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Cuatro años después, Eduardo Caballero Calderón, que dirigía la Biblioteca Básica de Cultura Colombiana, incluyó una edición de bolsillo de La hojarasca para una colección de obras que se vendieron en puestos callejeros de Bogotá y otras ciudades. Pagó los derechos pactados, escasos pero puntuales, que tuvieron para mí el valor sentimental de ser los primeros que recibí por un libro. La edición tenía entonces algunos cambios que no identifiqué como míos ni me cuidé de que no se incluyeran en ediciones siguientes. Casi trece años más tarde, cuando pasé por Colombia después del lanzamiento de Cien años de soledad en Buenos Aires, encontré en los puestos callejeros de Bogotá numerosos ejemplares sobrantes de la primera edición de La hojarasca a un peso cada una. Compré cuantos pude cargar. Desde entonces he encontrado en librerías de América Latina otros saldos dispersos que trataban de vender como libros históricos. Hace unos dos años, una agencia inglesa de libros antiguos vendió por tres mil dólares un ejemplar firmado por mí de la primera edición de Cien años de soledad.

Ninguno de esos casos me distrajo ni un instante de mi trapiche de periodista. El éxito inicial de los reportajes en serie nos había obligado a buscar pienso para alimentar a una fiera insaciable. La tensión diaria era insostenible, no sólo en la identificación y la búsqueda de los temas, sino en el curso de la escritura, siempre amenazada por los encantos de la ficción. En El Espectador no había duda: la materia prima invariable del oficio era la verdad y nada más que la verdad, y eso nos mantenía en una tensión invivible. José Salgar y yo terminamos en un estado de vicio que no nos permitía un instante de paz ni en los reposos del domingo.

En 1956 se supo que el papa Pío XII sufría un ataque de hipo que podía costarle la vida. El único antecedente que recuerdo es el cuento magistral «P amp; O», de Somerset Maugham, cuyo protagonista murió en mitad del océano Indico de un ataque de hipo que lo agotó en cinco días, mientras del mundo entero le llegaban toda clase de recetas extravagantes, pero creo que no lo conocía en aquella época. Los fines de semana no nos atrevíamos a ir demasiado lejos en nuestras excursiones por los pueblos de la sabana porque el periódico estaba dispuesto a lanzar una edición extraordinaria en caso de la muerte del Papa. Yo era partidario de que tuviéramos la edición lista, con sólo los vacíos para llenar con los primeros cables de la muerte. Dos años después, siendo corresponsal en Roma, todavía se esperaba el desenlace del hipo papal.

Otro problema irresistible en el periódico era la tendencia a sólo ocuparnos de temas espectaculares que pudieran arrastrar cada vez más lectores, y yo tenía la más modesta de no perder de vista a otro público menos servido que pensaba más con el corazón. Entre los pocos que logré encontrar, conservo el recuerdo del reportaje más sencillo que me atrapó al vuelo a través de la ventana de un autobús. En el portón de una hermosa casa colonial en el número 567 de la carrera Octava en Bogotá había un letrero que se menospreciaba a sí mismo: «Oficina de Rezagos del Correo Nacional». No recuerdo en absoluto que algo se me hubiera perdido por aquellos desvíos, pero me bajé del tranvía y llamé a la puerta. El hombre que me abrió era el responsable de la oficina con seis empleados metódicos, cubiertos por el óxido de la rutina, cuya misión romántica era encontrar a los destinatarios de cualquier carta mal dirigida.

Era una bella casa, enorme y polvorienta, de techos altos y paredes carcomidas, corredores oscuros y galerías atiborradas de papeles sin dueño. Del promedio de cien cartas rezagadas que entraban todos los días, por lo menos diez habían sido bien franqueadas pero los sobres estaban en blanco y no tenían siquiera el nombre del remitente. Los empleados de la oficina las conocían como las «cartas para el hombre invisible», y no ahorraban esfuerzos para entregarlas o devolverlas. Pero el ceremonial para abrirlas en busca de pistas era de un rigor burocrático más bien inútil pero meritorio.

El reportaje de una sola entrega se publicó con el título de «El cartero llama mil veces», con un subtítulo: «El cementerio de las cartas perdidas». Cuando Salgar lo leyó, me dijo: «A este cisne no hay que torcerle el cuello porque ya nació muerto». Lo publicó, con el despliegue exacto, ni mucho ni poco, pero se le notaba en el gesto que estaba tan dolido como yo por la amargura de lo que pudo ser. Rogelio Echeverría, tal vez por ser poeta, lo celebró de buen talante pero con una frase que no olvidé nunca: «Es que Gabo se agarra hasta de un clavo caliente».

Me sentí tan desmoralizado, que por mi cuenta y riesgo -y sin contárselo a Salgar- decidí encontrar a la destinataria de una carta que me había merecido una atención especial. Estaba franqueada en el leprocomio de Agua de Dios, y dirigida a «la señora de luto que va todos los días a la misa de cinco en la iglesia de las Aguas». Después de hacer toda clase de averiguaciones inútiles con el párroco y sus ayudantes, seguí entrevistando a los fieles de la misa de cinco durante varias semanas sin resultado alguno. Me sorprendió que las más asiduas eran tres muy mayores y siempre de luto cerrado, pero ninguna tenía nada que ver con el leprocomio de Agua de Dios. Fue un fracaso del cual tardé en reponerme, no sólo por amor propio ni por hacer una obra de caridad, sino porque estaba convencido de que detrás de la historia misma de aquella mujer de luto había otra historia apasionante.

A medida que zozobraba en los pantanos del reportaje, mi relación con el grupo de Barranquilla se fue haciendo más intensa. Sus viajes a Bogotá no eran frecuentes, pero yo los asaltaba por teléfono a cualquier hora en cualquier apuro, sobre todo a Germán Vargas, por su concepción pedagógica del reportaje. Los consultaba en cada apuro, que eran muchos, o ellos me llamaban cuando había motivos para felicitarme. A Álvaro Cepeda lo tuve siempre como un condiscípulo en la silla de al lado. Después de las burlas cordiales de ida y vuelta que fueron siempre de rigor dentro del grupo, me sacaba del pantano con una simplicidad que nunca dejó de asombrarme. En cambio, mis consultas con Alfonso Fuenmayor eran más literarias. Tenía la magia certera para salvarme de apuros con ejemplos de grandes autores o para dictarme la cita salvadora rescatada de su arsenal sin fondo. Su broma maestra fue cuando le pedí el título para una nota sobre los vendedores de comidas callejeras acosados por las autoridades de Higiene. Alfonso me soltó la respuesta inmediata:

– El que vende comida no se muere de hambre.

Se la agradecí en el alma, y me pareció tan oportuna que no pude resistir la tentación de preguntarle de quién era. Alfonso me paró en seco con la verdad que yo no recordaba:

– Es suya, maestro.

En efecto, la había improvisado en alguna nota sin firma, pero la había olvidado. El cuento circuló durante años entre los amigos de Barranquilla, a quienes nunca pude convencer de que no había sido una broma.

Un viaje ocasional de Álvaro Cepeda a Bogotá me distrajo por unos días de la galera de las noticias diarias. Llegó con la idea de hacer una película de la cual sólo tenía el título: La langosta azul. Fue un error certero, porque Luis Vicens, Enrique Grau y el fotógrafo Nereo López se lo tomaron en serio. No volví a saber del proyecto hasta que Vicens me mandó un borrador del guión para que pusiera algo de mi parte sobre la base original de Álvaro. Algo puse yo que hoy no recuerdo, pero la historia me pareció divertida y con la dosis suficiente de locura para que pareciera nuestra.

Todos hicieron un poco de todo, pero el papá por derecho propio fue Luis Vicens, que impuso muchas de las cosas que le quedaban de sus pinitos de París. Mi problema era que me encontraba en medio de alguno de aquellos reportajes prolijos que no me dejaban tiempo para respirar, y cuando logré liberarme ya la película «estaba en pleno rodaje en Barranquilla.

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