Es una obra elemental, cuyo mérito mayor parece ser el dominio de la intuición, que era tal vez el ángel tutelar de Álvaro Cepeda. En uno de sus numerosos estrenos domésticos de Barranquilla estuvo el director italiano Enrico Fulchignoni, que nos sorprendió con el alcance de su compasión: la película le pareció muy buena. Gracias a la tenacidad y la buena audacia de Tita Manotas, la esposa de Álvaro, lo que todavía queda de La langosta azul le ha dado la vuelta al mundo en festivales temerarios.
Esas cosas nos distraían a ratos de la realidad del país, que era terrible. Colombia se consideraba libre de guerrillas desde que las Fuerzas Armadas se tomaron el poder con la bandera de la paz y la concordia entre los partidos. Nadie dudó de que algo había cambiado, hasta la matanza de estudiantes en la carrera Séptima. Los militares, ansiosos de razones, quisieron probarnos a los periodistas que había una guerra distinta de la eterna entre liberales y conservadores. En ésas andábamos cuando José Salgar se acercó a mi escritorio con una de sus ideas terroríficas:
– Prepárese para conocer la guerra.
Los invitados a conocerla, sin mayores detalles, fuimos puntuales a las cinco de la madrugada para ir a la población de Villarrica, a ciento ochenta y tres kilómetros de Bogotá. El general Rojas Pinilla estaba pendiente de nuestra visita, a mitad de camino, en uno de sus reposos frecuentes en la base militar de Melgar, y había prometido una rueda de prensa que terminaría antes de las cinco de la tarde, con tiempo de sobra para regresar con fotos y noticias de primera mano.
Los enviados de El Tiempo eran Ramiro Andrade, con el fotógrafo Germán Caycedo; unos cuatro más que no he podido recordar, y Daniel Rodríguez y yo por El Espectador. Algunos llevaban ropas de campaña, pues fuimos advertidos de que tal vez tuviéramos que dar algunos pasos dentro de la selva.
Fuimos hasta Melgar en automóvil y allí nos repartimos en tres helicópteros que nos llevaron por un cañón estrecho y solitario de la cordillera central, con altos flancos afilados. Lo que más me impresionó, sin embargo, fue la tensión de los jóvenes pilotos que eludían ciertas zonas donde la guerrilla había derribado un helicóptero y averiado otro el día anterior. Al cabo de unos quince minutos intensos aterrizamos en la plaza enorme y desolada de Villarrica, cuya alfombra de caliche no parecía bastante firme para soportar el peso del helicóptero. Alrededor de la plaza había casas de madera con tiendas en ruinas y residencias de nadie, salvo una recién pintada que había sido el hotel del pueblo hasta que se implantó el terror.
Al frente del helicóptero se divisaban las estribaciones de la cordillera y el techo de cinc de la única casa apenas visible entre las brumas de la cornisa. Según el oficial que nos acompañaba, allí estaban los guerrilleros con armas de suficiente poder para tumbarnos, de modo que debíamos correr hasta el hotel en zigzag y con el torso inclinado como una precaución elemental contra posibles disparos desde la cordillera. Sólo cuando llegamos allí caímos en la cuenta de que el hotel estaba convertido en cuartel.
Un coronel con arreos de guerra, de una apostura de artista de cine y una simpatía inteligente, nos explicó sin alarmas que en la casa de la cordillera estaba la avanzada de la guerrilla hacía varias semanas y desde allí habían intentado varias incursiones nocturnas contra el pueblo. El ejército estaba seguro de que algo intentarían cuando vieran los helicópteros en la plaza, y las tropas estaban preparadas. Sin embargo, al cabo de una hora de provocaciones, incluso desafíos con altavoces, los guerrilleros no dieron señales de vida. El coronel, desalentado, envió una patrulla de exploración para asegurarse de que todavía quedaba alguien en la casa.
La tensión se relajó. Los periodistas salimos del hotel y exploramos las calles vecinas, incluso las menos guarnecidas alrededor de la plaza. El fotógrafo y yo, junto con otros, iniciamos el ascenso a la cordillera por una tortuosa cornisa de herradura. En la primera curva había soldados tendidos entre la maleza en posición de tiro. Un oficial nos aconsejó que regresáramos a la plaza, pues cualquier cosa podía suceder, pero no hicimos caso. Nuestro propósito era subir hasta encontrar alguna avanzada guerrillera que nos salvara el día con una noticia grande.
No hubo tiempo. De pronto se escucharon varias órdenes simultáneas y enseguida una descarga cerrada de los militares. Nos echamos a tierra cerca de los soldados y éstos abrieron fuego contra la casa de la cornisa. En la confusión instantánea perdí de vista a Rodríguez, que corrió en busca de una posición estratégica para su visor. El tiroteo fue breve pero muy intenso y en su lugar quedó un silencio letal.
Habíamos vuelto a la plaza cuando alcanzamos a ver una patrulla militar que salía de la selva llevando un cuerpo en angarillas. El jefe de la patrulla, muy excitado, no permitió que se tomaran fotos. Busqué con la vista a Rodríguez y lo vi aparecer, unos cinco metros a mi derecha, con la cámara lista para disparar. La patrulla no lo había visto. Entonces viví el instante más intenso, entre la duda de gritarle que no hiciera la foto por temor de que le dispararan por inadvertencia, o el instinto profesional de tomarla a cualquier precio. No tuve tiempo, pues en el mismo instante se oyó el grito fulminante del jefe de la patrulla:
– ¡Esa foto no se toma!
Rodríguez bajó la cámara sin prisa y se acercó a mi lado. El cortejo pasó tan cerca de nosotros que sentíamos la ráfaga acida de los cuerpos vivos y el silencio del muerto. Cuando acabaron de pasar, Rodríguez me dijo al oído:
– Tomé la foto.
Así fue, pero nunca se publicó. La invitación había terminado en desastre. Hubo dos heridos más de la tropa y estaban muertos por lo menos dos guerrilleros que ya habían sido arrastrados hasta el refugio. El coronel cambió su ánimo por una expresión tétrica. Nos dio la información simple de que la visita estaba cancelada, que disponíamos de media hora para almorzar, y que enseguida viajaríamos a Melgar por carretera, pues los helicópteros estaban reservados para los heridos y los cadáveres. Las cantidades de unos y otros no fueron reveladas nunca.
Nadie volvió a mencionar la conferencia de prensa del general Rojas Pinilla. Pasamos de largo en un jeep para seis frente a su casa de Melgar y llegamos a Bogotá después de la medianoche. La sala de redacción nos esperaba en pleno, pues de la Oficina de Información y Prensa de la presidencia de la República habían llamado para informar sin más detalles que llegaríamos por tierra, pero no precisaron si vivos o muertos.
Hasta entonces la única intervención de la censura militar había sido por la muerte de los estudiantes en el centro de Bogotá. No había un censor dentro de la redacción después de que el último del gobierno anterior renunció casi en lágrimas cuando no pudo soportar las primicias falsas y las gambetas de burla de los redactores. Sabíamos que la Oficina de Información y Prensa no nos perdía de vista, y con frecuencia nos mandaban por teléfono advertencias y consejos paternales. Los militares, que al principio de su gobierno desplegaban una cordialidad académica ante la prensa, se volvieron invisibles o herméticos. Sin embargo, un cabo suelto siguió creciendo solo y en silencio, e infundió la certidumbre nunca comprobada ni desmentida de que el jefe de aquel embrión guerrillero del Tolima era un muchacho de veintidós años que hizo carrera en su ley, cuyo nombre no ha podido confirmarse ni desmentirse: Manuel MarulandaVélez o Pedro Antonio Marín,Tirofijo. Cuarenta y tantos años después, Marulanda consultado para este dato en su campamento de guerra- contestó que no recordaba si en realidad era él.
No fue posible conseguir una noticia más. Yo andaba ansioso por descubrirla desde que regresé de Villarrica, pero no encontraba una puerta. La Oficina de Información y Prensa de la presidencia nos estaba vedada, y el ingrato episodio de Villarrica yacía sepultado bajo la reserva militar. Había echado la esperanza al cesto de la basura, cuando José Salgar se plantó frente a mi escritorio, fingiendo la sangre fría que nunca tuvo, y me mostró un telegrama que acababa de recibir.