El nuevo cuerpo había empezado a actuar en el sector medio del río Magdalena, al centro del país, durante el apogeo de los grupos paramilitares creados por los terratenientes para luchar contra la guerrilla. De allí se desprendió más tarde un grupo especializado en operaciones urbanas, y se estableció en Medellín como un cuerpo legionario de rueda libre que sólo dependía de la Dirección Nacional de Policía de Bogotá, sin instancias intermedias, y que por su naturaleza misma no era demasiado meticuloso en los límites de su mandato. Esto sembró el desconcierto entre los delincuentes, y también entre las autoridades locales que asimilaron de mala gana una fuerza autónoma que escapaba a su poder. Los Extraditables se encarnizaron contra ellos, y los señalaron como los autores de toda clase de atropellos contra los derechos humanos.
La gente de Medellín sabía que no eran infundadas todas las denuncias de los Extraditables sobre asesinatos y atropellos de la fuerza pública, porque los veían suceder en las calles, aunque en la mayoría de los casos no hubiera reconocimiento oficial. Las organizaciones de derechos humanos nacionales e internacionales protestaban, y el gobierno no tenía respuestas convincentes. Meses después se decidió no hacer allanamientos sin la presencia de un agente de la Procuraduría General con la inevitable burocratización de los operativos. Era poco lo que la justicia podía hacer, jueces y magistrados, cuyos sueldos escuálidos les alcanzaban apenas para vivir pero no para educar a sus hijos, se encontraron con un dilema sin salida: o los mataban, o se vendían al narcotráfico. Lo admirable y desgarrador es que muchos prefirieron la muerte.
Tal vez lo más colombiano de la situación era la asombrosa capacidad de la gente de Medellín para acostumbrarse a todo, lo bueno y lo malo, con un poder de recuperación que quizás sea la fórmula más cruel de la temeridad. La mayor parte no parecía consciente de vivir en una ciudad que fue siempre la más bella, la más activa, la más hospitalaria del país, y que en aquellos años se había convertido en una de las más peligrosas del mundo. El terrorismo urbano había sido hasta entonces un ingrediente raro en la cultura centenaria de la violencia colombiana. Las propias guerrillas históricas -que ya lo practicaban- lo habían condenado con razón como una forma ¡legítima de la lucha revolucionaria. Se había aprendido a vivir con el miedo de lo que sucedía, pero no a vivir con la incertidumbre de lo que podía suceder: una explosión que despedazara a los hijos en la escuela, o se desintegrara el avión en pleno vuelo, o estallaran las legumbres en el mercado. Las bombas al garete que mataban inocentes y las amenazas anónimas por teléfono habían llegado a superar a cualquier otro factor de perturbación de la vida cotidiana. Sin embargo, la situación económica de Medellín no fue afectada en términos estadísticos. Años antes los narcotraficantes estaban de moda por una aureola fantástica. Gozaban de una completa impunidad, e incluso de un cierto prestigio popular, por las obras de caridad que hacían en las barriadas donde pasaron sus infancias de marginados. Si alguien hubiera querido ponerlos presos podía mandarlos a buscar con el policía de la esquina. Pero buena parte de la sociedad colombiana los veía con una curiosidad y un interés que se parecían demasiado a la complacencia. Políticos, industriales, comerciantes, periodistas, y aun simples lagartos, asistían a la parranda perpetua de la hacienda Nápoles, cerca de Medellín, donde Pablo Escobar mantenía un jardín zoológico con jirafas e hipopótamos de carne y hueso llevados desde el África, y en cuyo portal se exhibía como un monumento nacional la avioneta en que se exportó el primer cargamento de cocaína.
Con la fortuna y la clandestinidad, Escobar quedó dueño del patio y se convirtió en una leyenda que lo dominaba todo desde la sombra. Sus comunicados de estilo ejemplar y cautelas perfectas llegaron a parecerse tanto a la verdad que se confundían con ella. En la cumbre de su esplendor se erigieron altares con su retrato y les pusieron veladoras en las comunas de Medellín. Llegó a creerse que hacía milagros. Ningún colombiano en toda la historia había tenido y ejercido un talento como el suyo para condicionar la opinión pública. Ningún otro tuvo mayor poder de corrupción. La condición más inquietante y devastadora de su personalidad era que carecía por completo de la indulgencia para distinguir entre el bien y el mal.
Ése era el hombre invisible e improbable que Alberto Villamizar se propuso encontrar a mediados de febrero para que le devolviera a su esposa. Empezó por buscar contacto con los tres hermanos Ochoa en la cárcel de alta seguridad de Itagüí. Rafael Pardo -de acuerdo con el presidente- le dio la luz verde, pero le recordó sus límites: su gestión no era una negociación en nombre del gobierno sino una tarea de exploración. Le dijo que no se podía hacer ningún acuerdo a cambio de contraprestaciones por parte del gobierno, pero que éste estaba interesado en la entrega de los Extraditables en el ámbito de la política de sometimiento. Fue a partir de esa concepción nueva como se le ocurrió cambiar también la perspectiva de la gestión, de modo que no se centrara en la liberación de los rehenes -como había sido hasta entonces- sino en la entrega de Pablo Escobar. La liberación sería una simple consecuencia.
Así empezó un segundo secuestro de Maruja y una guerra distinta para Villamizar. Es probable que Escobar hubiera tenido la intención de soltarla con Beatriz, pero la tragedia de Diana Turbay debió trastornarle los planes. Aparte de cargar con la culpa de una muerte que no ordenó, el asesinato de Diana debió ser un desastre para él, porque le quitó una pieza de un valor inestimable y acabó de complicarle la vida. Además, la acción de la policía se recrudeció entonces con tal intensidad que lo obligó a sumergirse hasta el fondo. Muerta Marina, se había quedado con Diana, Pacho, Maruja y Beatriz. Si entonces hubiera resuelto asesinar a uno tal vez hubiera sido Beatriz. Libre Beatriz y muerta Diana, le quedaban dos: Pacho y Maruja. Quizás él hubiera preferido preservar a Pacho por su valor de cambio, pero Maruja había adquirido un precio imprevisto e incalculable por la persistencia de Villamizar para mantener vivos los contactos hasta que el gobierno se decidió a hacer un decreto más explícito. También para Escobar la única tabla de salvación desde entonces fue la mediación de Villamizar, y lo único que podía garantizarla era la retención de Maruja. Estaban condenados el uno al otro.
Villamizar empezó por visitar a doña Nydia Quintero para conocer detalles de su experiencia. La encontró generosa, resuelta, con un luto sereno. Ella le contó sus conversaciones con las hermanas Ochoa, con el viejo patriarca, con Fabio en la cárcel. Daba la impresión de haber asimilado la muerte atroz de la hija y no la recordaba por dolor ni por venganza sino para que fuera útil en el logro de la paz. Con ese espíritu le dio a Villamizar una carta para Pablo Escobar en la que expresaba su deseo de que la muerte de Diana pudiera servir para que ningún otro colombiano volviera a sentir el dolor que ella sentía. Empezaba por admitir que el gobierno no podía detener los allanamientos contra la delincuencia, pero sí podía evitar que se intentara el rescate de los rehenes, pues los familiares sabían, el gobierno sabía y todo el mundo sabía que si en un allanamiento tropezaban con los secuestrados se podía producir una tragedia irreparable, como ya había sucedido con su hija. «Por eso vengo ante usted -decía la carta- a suplicarle con el corazón inundado de dolor, de perdón y de bondad, que libere a Maruja y a Francisco». Y terminó con una solicitud sorprendente: «Déme a mí la razón de que usted no quería que Diana muriera». Meses después, desde la cárcel, Escobar hizo público su asombro de que Nydia le hubiera escrito aquella carta sin recriminaciones ni rencores. «Cuánto me duele -escribió Escobar- no haber tenido el valor para responderle».