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Era un marzo de vientos glaciales y la llovizna polvorienta aumentaba la carga de mis remordimientos. Antes de enfrentarme a la sala de redacción abrumado por la derrota me refugié en el vecino hotel Continental y ordené un trago doble en el mostrador del bar solitario. Me lo tomaba a sorbos lentos, sin quitarme siquiera el grueso abrigo ministerial, cuando sentí una voz muy dulce casi en el oído:

– El que bebe solo muere solo.

– Dios te oiga, bella -contesté con el alma en la boca, convencido de que era Martina Fonseca.

La voz dejó en el aire un rastro de gardenias tibias, pero no era ella. La vi salir por la puerta giratoria y desaparecer con su inolvidable paraguas amarillo en la avenida embarrada por la llovizna. Después de un segundo trago atravesé yo también la avenida y llegué a la sala de redacción sostenido a pulso por los dos primeros tragos. Guillermo Cano me vio entrar y soltó un grito alegre para todos:

– ¡A ver qué chiva nos trae el gran Gabo!

Le repliqué con la verdad:

– Nada más que un pescado muerto.

Entonces me di cuenta de que los burlones inclementes de la redacción habían empezado a quererme cuando me vieron pasar en silencio arrastrando el sobretodo ensopado, y ninguno tuvo corazón para empezar la rechifla ritual.

Luis Alejandro Velasco siguió disfrutando de su gloria reprimida. Sus mentores no sólo le permitían sino que le patrocinaban toda clase de perversiones publicitarias. Recibió quinientos dólares y un reloj nuevo para que contara por radio la verdad de que el suyo había soportado el rigor de la intemperie. La fabrica de sus zapatos de tenis le pagó mil dólares por contar que los suyos eran tan resistentes que no había podido desbaratarlos para tener algo que masticar. En una misma jornada pronunciaba un discurso patriótico, se dejaba besar por una reina de la belleza y se mostraba a los huérfanos como ejemplo de moral patriótica. Empezaba a olvidarlo el día memorable en que Guillermo Cano me anunció que lo tenía en su oficina dispuesto a firmar un contrato para contar su aventura completa. Me sentí humillado.

– Ya no es un pescado muerto sino podrido -insistí.

Por primera y única vez me negué a hacer para el periódico algo que era mi deber. Guillermo Cano se resignó a la realidad y despachó al náufrago sin explicaciones. Más tarde me contó que después de despedirlo en su oficina había empezado a reflexionar y no logró explicarse a sí mismo lo que acababa de hacer. Entonces le ordenó al portero que le mandara al náufrago de regreso, y me llamó por teléfono con la notificación inapelable de que le había comprado los derechos exclusivos del relato completo.

No era la primera vez ni había de ser la última en que Guillermo se empecinara en un caso perdido y terminara coronado con la razón. Le advertí deprimido pero con el mejor estilo posible que sólo haría el reportaje por obediencia laboral pero no le pondría mi firma. Sin haberlo pensado, aquélla fue una determinación casual pero certera para el reportaje, pues me obligaba a contarlo en la primera persona del protagonista, con su modo propio y sus ideas personales, y firmado con su nombre. Así me preservaba de cualquier otro naufragio en tierra firme. Es decir, sería el monólogo interior de una aventura solitaria, al pie de la letra, como la había hecho la vida. La decisión fue milagrosa, porque Velasco resultó ser un hombre inteligente, con una sensibilidad y una buena educación inolvidables y un sentido del humor a su tiempo y en su lugar. Y todo eso, por fortuna, sometido a un carácter sin grietas.

La entrevista fue larga, minuciosa, en tres semanas completas y agotadoras, y la hice a sabiendas de que no era para publicar en bruto sino para ser cocinada en otra olla: un reportaje. La empecé con un poco de mala fe tratando de que el náufrago cayera en contradicciones para descubrirle sus verdades encubiertas, pero pronto estuve seguro de que no las tenía. Nada tuve que forzar. Aquello era como pasearme por una pradera de flores con la libertad suprema de escoger las preferidas. Velasco llegaba puntual a las tres de la tarde a mi escritorio de la redacción, revisábamos las notas precedentes y proseguíamos en orden lineal. Cada capítulo que me contaba lo escribía yo en la noche y se publicaba en la tarde del día siguiente. Habría sido más fácil y seguro escribir primero la aventura completa y publicarla ya revisada y con todos los detalles comprobados a fondo. Pero no había tiempo. El tema iba perdiendo actualidad cada minuto y cualquier otra noticia ruidosa podía derrotarlo.

No usamos grabadora. Estaban acabadas de inventar y las mejores eran tan grandes y pesadas como una máquina de escribir, y el hilo magnético se embrollaba como un dulce de cabello de ángel. La sola trascripción era una proeza. Aún hoy sabemos que las grabadoras son muy útiles para recordar, pero no hay que descuidar nunca la cara del entrevistado, que puede decir mucho más que su voz, y a veces todo lo contrario. Tuve que conformarme con el método rutinario de las notas en cuadernos de escuela, pero gracias a eso creo no haber perdido una palabra ni un matiz de la conversación, y pude profundizar mejor a cada paso. Los dos primeros días fueron difíciles, porque el náufrago quería contar todo al mismo tiempo. Sin embargo, aprendió muy pronto por el orden y el alcance de mis preguntas, y sobre todo por su propio instinto de narrador y su facilidad congénita para entender la carpintería del oficio.

Para preparar al lector antes de echarlo al agua decidimos empezar el relato por los últimos días del marino en Mobile. También acordamos no terminarlo en el momento de pisar tierra firme, sino cuando llegara a Cartagena ya aclamado por las muchedumbres, que era el punto en que los lectores podían seguir por su cuenta el hilo de la narración con los datos ya publicados. Esto nos daba catorce capítulos para mantener el suspenso durante dos semanas.

El primero se publicó el 5 de abril de 1955. La edición de El Espectador, precedida de anuncios por radio, se agotó en pocas horas. El nudo explosivo se planteó al tercer día cuando decidimos destapar la causa verdadera del desastre, que según la versión oficial había sido una tormenta. En busca de una mayor precisión le pedí a Velasco que la contara con todos sus detalles. El estaba ya tan familiarizado con nuestro método común que vislumbré en sus ojos un fulgor de picardía antes de contestarme:

– El problema es que no hubo tormenta.

Lo que hubo -precisó- fue unas veinte horas de vientos duros, propios de la región en aquella época del año, que no estaban previstos por los responsables del viaje. La tripulación había recibido el pago de varios sueldos atrasados antes de zarpar y se lo gastaron a última hora en toda clase de aparatos domésticos para llevarlos a casa. Algo tan imprevisto que nadie debió alarmarse cuando rebasaron los espacios interiores del barco y amarraron en cubierta las cajas más grandes: neveras, lavadoras eléctricas, estufas. Una carga prohibida en un barco de guerra, y en una cantidad que ocupó espacios vitales de la cubierta. Tal vez se pensó que en un viaje sin carácter oficial, de menos de cuatro días y con excelentes pronósticos del tiempo no era para tratarlo con demasiado rigor. ¿Cuántas veces no se habían hecho otros y seguirían haciéndose sin que nada ocurriera? La mala suerte para todos fue que unos vientos apenas más fuertes que los anunciados convulsionaron el mar bajo un sol espléndido, hicieron escorar la nave mucho más de lo previsto y rompieron las amarras de la carga mal estibada. De no haber sido un barco tan marinero como el Caldas se habría ido a pique sin misericordia, pero ocho de los marinos de guardia en cubierta cayeron por la borda. De modo que la causa mayor del accidente no fue una tormenta, como habían insistido las fuentes oficiales desde el primer día, sino lo que Velasco declaró en su reportaje: la sobrecarga de aparatos domésticos mal estibados en la cubierta de una nave de guerra.

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