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– Aquí está lo que usted no vio en Villar rica -me dijo.

Era el drama de una muchedumbre de niños sacados de sus pueblos y veredas por las Fuerzas Armadas sin plan preconcebido y sin recursos, para facilitar la guerra de exterminio contra la guerrilla del Tolima. Los habían separado de sus padres sin tiempo para establecer quién era hijo de quién, y muchos de ellos mismos no sabían decirlo. El drama había empezado con una avalancha de mil doscientos adultos conducidos a distintas poblaciones del Tolima, después de nuestra visita a Melgar, e instalados de cualquier manera y luego abandonados a la mano de Dios. Los niños, separados de sus padres por simples consideraciones logísticas y dispersos en varios asilos del país, eran unos tres mil de distintas edades y condiciones. Sólo treinta eran huérfanos de padre y madre, y entre éstos un par de gemelos con trece días de nacidos. La movilización se hizo en absoluto secreto, al amparo de la censura de prensa, hasta que el corresponsal de El Espectador nos telegrafió las primeras pistas desde Ambalema, a doscientos kilómetros de Villarrica.

En menos de seis horas encontramos trescientos menores de cinco años en el Amparo de Niños de Bogotá, muchos de ellos sin filiación. Helí Rodríguez, de dos años, apenas si pudo dictar su nombre. No sabía nada de nada, ni dónde se encontraba, ni por qué, ni sabía los nombres de sus padres ni pudo dar ninguna pista para encontrarlos. Su único consuelo era que tenía derecho a permanecer en el asilo hasta los catorce años. El presupuesto del orfanato se alimentaba de ochenta centavos mensuales que le daba por cada niño el gobierno departamental. Diez se fugaron la primera semana con el propósito de colarse de polizones en los trenes del Tolima, y no pudimos hallar ningún rastro de ellos.

A muchos les hicieron en el asilo un bautismo administrativo con apellidos de la región para poder distinguirlos, pero eran tantos, tan parecidos y móviles que no se distinguían en el recreo, sobre todo en los meses más fríos, cuando tenían que calentarse corriendo por corredores y escaleras. Fue imposible que aquella dolorosa visita no me obligara a preguntarme si la guerrilla que había matado al soldado en el combate habría podido hacer tantos estragos entre los niños de Villarrica.

La historia de aquel disparate logístico fue publicada en varias crónicas sucesivas sin consultar a nadie. La censura guardó silencio y los militares replicaron con la explicación de moda: los hechos de Villarrica eran parte de una amplia movilización comunista contra el gobierno de las Fuerzas Armadas, y éstas estaban obligadas a proceder con métodos de guerra. Me bastó una línea de esa comunicación para que se me metiera en mente la idea» de conseguir la información directa de Gilberto Vieira, secretario general del Partido Comunista, a quien nunca había visto.

No recuerdo si el paso siguiente lo hice autorizado por el periódico o si fue por iniciativa propia, pero recuerdo muy bien que intenté varias gestiones inútiles para lograr un contacto con algún dirigente del Partido Comunista clandestino que pudiera informarme sobre la situación de Villarrica. El problema principal era que el cerco del régimen militar en torno a los comunistas clandestinos no tenía precedentes. Entonces hice contacto con algún amigo comunista, y dos días después apareció frente a mi escritorio otro vendedor de relojes que andaba buscándome para cobrarme las cuotas que no alcancé a pagar en Barranquilla. Le pagué las que pude, y le dije como al descuido que necesitaba hablar de urgencia con alguno de sus dirigentes grandes, pero me contestó con la fórmula conocida de que él no era el camino ni sabría decirme quién lo era. Sin embargo, esa misma tarde, sin anuncio previo, me sorprendió en el teléfono una voz armoniosa y despreocupada:

– Hola, Gabriel, soy Gilberto Vieira.

A pesar de haber sido el más destacado de los fundadores del Partido Comunista, Vieira no había tenido hasta entonces ni un minuto de exilio ni de cárcel. Sin embargo, a pesar del riesgo de que ambos teléfonos estuvieran intervenidos, me dio la dirección de su casa secreta para que lo visitara esa misma tarde.

Era un apartamento con una sala pequeña atiborrada de libros políticos y literarios, y dos dormitorios en un sexto piso de escaleras empinadas y sombrías adonde se llegaba sin aliento, no sólo por la altura sino por la conciencia de estar entrando en uno de los misterios mejor guardados del país. Vieira vivía con su esposa, Cecilia, y con una hija recién nacida. Como la esposa no estaba en casa, él mantenía al alcance de su mano la cuna de la niña, y la mecía muy despacio cuando se desgañitaba de llanto en las pausas muy largas de la conversación, que lo mismo eran de política que de literatura, aunque sin mucho sentido del humor. Era imposible concebir que aquel cuarentón rosado y calvo, de ojos claros e incisivos y labia precisa, fuera el hombre más buscado por los servicios secretos del país.

De entrada me di cuenta de que estaba al corriente de mi vida desde que compré el reloj en El Nacional de Barranquilla. Leía mis reportajes en El Espectador e identificaba mis notas anónimas para tratar de interpretar sus segundas intenciones. Sin embargo, estuvo de acuerdo en que el mejor servicio que podía prestarle al país era seguir en esa línea sin dejarme comprometer por nadie en ninguna clase de militancia política.

Se instaló en el tema tan pronto como tuve ocasión de revelarle el motivo de mi visita. Estaba al corriente de la situación de Villarrica, como si hubiera estado allí, y de la cual no pudimos publicar ni una letra por la censura oficial. Sin embargo, me dio datos importantes para entender que aquél era el preludio de una guerra crónica al cabo de medio siglo de escaramuzas casuales. Su lenguaje, en aquel día y en aquel lugar, tenía más ingredientes del mismo Jorge Eliécer Gaitán que de su Marx de cabecera, para una solución que no parecía ser la del proletariado en el poder sino una especie de alianza de desamparados contra las clases dominantes. La fortuna de aquella visita no fue sólo la clarificación de lo que estaba sucediendo, sino un método para entenderlo mejor. Así se lo expliqué a Guillermo Cano y a Zalamea, y dejé la puerta entreabierta, por si alguna vez aparecía la cola del reportaje inconcluso. Sobra decir que Vieira y yo hicimos una muy buena relación de amigos que nos facilitó los contactos aun en los tiempos más duros de su clandestinidad.

Otro drama de adultos crecía soterrado hasta que las malas noticias rompieron el cerco, en febrero de 1954, cuando se publicó en la prensa que un veterano de Corea había empeñado sus condecoraciones para comer. Era sólo uno de los mis de cuatro mil que habían sido reclutados al azar en otro de los momentos inconcebibles de nuestra historia, cuando cualquier destino era mejor que nada para los campesinos expulsados a bala de sus tierras por la violencia oficial. Las ciudades superpobladas por los desplazados no ofrecían ninguna esperanza. Colombia, como se repitió casi todos los días en notas editoriales, en la calle, en los cafés, en las conversaciones familiares, era una república invivible. Para muchos campesinos desplazados y numerosos muchachos sin perspectiva, la guerra de Corea era una solución personal. Allí fue de todo, revuelto, sin discriminaciones precisas y apenas por sus condiciones físicas, casi como vinieron los españoles a descubrir la América. Al regresar a Colombia, gota a gota, ese grupo heterogéneo tuvo por fin un distintivo común: veteranos. Bastó con que algunos protagonizaran una reyerta para que la culpa recayera en todos. Se les cerraron las puertas con el argumento fácil de que no tenían derecho a empleo porque eran desequilibrados mentales. En cambio, no hubo suficientes lágrimas para los incontables que regresaron convertidos en dos mil libras de cenizas.

La noticia del que empeñó las condecoraciones mostró un contraste brutal con otra publicada diez meses antes, cuando los últimos veteranos regresaron al país con casi un millón de dólares en efectivo, que al ser cambiados en los bancos hicieron bajar el precio del dólar en Colombia de tres pesos con treinta centavos a dos pesos con noventa. Sin embargo, más bajaba el prestigio de los veteranos cuanto más se enfrentaban a la realidad de su país. Antes del regreso se habían publicado versiones dispersas de que recibirían becas especiales para carreras productivas, que tendrían pensiones de por vida y facilidades para quedarse a vivir en los Estados Unidos. La verdad fue la contraria: poco después de la llegada fueron dados de baja en el ejército, y lo único que les quedó en el bolsillo a muchos de ellos fueron los retratos de las novias japonesas que se quedaron esperándolos en los campamentos del Japón, donde los llevaban a descansar de la guerra.

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