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Sus veladas se improvisaban después de los grandes estrenos de cine en un apartamento atiborrado con una mezcla de todas las artes, donde no cabía un cuadro más de los pintores primerizos de Colombia, algunos de los cuales serían famosos en el mundo. Sus invitados eran escogidos entre lo más granado de las artes y las letras, y los del grupo de Barranquilla aparecían de vez en cuando. Yo entré como en casa propia desde la aparición de mi primera crítica de cine, y cuando salía del periódico antes de la medianoche me iba a pie las tres cuadras y los obligaba a trasnocharse. La maestra Nancy, que además de cocinera excelsa era una casamentera encarnizada, improvisaba cenas inocentes para ligarme con las muchachas más atractivas y libres del mundo artístico, y no me perdonó nunca a mis veintiocho años cuando le dije que mi vocación verdadera no era de escritor ni periodista sino de solterón invencible.

Álvaro Mutis, en los huecos que le quedaban de sus viajes mundiales, completó por lo alto mi ingreso a la comunidad cultural. En su condición de jefe de relaciones públicas de la Esso Colombiana organizaba almuerzos en los restaurantes más caros, con lo que en realidad valía y pesaba en las artes y las letras, y muchas veces con invitados de otras ciudades del país. El poeta Jorge Gaitán Duran, que andaba con la obsesión de hacer una gran revista literaria que costaba una fortuna, lo resolvió en parte con los fondos de Álvaro Mutis para el fomento de la cultura. Álvaro Castaño Castillo y su esposa, Gloria Valencia, trataban de fundar desde hacía años una emisora consagrada por completo a la buena música y a los programas culturales al alcance de la mano. Todos les tomábamos el pelo por la irrealidad de su proyecto, menos Álvaro Mutis, que hizo todo lo que pudo para ayudarlos. Así fundaron la emisora HJCK, «El mundo en Bogotá», con un transmisor de 500 vatios que era el mínimo de aquel tiempo. Aún no existía la televisión en Colombia, pero Gloria Valencia inventó el prodigio metafísico de hacer por radio un programa de desfiles de modas.

El único reposo que me permitía en aquellos tiempos de atafagos fueron las lentas tardes de los domingos en casa de Álvaro Mutis, que me enseñó a escuchar la música sin prejuicios de clase. Nos tirábamos en la alfombra oyendo con el corazón a los grandes maestros sin especulaciones sabias. Fue el origen de una pasión que había empezado en la salita escondida de la Biblioteca Nacional, y nunca más nos olvidó. Hoy he escuchado tanta música como he podido conseguir, sobre todo la romántica de cámara que tengo como la cumbre de las artes. En México, mientras escribía Cien años de soledad -entre 1965 y 1966-, sólo tuve dos discos que se gastaron de tanto ser oídos: los Preludios de Debussy y Qué noche la de aquel día, de los Beatles. Más tarde, cuando por fin tuve en Barcelona casi tantos como siempre quise, me pareció demasiado convencional la clasificación alfabética, y adopté para mi comodidad privada el orden por instrumentos: el chelo, que es mi favorito, de Vivaldi a Brahms; el violín, desde Corelli hasta Schónberg; el clave y el piano, de Bach a Bartók. Hasta descubrir el milagro de que todo lo que suena es música, incluidos los platos y los cubiertos en el lavadero, siempre que cumplan la ilusión de indicarnos por dónde va la vida.

Mi límite era que no podía escribir con música porque le ponía más atención a lo que escuchaba que a lo que escribía, y todavía hoy asisto a muy pocos conciertos, porque siento que en la butaca se establece una especie de intimidad un poco impúdica con vecinos ajenos. Sin embargo, con el tiempo y las posibilidades de tener buena música en casa, aprendí a escribir con un fondo musical acorde con lo que escribo. Los nocturnos de Chopin para los episodios reposados, o los sextetos de Brahms para las tardes felices. En cambio, no volví a escuchar a Mozart durante años, desde que me asaltó la idea perversa de que Mozart no existe, porque cuando es bueno es Beethoven y cuando es malo es Haydn.

En los años en que evoco estas memorias he logrado el milagro de que ninguna clase de música me estorbe para escribir, aunque tal vez no sea consciente de otras virtudes, pues la mayor sorpresa me la dieron dos músicos catalanes, muy jóvenes y acuciosos, que creían haber descubierto afinidades sorprendentes entre El otoño del patriarca, mi sexta novela, y el Tercer concierto para piano de Béla Bartók. Es cierto que lo escuchaba sin misericordia mientras escribía, porque me creaba un estado de ánimo muy especial y un poco extraño, pero nunca pensé que hubiera podido influirme hasta el punto de que se notara en mi escritura. No sé cómo se enteraron de aquella debilidad los miembros de la Academia Sueca que lo pusieron de fondo en la entrega de mi premio. Lo agradecí en el alma, por supuesto, pero si me lo hubieran preguntado -con toda mi gratitud y mis respetos por ellos y por Béla Bartók- me habría gustado alguna de las romanzas naturales de Francisco el Hombre en las fiestas de mi infancia.

No hubo en Colombia por aquellos años un proyecto cultural, un libro por escribir o un cuadro para pintar que no pasara antes por la oficina de Mutis. Fui testigo de su diálogo con un pintor joven que tenía todo listo para hacer su periplo de rigor por Europa, pero le faltaba el dinero para el viaje. Álvaro no alcanzó siquiera a escucharle el cuento completo, cuando sacó del escritorio la carpeta mágica.

– Aquí está el pasaje dijo.

Yo asistía deslumbrado a la naturalidad con que hacía estos milagros sin el mínimo alarde de poder. Por eso me pregunto todavía si no tuvo algo que ver con la solicitud que me hizo en un cóctel el secretario de la Asociación Colombiana de Escritores y Artistas, Óscar Delgado, de que participara en el concurso nacional de cuento que estaba a punto de ser declarado desierto. Lo dijo tan mal que la propuesta me pareció indecorosa, pero alguien que la oyó me precisó que en un país como el nuestro no se podía ser escritor sin saber que los concursos literarios son simples pantomimas sociales. «Hasta el premio Nobel», concluyó sin la menor malicia, y sin pensarlo siquiera me puso en guardia desde entonces para otra decisión descomunal que me salió al paso veintisiete años después.

El jurado del concurso de cuento eran Hernando Téllez, Juan Lozano y Lozano, Pedro Gómez Valderrama y otros tres escritores y críticos de las grandes ligas. Así que no hice consideraciones éticas ni económicas, sino que pasé una noche en la corrección final de «Un día después del sábado», el cuento que había escrito en Barranquilla por un golpe de inspiración en las oficinas de El Nacional. Después de reposar más de un año en la gaveta me pareció capaz de encandilar a un buen jurado. Así fue, con la gratificación descomunal de tres mil pesos.

Por esos mismos días, y sin ninguna relación con el concurso, me cayó en la oficina don Samuel Lisman Baum, agregado cultural de la Embajada de Israel, quien acababa de inaugurar una empresa editorial con un libro de poemas del maestro León de Greiff: Fárrago Quinto Mamotreto. La edición era presentable y las noticias sobre Lisman Baum eran buenas. Así que le di una copia muy remendada de La hojarasca y lo despaché a las volandas con el compromiso de hablar después. Sobre todo de plata, que al final -por cierto- fue de lo único que nunca hablamos. Cecilia Porras pintó una portada novedosa -que tampoco logró cobrar-, con base en mi descripción del personaje del niño. El taller gráfico de El Espectador regaló el cliché para las carátulas en colores.

No volví a saber nada hasta unos cinco meses después, cuando la editorial Sipa de Bogotá que nunca había oído nombrar- me llamó al periódico para decirme que la edición de cuatro mil ejemplares estaba lista para la distribución, pero no sabían qué hacer con ella porque nadie daba razón de Lisman Baum. Ni los mismos reporteros del periódico pudieron encontrar el rastro ni lo ha encontrado nadie hasta el sol de hoy. Ulises le propuso a la imprenta que vendiera los ejemplares a las librerías con base en la campaña de prensa que él mismo inició con una nota que todavía no acabo de agradecerle. La crítica fue excelente, pero la mayor parte de la edición se quedó en la bodega y nunca se estableció cuántas copias se vendieron, ni recibí de nadie ni un céntimo por regalías.

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