Previendo la publicación final del texto completo, le habíamos pedido al náufrago que nos ayudara con la lista y las direcciones de otros compañeros suyos que tenían cámaras fotográficas, y éstos nos mandaron una colección de fotos tomadas durante el viaje. Había de todo, pero la mayoría eran de grupos en cubierta, y al fondo se veían las cajas de artículos domésticos -refrigeradores, estufas, lavadoras- con sus marcas de fábrica destacadas. Ese golpe de suerte nos bastó para desmentir los desmentidos oficiales. La reacción del gobierno fue inmediata y terminante, y el suplemento rebasó todos los precedentes y pronósticos de circulación. Pero Guillermo Cano y José Salgar, invencibles, sólo tenían una pregunta:
– ¿Y ahora qué carajo vamos a hacer?
En aquel momento, mareados por la gloria, no teníamos respuesta. Todos los temas nos parecían banales.
Quince años después de publicado el relato en El Espectador, la editorial Tusquets de Barcelona lo publicó en un libro de pastas doradas, que se vendió como si fuera para comer. Inspirado en un sentimiento de justicia y en mi admiración por el marino heroico, escribí al final del prólogo: «Hay libros que no son de quien los escribe sino de quien los sufre, y éste es uno de ellos. Los derechos de autor, en consecuencia, serán para quien los merece: el compatriota anónimo que debió padecer diez días sin comer ni beber en una balsa para que este libro fuera posible».
No fue una frase vana, pues los derechos del libro fueron pagados íntegros a Luis Alejandro Velasco por la editorial Tusquets, por instrucciones mías, durante catorce años. Hasta que el abogado Guillermo Zea Fernández, de Bogotá, lo convenció de que los derechos le pertenecían a él [por ley], a sabiendas de que no eran suyos, sino por una decisión mía en homenaje a su heroísmo, su talento de narrador y su amistad.
La demanda contra mí fue presentada en el Juzgado 22 Civil del Circuito de Bogotá. Mi abogado y amigo Alfonso Gómez Méndez dio entonces a la editorial Tusquets la orden de suprimir el párrafo final del prólogo «en las ediciones sucesivas y no pagar a José Alejandro Velasco ni un céntimo más de los derechos hasta que la justicia decidiera. Así se hizo. Al cabo de un largo debate que incluyó pruebas documentales, testimoniales y técnicas, el juzgado decidió que el único autor de la obra era yo, y no accedió a las peticiones que el abogado de Velasco había pretendido. Por consiguiente, los pagos que se le hicieron hasta entonces por disposición mía no habían tenido como fundamento el reconocimiento del marino como coautor, sino la decisión voluntaria y libre de quien lo escribió. Los derechos de autor, también por disposición mía, fueron donados desde entonces a una fundación docente.
No nos fue posible encontrar otra historia como aquélla, porque no era de las que se inventan en el papel. Las inventa la vida, y casi siempre a golpes. Lo aprendimos después, cuando intentamos escribir una biografía del formidable ciclista antioqueño Ramón Hoyos, coronado aquel año campeón nacional por tercera vez. Lo lanzamos con el estruendo aprendido en el reportaje del marino y lo prolongamos hasta los diecinueve capítulos, antes de darnos cuenta de que el público prefería a Ramón Hoyos escalando montañas y llegando primero a la meta, pero en la vida real.
Una mínima esperanza de recuperación la vislumbramos una tarde en que Salgar me llamó por teléfono para que me reuniera con él de inmediato en el bar del hotel Continental. Allí estaba, con un viejo y serio amigo suyo, que acababa de presentarle a su acompañante, un albino absoluto en ropas de obrero, con una cabellera y unas cejas tan blancas que parecía deslumbradota hasta en la penumbra del bar. El amigo de Salgar, que era un empresario conocido, lo presentó como un ingeniero de minas que estaba haciendo excavaciones en un terreno baldío a doscientos metros de El Espectador, en busca de un tesoro de fábula que había pertenecido al general Simón Bolívar. Su acompañante -muy amigo de Salgar como lo fue mío desde entonces- nos garantizó la verdad de la historia. Era sospechosa por su sencillez: cuando el Libertador se disponía a continuar su último viaje desde Cartagena, derrotado y moribundo, se supone que prefirió no llevar un cuantioso tesoro personal que había acumulado durante las penurias de sus guerras como una reserva merecida para una buena vejez. Cuando se disponía a continuar su viaje amargo -no se sabe si a Caracas o a Europa- tuvo la prudencia de dejarlo escondido en Uogotá, bajo la protección de un sistema de códigos lacedomónicos muy propio de su tiempo, para encontrarlo cuando le mera necesario y desde cualquier parte del mundo. Recordé estas noticias con una ansiedad irresistible mientras escribía El general en su laberinto, donde la historia del tesoro habría sido esencial, pero no logré los suficientes datos para hacerla creíble, y en cambio me pareció deleznable como ficción. Esa fortuna de fábula, nunca rescatada por su dueño, era lo que el buscador buscaba con tanto ahínco. No entendí por qué nos la habían revelado, hasta que Salgar me explicó que su amigo, impresionado por el relato del náufrago, quiso ponernos en antecedentes para que la siguiéramos al día hasta que pudiera publicarse con igual despliegue.
Fuimos al terreno. Era el único baldío al occidente del parque de los Periodistas y muy cerca de mi nuevo apartamento. El amigo nos explicó sobre un mapa colonial las coordenadas del tesoro en detalles reales de los cerros de Monserrate y Guadalupe. La historia era fascinante y el premio sería una noticia tan explosiva como la del náufrago, y con mayor alcance mundial.
Seguimos visitando el lugar con cierta frecuencia para mantenernos al día, escuchábamos al ingeniero durante horas interminables a base de aguardiente y limón, y nos sentíamos cada vez más lejos del milagro, hasta que pasó tanto tiempo que no nos quedó ni la ilusión. Lo único que pudimos sospechar más tarde fue que el cuento del tesoro no era más que una pantalla para explotar sin licencia una mina de algo muy valioso en pleno centro de la capital. Aunque era posible que también ésa fuera otra pantalla para mantener a salvo el tesoro del Libertador.
No eran los mejores tiempos para soñar. Desde el relato del náufrago me habían aconsejado que permaneciera un tiempo fuera de Colombia mientras se aliviaba la situación por las amenazas de muerte, reales o ficticias, que nos llegaban por diversos medios. Fue lo primero en que pensé cuando Luis Gabriel Cano me preguntó sin preámbulos qué pensaba hacer el miércoles próximo. Como no tenía ningún plan me dijo con su flema de costumbre que preparara mis papeles para viajar como enviado especial del periódico a la Conferencia de los Cuatro Grandes, que se reunía la semana siguiente en Ginebra.
Lo primero que hice fue llamar por teléfono a mi madre. La noticia le pareció tan grande que me preguntó si me refería a alguna finca que se llamaba Ginebra. «Es una ciudad de Suiza», le dije. Sin inmutarse, con su serenidad interminable para asimilar los estropicios menos pensados de sus hijos, me preguntó hasta cuándo estaría allá, y le contesté que volvería a más tardar en dos semanas. En realidad iba sólo por los cuatro días que duraba la reunión. Sin embargo, por razones que no tuvieron nada que ver con mi voluntad, no me demoré dos semanas sino casi tres años. Entonces era yo quien necesitaba el bote de remos aunque sólo fuera para comer una vez al día, pero me cuidé bien de que no lo supiera la familia. Alguien pretendió en alguna ocasión perturbar a mi madre con la perfidia de que su hijo vivía como un príncipe en París después de engañarla con el cuento de que sólo estaría allá dos semanas.
– Gabito no engaña a nadie -le dijo ella con una sonrisa inocente-, lo que pasa es que a veces hasta Dios tiene que hacer semanas de dos años.
Nunca había caído en la cuenta de que era un indocumentado tan real como los millones desplazados por la violencia. No había votado nunca por falta de una cédula de ciudadanía. En Barranquilla me identificaba con mi credencial de redactor de El Heraldo, donde tenía una falsa fecha de nacimiento para eludir el servicio militar, del cual era infractor desde hacía dos años. En casos de emergencia me identificaba con una tarjeta postal que me dio la telegrafista de Zipaquirá. Un amigo providencial me puso en contacto con el gestor de una agencia de viajes que se comprometió a embarcarme en el avión en la fecha indicada, mediante el pago adelantado de doscientos dólares y mi firma al calce de diez hojas en blanco de papel sellado. Así me enteré por carambola de que mi saldo bancario era una cantidad sorprendente que no había tenido tiempo de gastarme por mis afanes de reportero. El único gasto, aparte de los míos personales que no sobrepasaban los de un estudiante pobre, era el envío mensual del bote de remos para la familia.