Era imposible que aquel drama nacional no me hiciera recordar el de mi abuelo el coronel Márquez, a la espera eterna de su pensión de veterano. Llegué a pensar que aquella mezquindad fuera una represalia contra un coronel subversivo en guerra encarnizada contra la hegemonía conservadora. Los sobrevivientes de Corea, en cambio, habían luchado contra la causa del comunismo y en favor de las ansias imperiales de los Estados Unidos. Y sin embargo, a su regreso, no aparecían en las páginas sociales sino en la crónica roja. Uno de ellos, que mató a bala a dos inocentes, les preguntó a sus jueces: «¿Si en Corea maté a cien, por qué no puedo matar a diez en Bogotá?».
Este hombre, igual que otros delincuentes, había llegado a la guerra cuando ya estaba firmado el armisticio. Sin embargo, muchos como él fueron víctimas también del machismo colombiano, que se manifestó en el trofeo de matar a un veterano de Corea. No se habían cumplido tres años desde que regresó el primer contingente, y ya los veteranos víctimas de muerte violenta pasaban de una docena. Por diversas causas, varios habían muerto en altercados inútiles poco tiempo después del regreso. Uno de ellos murió apuñalado en una reyerta por repetir una canción en un tocadiscos de cantina. El sargento Cantor, que había hecho honor a su apellido cantando y acompañándose con la guitarra en los descansos de la guerra, fue muerto a bala semanas después del regreso. Otro veterano fue apuñalado también en Bogotá, y para enterrarlo hubo que organizar una colecta entre los vecinos. A Ángel Fabio Goes, que había perdido en la guerra un ojo y una mano, lo mataron tres desconocidos que nunca fueron capturados.
Recuerdo como si hubiera sido ayer- que estaba escribiendo el último capítulo de la serie cuando sonó el teléfono en mi escritorio y reconocí al instante la voz radiante de Martina Fonseca:
– ¿Aló?
Abandoné el artículo en mitad de la página por los tumbos de mi corazón, y atravesé la avenida para encontrarme con ella en el hotel Continental después de doce años sin verla. No fue fácil distinguirla desde la puerta entre las otras mujeres que almorzaban en el comedor repleto, hasta que ella me hizo una señal con el guante. Estaba vestida con el gusto personal de siempre, con un abrigo de ante, un zorro marchito en el hombro y un sombrero de cazador, y los años empezaban a notársele demasiado en la piel de ciruela maltratada por el sol, los ojos apagados, y toda ella disminuida por los primeros signos de una vejez injusta. Ambos debimos darnos cuenta de que doce años eran muchos a su edad, pero los soportamos bien. Había tratado de rastrearla en mis primeros años de Barranquilla, hasta que supe que vivía en Panamá, donde su Vaporino era práctico del canal, pero no fue por orgullo sino por timidez que no le toqué el punto.
Creo que acababa de almorzar con alguien que la había dejado sola para atenderme la visita. Nos tomamos tres tazas mortales de café y nos fumamos juntos medio paquete de cigarrillos bastos buscando a tientas el camino para conversar sin hablar, hasta que se atrevió a preguntarme si alguna vez había pensado en ella. Sólo entonces le dije la verdad: no la había olvidado nunca, pero su despedida había sido tan brutal que me cambió el modo de ser. Ella fue más compasiva que yo:
– No olvido nunca que para mí eres como un hijo.
Había leído mis notas de prensa, mis cuentos y mi única novela, y me habló de ellos con una perspicacia lúcida y encarnizada que sólo era posible por el amor o el despecho. Sin embargo, yo no hice más que eludir las trampas de la nostalgia con la cobardía mezquina de que sólo los hombres somos capaces. Cuando logré por fin aliviar la tensión me atreví a preguntarle si había tenido el hijo que quería.
– Nació -dijo ella con alegría-, y ya está terminando la primaria.
– ¿Negro como su padre? -le pregunté con la mezquindad propia de los celos.
Ella apeló a su buen sentido de siempre. «Blanco como su madre -dijo-. Pero el papá no se fue de la casa como yo temía sino que se acercó más a mí.» Y ante mi ofuscación evidente me confirmó con una sonrisa mortal:
– No te preocupes: es de él. Y además dos hijas iguales como si fueran una sola.
Se alegró de haber venido, me entretuvo con algunos recuerdos que nada tenían que ver conmigo, y tuve la vanidad de pensar que esperaba de mí una respuesta más íntima. Pero también, como todos los hombres, me equivoqué de tiempo y lugar. Miró el reloj cuando ordené el cuarto café y otro paquete de cigarrillos, y se levantó sin preámbulos.
– Bueno, niño, estoy feliz de haberte visto -dijo. Y concluyó-: Ya no aguantaba más haberte leído tanto sin saber cómo eres.
– ¿Y cómo soy? -me atreví a preguntar.
– ¡Ah, no! -rió ella con toda el alma-, eso no lo sabrás nunca.
Sólo cuando recobré el aliento frente a la máquina de escribir caí en la cuenta de las ansias de verla que había tenido siempre y del terror que me impidió quedarme con ella por todo el resto de nuestras vidas. El mismo terror desolado que muchas veces volví a sentir desde aquel día cuando sonaba el teléfono.
El nuevo año de 1955 empezó para los periodistas el 28 de febrero con la noticia de que ocho marineros del destructor Caldas de la Armada Nacional habían caído al mar y desaparecido durante una tormenta cuando faltaban dos horas escasas para llegar a Cartagena. Había zarpado cuatro días antes de Mobile, Alabama, después de permanecer allí varios meses para una reparación reglamentaria.
Mientras la redacción en pleno escuchaba en suspenso el primer boletín radial del desastre, Guillermo Cano se había' vuelto hacia mí en su silla giratoria, y me mantuvo en la mira con una orden lista en la punta de la lengua. José Salgar, de paso para los talleres, se paró también frente a mí con los nervios templados por la noticia. Yo había vuelto una hora antes de Barranquilla, donde preparé una información sobre el eterno drama de las Bocas de Ceniza, y ya empezaba otra vez a preguntarme a qué hora saldría el próximo avión a la costa para escribir la primicia de los ocho náufragos. Sin embargo, pronto quedó claro en el boletín de radio que el destructor llegaría a Cartagena a las tres de la tarde sin noticias nuevas, pues no habían recuperado los cuerpos de los ocho marinos ahogados. Guillermo Cano se desinfló.
– Qué vaina, Gabo -dijo-. Se nos ahogó la chiva.
El desastre quedó reducido a una serie de boletines oficiales, y la información se manejó con los honores de rigor a los caídos en servicio, pero nada más. A fines de la semana, sin embargo, la marina reveló que uno de ellos, Luis Alejandro Velasco, había llegado exhausto a una playa de Urabá, insolado pero recuperable, después de permanecer diez días a la deriva sin comer ni beber en una balsa sin remos. Todos estuvimos de acuerdo en que podía ser el reportaje del año si lográbamos tenerlo a solas, así fuera por media hora.
No fue posible. La marina lo mantuvo incomunicado mientras se recuperaba en el hospital naval de Cartagena. Allí estuvo con él durante unos minutos fugaces un astuto redactor de El Tiempo, Antonio Montaña, que se coló en el hospital disfrazado de médico. A juzgar por los resultados, sin embargo, sólo obtuvo del náufrago unos dibujos a lápiz sobre su posición en el barco cuando fue arrastrado por la tormenta y unas declaraciones descosidas con las cuales quedó claro que tenía órdenes de no contar el cuento. «Si yo hubiera sabido que era un periodista lo hubiera ayudado», declaró Velasco días después. Una vez recuperado, y siempre al amparo de la marina, concedió una entrevista al corresponsal de El Espectador en Cartagena, Lácides Orozco, que no pudo llegar a donde queríamos para saber como fue que un golpe de viento pudo causar semejante desastre con siete muertos.
Luis Alejandro Velasco, en efecto, estaba sometido a un compromiso férreo que le impedía moverse o expresarse con libertad, aun después de que lo trasladaron a la casa de sus padres en Bogotá. Cualquier aspecto técnico o político nos lo resolvía con una maestría cordial el teniente de fragata Guillermo Fonseca, pero con igual elegancia eludía datos esenciales para lo único que nos interesaba entonces, que era la verdad de la aventura. Sólo por ganar tiempo escribí una serie de notas de ambiente sobre el regreso del náufrago a casa de sus padres, cuando sus acompañantes de uniforme me impidieron una vez más hablar con él, mientras le autorizaban 'una entrevista insulsa para una emisora local. Entonces fue evidente que estábamos en manos de maestros en el arte oficial de enfriar la noticia, y por primera vez me conmocionó la idea de que estaban ocultando a la opinión pública algo muy grave sobre la catástrofe. Más que una sospecha, hoy lo recuerdo como un presagio.