujo que nos hacía falta era un aparato de radio para escuchar música a cualquier hora con sólo tocar un botón. Hoy es difícil imaginarse qué escasos eran en las casas de pobres. Luis Enrique y yo nos sentábamos en una banca que tenían en la tienda de la esquina para la tertulia de la clientela ociosa, y pasábamos tardes enteras escuchando los programas de música popular, que eran casi todos. Llegamos a tener en la memoria un repertorio completo de Miguelito Valdés con la orquesta Casino de la Playa, Daniel Santos con la Sonora Matancera y los boleros de Agustín Lara en la voz de Toña la Negra. La distracción de las noches, sobre todo en las dos ocasiones en que nos cortaron la luz por falta de pago, era enseñarles las canciones a mi madre y a mis hermanos. Sobre todo a Ligia y a Gustavo, que las aprendían como loros sin entenderlas y nos divertían a reventar con sus disparates líricos. No había excepciones. Todos heredamos de padre y madre una memoria especial para la música y un buen oído para aprender una canción a la segunda vez. Sobre todo Luis Enrique, que nació músico y se especializó por su cuenta en solos de guitarra para serenatas de amores contrariados. No tardamos en descubrir que todos los niños sin radio de las casas vecinas las aprendían también de mis hermanos, y sobre todo de mi madre, que terminó por ser una hermana más en aquella casa de niños.

Mi programa favorito era La hora de todo un poco, del compositor, cantante y maestro Ángel María Camacho y Cano, que acaparaba la audiencia desde la una de la tarde con toda clase de variedades ingeniosas, y en especial con su hora de aficionados para menores de quince años. Bastaba con inscribirse en las oficinas de La Voz de la Patria y llegar al programa con media hora de anticipación. El maestro Camacho y Cano en persona acompañaba al piano y un asistente suyo cumplía con la sentencia inapelable de interrumpir la canción con una campana de iglesia cuando el aficionado cometía un ínfimo error. El premio para la canción mejor cantada era más de lo que podíamos soñar -cinco pesos-, pero mi madre fue explícita en que lo más importante era la gloria de cantarla bien en un programa de tanto prestigio.

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