La ciudad tuvo también la primera emisora de radio, un acueducto moderno que se convirtió en una atracción turística y pedagógica para mostrar el novedoso proceso de purificación de las aguas, y un cuerpo de bomberos cuyas sirenas y campanas eran una fiesta para niños y adultos desde que empezaban a oírse. También entraron por allí los primeros automóviles convertibles que se lanzaban por las calles a velocidades de locos y se hacían tortilla en las nuevas carreteras pavimentadas. La agencia funeraria La Equitativa, inspirada por el humor de la muerte, colocó un anuncio enorme a la salida de la ciudad: «No corra, nosotros lo esperamos».
En las noches, cuando no había más refugio que la casa, mi madre nos reunía para leernos las cartas de papá. La mayoría eran obras maestras de distracción, pero hubo una muy explícita sobre el entusiasmo que despertaba la homeopatía entre la gente mayor del bajo Magdalena. «Hay casos aquí que parecerían milagros», decía mi padre. A veces nos dejaba la impresión de que muy pronto iba a revelarnos algo grande, pero lo que seguía era otro mes de silencio. En la Semana Santa, cuando dos hermanos menores contrajeron una varicela perniciosa, no tuvimos modo de comunicarnos con él porque ni los baquianos más diestros sabían de su rastro.
Fue en aquellos meses cuando entendí en la vida real una de las palabras más usadas por mis abuelos: la pobreza. Yo la interpretaba como la situación que vivíamos en su casa desde que empezó a desmantelarse la compañía bananera. Se quejaban de ella a todas horas. Ya no eran dos y hasta tres turnos en la mesa, como antes, sino un turno único. Por no renunciar al rito sagrado de los almuerzos, aun cuando ya no tenían recursos para mantenerlos, terminaron por comprar la comida en las fondas del mercado, que era buena y mucho más barata, y con la sorpresa de que a los niños nos gustaba más. Pero se acabaron para siempre cuando Mina supo que algunos comensales asiduos resolvieron no volver a casa porque ya no se comía tan bien como antes.
La pobreza de mis padres en Barranquilla, por el contrario, era agotadora, pero me permitió la fortuna de hacer una relación excepcional con mi madre. Sentía por ella, más que el amor filial comprensible, una admiración pasmosa por su carácter de leona callada pero feroz frente a la adversidad, y por su relación con Dios, que no parecía de sumisión sino de combate. Dos virtudes ejemplares que le infundieron en la vida una confianza que nunca le falló. En los peores momentos se reía de sus propios recursos providenciales. Como la vez en que compró una rodilla de buey y la hirvió día tras día para el caldo cotidiano cada vez más aguado, hasta que ya no dio para más. Una noche de tempestad pavorosa se gastó la manteca de cerdo de todo el mes para hacer mechones de trapo, pues la luz se fue hasta el amanecer y ella misma les había inculcado a los menores el miedo a la oscuridad para que no se movieran de la cama.
Mis padres visitaban al principio a las familias amigas emigradas de Aracataca por la crisis del banano y el deterioro del orden público. Eran visitas circulares en las que se giraba siempre sobre los temas de la desgracia que se había cebado en el pueblo. Pero cuando la pobreza nos apretó a nosotros en Barranquilla no volvimos a quejarnos en casa ajena. Mi madre redujo su reticencia a una sola frase: «La pobreza se nota en los ojos».
Hasta los cinco años, la muerte había sido para mí un fin natural que les sucedía a los otros. Las delicias del cielo y los tormentos del infierno sólo me parecían lecciones para aprender de memoria en el catecismo del padre Astete. Nada tenían que ver conmigo, hasta que aprendí de soslayo en un velorio que los piojos estaban escapando del cabello del muerto y caminaban sin rumbo por las almohadas. Lo que me inquietó desde entonces no fue el miedo de la muerte sino la vergüenza de que también a mí se me escaparan los piojos a la vista de mis deudos en mi velorio. Sin embargo, en la escuela primaria de Barranquilla no me di cuenta de que estaba cundido de piojos hasta que ya había contagiado a toda la familia. Mi madre dio entonces una prueba más de su carácter. Desinfectó a los hijos uno por uno con insecticida de cucarachas, en limpiezas a fondo que bautizó con un nombre de gran estirpe: la policía. Lo malo fue que no bien estábamos limpios cuando ya empezábamos a cundirnos de nuevo, porque yo volvía a contagiarme en la escuela. Entonces mi madre decidió cortar por lo sano y me obligó a pelarme a coco. Fue un acto heroico aparecer el lunes en la escuela con un gorro de trapo, pero sobreviví con honor a las burlas de los compañeros y coroné el año final con las calificaciones más altas. No volví a ver nunca al maestro Casalins pero me quedó la gratitud eterna.
Un amigo de mi papá a quien nunca conocimos me consiguió un empleo de vacaciones en una imprenta cercana a la casa. El sueldo era muy poco más que nada, y mi único estímulo fue la idea de aprender el oficio. Sin embargo, no me quedaba un minuto para ver la imprenta, porque el trabajo consistía en ordenar láminas litografiadas para que las encuadernaran en otra sección. Un consuelo fue que mi madre me autorizó para que comprara con mi sueldo el suplemento dominical de La Prensa que tenía las tiras cómicas de Tarzán, de Buck Rogers -que se llamaba Rogelio el Conquistador- y la de Mutt and Jeff -que se llamaban Benitín y Eneas-. En el ocio de los domingos aprendí a dibujarlos de memoria y continuaba por mi cuenta los episodios de la semana. Logré entusiasmar con ellos a algunos adultos de la cuadra y llegué a venderlos hasta por dos centavos.
El empleo era fatigante y estéril, y por mucho que me esmerara, los informes de mis superiores me acusaban de falta de entusiasmo en el trabajo. Debió ser por consideración a mi familia que me relevaron de la rutina del taller y me nombraron repartidor callejero de láminas de propaganda de un jarabe para la tos recomendado por los más famosos artistas de cine. Me pareció bien, porque los volantes eran preciosos, con fotos de los actores a todo color y en papel satinado. Sin embargo, desde el principio caí en la cuenta de que repartirlos no era tan fácil como yo pensaba, porque la gente los veía con recelo por ser regalados, y la mayoría se crispaba para no recibirlos como si estuvieran electrificados. Los primeros días regresé al taller con los sobrantes para que me los completaran. Hasta que me encontré con unos condiscípulos de Aracataca, cuya madre se escandalizó de verme en aquel oficio que le pareció de mendigos. Me regañó casi a gritos por andar en la calle con unas sandalias de trapo que mi madre me había comprado para no gastar los botines de pontifical.
– Dile a Luisa Márquez -me dijo- que piense en lo que dirían sus padres si vieran a su nieto preferido repartiendo propaganda para tísicos en el mercado.
No transmití el mensaje para ahorrarle disgustos a mi madre, pero lloré de rabia y de vergüenza en mi almohada durante varias noches. El final del drama fue que no volví a repartir los volantes, sino que los echaba en los caños del mercado sin prever que eran de aguas mansas y el papel satinado se quedaba flotando hasta formar en la superficie una colcha de hermosos colores que se convirtió en un espectáculo insólito desde el puente.
Algún mensaje de sus muertos debió recibir mi madre en un sueño revelador, porque antes de dos meses me sacó de la imprenta sin explicaciones. Yo me oponía por no perder la edición dominical de La Prensa que recibíamos en familia como una bendición del cielo, pero mi madre la siguió comprando aunque tuviera que echar una papa menos en la sopa. Otro recurso salvador fue la cuota de consuelo que durante los meses más ásperos nos mandó tío Juanito. Seguía viviendo en Santa Marta con sus escasas ganancias de contador juramentado, y se impuso el deber de mandarnos una carta cada semana con dos billetes de a peso. El capitán de la lancha Aurora, viejo amigo de la familia, me la entregaba a las siete de la mañana, y yo regresaba a casa con un mercado básico para varios días.