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Otro aspecto que se había mantenido debajo de la mesa era qué clase de balsas estuvieron al alcance de los que cayeron en el mar y de los cuales sólo Velasco se salvó. Se supone que debía haber a bordo dos clases de balsas reglamentarias que cayeron con ellos. Eran de corcho y lona, de tres metros de largo por uno y medio de ancho, con una plataforma de seguridad en el centro y dotadas de víveres, agua potable, remos, caja de primeros auxilios, elementos de pesca y navegación, y una Biblia. En esas condiciones, diez personas podían sobrevivir a bordo durante ocho días aun sin los elementos de pesca. Sin embargo, en el Caldas se había embarcado también un cargamento de balsas menores sin ninguna clase de dotación. Por los relatos de Velasco, parece que la suya era una de las que no tenían recursos. La pregunta que quedará flotando para siempre es cuántos otros náufragos lograron abordar otras balsas que no los llevaron a ninguna parte.

Estas habían sido, sin duda, las razones más importantes que demoraron las explicaciones oficiales del naufragio. Hasta que cayeron en la cuenta de que era una pretensión insostenible porque el resto de la tripulación estaba ya descansando en sus casas y contando el cuento completo en todo el país. El gobierno insistió hasta el final en su versión de la tormenta y la oficializó en declaraciones terminantes en un comunicado formal. La censura no llegó al extremo de prohibir la publicación de los capítulos restantes. Velasco, por su parte, mantuvo hasta donde pudo una ambigüedad leal, y nunca se supo que lo hubieran presionado para que no revelara verdades, ni nos pidió ni nos impidió que las reveláramos.

Después del quinto capítulo se había pensado en hacer un sobretiro de los cuatro primeros para atender la demanda de los lectores que querían coleccionar el relato completo. Don Gabriel Cano, a quien no habíamos visto por la redacción en aquellos días frenéticos, descendió de su palomar y fue derecho a mi escritorio.

– Dígame una cosa, tocayito -me preguntó-, ¿cuántos capítulos va a tener el náufrago?

Estábamos en el relato del séptimo día, cuando Velasco se había comido una tarjeta de visita como único manjar a su alcance, y no pudo desbaratar sus zapatos a mordiscos para tener algo que masticar. De modo que nos faltaban otros siete capítulos. Don Gabriel se escandalizó.

– No, tocayito, no -reaccionó crispado-. Tienen que ser por lo menos cincuenta capítulos.

Le di mis argumentos, pero los suyos se fundaban en que la circulación del periódico estaba a punto de doblarse. Según sus cálculos podía aumentar hasta una cifra sin precedentes en la prensa nacional. Se improvisó una junta de redacción, se estudiaron los detalles económicos, técnicos y periodísticos y se acordó un límite razonable de veinte capítulos. O sea: seis más de los previstos.

Aunque mi firma no figuraba en los capítulos impresos, el método de trabajo había trascendido, y una noche en que fui a cumplir con mi deber de crítico de cine se suscitó en el vestíbulo del teatro una animada discusión sobre el relato del náufrago. La mayoría eran amigos con quienes intercambiaba ideas en los cafés vecinos después de la función. Sus opiniones me ayudaban a clarificar las mías para la nota semanal. En relación con el náufrago, el deseo general -con muy escasas excepciones- era que se prolongara lo más posible.

Una de esas excepciones fue un hombre maduro y apuesto, con un precioso abrigo de pelo de camello y un sombrero melón, que me siguió unas tres cuadras desde el teatro cuando yo volvía solo para el periódico. Lo acompañaba una mujer muy bella, tan bien vestida como él, y un amigo menos impecable. Se quitó el sombrero para saludarme y se presentó con un nombre que no retuve. Sin más vueltas me dijo que no podía estar de acuerdo con el reportaje del náufrago, porque le hacía el juego directo al comunismo. Le expliqué sin exagerar demasiado que yo no era más que el transcriptor del cuento contado por el propio protagonista. Pero él tenía sus ideas propias, y pensaba que Velasco era un infiltrado en las Fuerzas Armadas al servicio de la URSS. Tuve entonces la intuición de que estaba hablando con un alto oficial del ejército o la marina y me entusiasmó la idea de una clarificación. Pero al parecer sólo quería decirme eso.

– Yo no sé si usted lo hace a conciencia o no -me dijo-, pero sea como sea le está haciendo un mal favor al país por cuenta de los comunistas.

Su deslumbrante esposa hizo un gesto de alarma y trató de llevárselo del brazo con una súplica en voz muy baja: «¡Por favor, Rogelio!». Él terminó la frase con la misma compostura con que había empezado:

Créame, por favor, que sólo me permito decirle esto por la admiración que siento por lo que usted escribe.

Volvió a darme la mano y se dejó llevar por la esposa atribulada. El acompañante, sorprendido, no acertó a despedirse.

Fue el primero de una serie de incidentes que nos pusieron a pensar en serio sobre los riesgos de la calle. En una cantina pobre detrás del periódico, que servía a obreros del sector hasta la madrugada, dos desconocidos habían intentado días antes una agresión gratuita contra Gonzalo González, que se tomaba allí el último café de la noche. Nadie entendía qué motivos podían tener contra el hombre más pacífico del mundo, salvo que lo hubieran confundido conmigo por nuestros modos y modas caribes y las dos de su seudónimo: Gog. De todas maneras, la seguridad del periódico me advirtió que no saliera solo de noche en una ciudad cada vez más peligrosa. Para mí, por el contrario, era tan confiable que me iba caminando hasta mi apartamento cuando terminaba mi horario.

Una madrugada de aquellos días intensos sentí que me había llegado la hora con la granizada de vidrios de un ladrillo lanzado desde la calle contra la ventana de mi dormitorio. Era Alejandro Obregón, que había perdido las llaves del suyo y no encontró amigos despiertos ni lugar en ningún hotel. Cansado de buscar dónde dormir, y de tocar el timbre averiado, resolvió su noche con un ladrillo de la construcción vecina. Apenas si me saludó para no acabar de despertarme cuando le abrí la puerta, y se tiró bocarriba a dormir en el suelo físico hasta el mediodía.

La rebatiña para comprar el periódico en la puerta de El Espectador antes de que saliera a la calle era cada vez mayor. Los empleados del centro comercial se demoraban para comprarlo y leer el capítulo en el autobús.

Pienso que el interés de los lectores empezó por motivos humanitarios, siguió por razones literarias y al final por consideraciones políticas, pero sostenido siempre por la tensión interna del relato. Velasco me contó episodios que sospeché inventados por él, y encontró significados simbólicos o sentimentales, como el de la primera gaviota que no se quería ir. El de los aviones, contado por él, era de una belleza cinematográfica. Un amigo navegante me preguntó cómo era que yo conocía tan bien el mar, y le contesté que no había hecho sino copiar al pie de la letra las observaciones de Velasco. A partir de un cierto punto ya no tuve nada que agregar.

El comando de la marina no estaba del mismo humor. Poco antes del final de la serie dirigió al periódico una carta de protesta por haber juzgado con criterio mediterráneo y en forma poco elegante una tragedia que podía suceder dondequiera que operaran unidades navales. «A pesar del luto y el dolor que embargan a siete respetables hogares colombianos y a todos los hombres de la armada -decía la carta- no se tuvo inconveniente alguno en llegar al folletín de cronistas neófitos en la materia, plagado de palabras y conceptos antitécnicos e ilógicos, puestos en boca del afortunado y meritorio marinero que valerosamente salvó su vida.» Por tal motivo, la armada solicitó la intervención de la Oficina de Información y Prensa de la presidencia de la República a fin de que aprobara -con la ayuda de un oficial naval- las publicaciones que sobre el incidente se hicieran en el futuro. Por fortuna, cuando llegó la carta estábamos en el capítulo penúltimo, y pudimos hacernos los desentendidos hasta la semana siguiente.

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