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La primera noticia de papá nos llegó a las dos semanas en una carta más destinada a entretenernos que a informarnos de nada. Mi madre lo entendió así y aquel día lavó los platos cantando para subirnos la moral. Sin mi papá era distinta: se identificaba con las hijas como si fuera una hermana mayor. Se acomodaba a ellas tan bien que era la mejor en los juegos infantiles, aun con las muñecas, y llegaba a perder los estribos y se peleaba con ellas de igual a igual. En el mismo sentido de la primera llegaron otras dos cartas de mi papá con proyectos tan promisorios que nos ayudaron a dormir mejor.

Un problema grave era la rapidez con que se nos quedaba la ropa. A Luis Enrique no lo heredaba nadie, ni hubiera sido posible porque llegaba de la calle arrastrado y con el vestido en piltrafas, y nunca entendimos por qué. Mi madre decía que era como si caminara por entre alambradas de púas. Las hermanas -entre siete y nueve años- se las arreglaban unas con otras como podían con prodigios de ingenio, y siempre he creído que las urgencias de aquellos días las volvieron adultas prematuras. Aída era recursiva y Margot había superado en gran parte su timidez y se mostró cariñosa y servicial con la recién nacida. El más difícil fui yo, no sólo porque tenía que hacer diligencias distinguidas, sino porque mi madre, protegida por el entusiasmo de todos, asumió el riesgo de mermar los fondos domésticos para matricularme en la escuela Cartagena de Indias, a unas diez cuadras a pie desde la casa.

De acuerdo con la convocatoria, unos veinte aspirantes acudimos a las ocho de la mañana para el concurso de ingreso. Por fortuna no era un examen escrito, sino que había tres maestros que nos llamaban en el orden en que nos habíamos inscrito la semana anterior, y hacían un examen sumario de acuerdo con nuestros certificados de estudios anteriores. Yo era el único que no los tenía, por falta de tiempo para pedirlos al Montessori y a la escuela primaria de Aracataca, y mi madre pensaba que no sería admitido sin papeles. Pero decidí hacerme el loco. Uno de los maestros me sacó de la fila cuando le confesé que no los tenía, pero otro se hizo cargo de mi suerte y me llevó a su oficina para examinarme sin requisito previo. Me preguntó qué cantidad era una gruesa, cuántos años eran un lustro y un milenio, me hizo repetir las capitales de los departamentos, los principales ríos nacionales y los países limítrofes. Todo me pareció de rutina hasta que me preguntó qué libros había leído. Le llamó la atención que citara tantos y tan variados a mi edad, y que hubiera leído Las mil y una noches, en una edición para adultos en la que no se habían suprimido algunos de los episodios escabrosos que escandalizaban al padre Angarita. Me sorprendió saber que era un libro importante, pues siempre había pensado que los adultos serios no podían creer que salieran genios de las botellas o que las puertas se abrieran al conjuro de las palabras. Los aspirantes que habían pasado antes de mí no habían tardado más de un cuarto de hora cada uno, admitidos o rechazados, y yo estuve más de media hora conversando con el maestro sobre toda clase de temas. Revisamos juntos un estante de libros apretujados detrás de su escritorio, en el que se distinguía por su número y esplendor El tesoro de la juventud, del cual había oído hablar, pero el maestro me convenció de que a mi edad era más útil el Quijote. No lo encontró en la biblioteca, pero me prometió prestármelo más tarde. Al cabo de media hora de comentarios rápidos sobre Simbad el Marino o Robinson Crusoe, me acompañó hasta la salida sin decirme si estaba admitido. Pensé que no, por supuesto, pero en la terraza me despidió con un apretón de mano hasta el lunes a las ocho de la mañana, para matricularme en el curso superior de la escuela primaria: el cuarto año.

Era el director general. Se llamaba Juan Ventura Casalins y lo recuerdo como a un amigo de la infancia, sin nada de la imagen terrorífica que se tenía de los maestros de la época. Su virtud inolvidable era tratarnos a todos como adultos iguales, aunque todavía me parece que se ocupaba de mí con una atención particular. En las clases solía hacerme más preguntas que a los otros, Y me ayudaba para que mis respuestas fueran certeras y fáciles. Me permitía llevarme los libros de la biblioteca escolar para leerlos en casa. Dos de ellos, La isla del tesoro y El conde de Montecristo, fueron mi droga feliz en aquellos años pedregosos. Los devoraba letra por letra con la ansiedad de saber qué pasaba en la línea siguiente y al mismo tiempo con la ansiedad de no saberlo para no romper el encanto. Con ellos, como con Las mil y una noches, aprendí para no olvidarlo nunca que sólo deberían leerse los libros que nos fuerzan a releerlos.

En cambio, mi lectura del Quijote me mereció siempre un capítulo aparte, porque no me causó la conmoción prevista por el maestro Casalins. Me aburrían las peroratas sabias del caballero andante y no me hacían la menor gracia las burradas del escudero, hasta el extremo de pensar que no era el mismo libro de que tanto se hablaba. Sin embargo, me dije que un maestro tan sabio como el nuestro no podía equivocarse, y me esforcé por tragármelo como un purgante a cucharadas. Hice otras tentativas en el bachillerato, donde tuve que estudiarlo como tarea obligatoria, y lo aborrecí sin remedio, hasta que un amigo me aconsejó que lo pusiera en la repisa del inodoro y tratara de leerlo mientras cumplía con mis deberes cotidianos. Sólo así lo descubrí, como una deflagración, y lo gocé al derecho y al revés hasta recitar de memoria episodios enteros.

Aquella escuela providencial me dejó además recuerdos históricos de una ciudad y una época irrecuperables. Era la única casa en la cúspide de una colina verde, desde cuya terraza se divisaban los dos extremos del mundo. A la izquierda, el barrio del Prado, el más distinguido y caro, que desde la primera visión me pareció una copia fiel del gallinero electrificado de la United Fruit Company. No era casual: lo estaba construyendo una empresa de urbanistas norteamericanos con sus gustos y normas y precios importados, y era una atracción turística infalible para el resto del país. A la derecha, en cambio, el arrabal polvoriento de nuestro Barrio Abajo, con las calles de polvo ardiente y las casas de bahareque con techos de palma que nos recordaban a toda hora que éramos nada más que mortales de carne y hueso. Por fortuna, desde la terraza de la escuela teníamos una visión panorámica del futuro: el delta histórico del río Magdalena, que es uno de los grandes del mundo, y el piélago gris de las Bocas de Ceniza.

El 28 de mayo de 1935 vimos el petrolero Taralite, de bandera canadiense que entró con bramidos de júbilo por los tajamares de roca viva y atracó en el puerto de la ciudad entre estruendos de música y cohetes al mando del capitán D. F. McDonald. Así culminó una proeza cívica de muchos años y muchos pesos para convertir a Barranquilla en el único puerto marítimo y fluvial del país.

Poco después, un avión al mando del capitán Nicolás Reyes Manotas pasó rozando las azoteas en busca de un claro para un aterrizaje de emergencia, no sólo para salvar el propio pellejo sino el de los cristianos con los que tropezara en su caída. Era uno de los pioneros de la aviación colombiana. El avión primitivo se lo habían regalado en México, y lo llevó en solitario de punta a punta de la América Central. Una muchedumbre concentrada en el aeropuerto de Barranquilla le había preparado una bienvenida triunfal con pañuelos y banderas y la banda de músicos, pero Reyes Manotas quiso dar otras dos vueltas de saludo sobre la ciudad y sufrió un fallo de motor. Alcanzó a recuperarlo con una pericia de milagro para aterrizar en la azotea de un edificio del centro comercial, pero quedó enredado en los cables de la electricidad y colgado de un poste. Mi hermano Luis Enrique y yo lo perseguimos entre la multitud alborotada hasta donde nos dieron las fuerzas, pero sólo alcanzamos a ver al piloto cuando ya lo habían desembarcado a duras penas pero sano y salvo y con una ovación de héroe.

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