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– El cambio de la fecha límite no sólo es necesario para salvar la vida de los rehenes -replicó Nydia cansada de raciocinios- sino que es lo único que falta para lograr la entrega de los terroristas. Muévala, y a Diana la devuelven.

Gavina no cedió. Estaba ya convencido de que el plazo fijo era el escollo mayor de su política de entregas, pero se resistía a cambiarlo para que los Extraditables no consiguieran lo que perseguían con los secuestros. La Asamblea Constituyente iba a reunirse en los próximos días en medio de una expectativa incierta, y no podía permitirse que por una debilidad del gobierno le concediera el indulto al narcotráfico. «La democracia nunca estuvo en peligro por los asesinatos de cuatro candidatos presidenciales ni por ningún secuestro -diría Gaviria más tarde. Cuando lo estuvo de veras fue en aquellos momentos en que existió la tentación o el riesgo, o el rumor de que se estaba incubando la posibilidad del indulto». Es decir: el riesgo inconcebible de que secuestraran también la conciencia de la Asamblea Constituyente. Gaviria lo tenía ya decidido: si eso ocurría, su determinación serena e irrevocable era hundir la Constituyente.

Nydia andaba desde hacía algún tiempo con la idea de que el doctor Turbay hiciera algo que estremeciera al país en favor de los secuestrados: una manifestación multitudinaria frente al Palacio Presidencial, un paro cívico, una protesta formal ante las Naciones Unidas. Pero el doctor Turbay la apaciguaba. «Él siempre fue así, por su responsabilidad y su mesura -ha dicho Nydia-. Pero uno sabía que por dentro estaba muñéndose de dolor». Esa certidumbre, en lugar de aliviarla, le aumentaba la angustia. Fue entonces cuando tomó la determinación de escribirle al presidente de la república una carta privada «que lo motivara a moverse en lo que él sabía que era necesario».

El doctor Gustavo Balcázar, preocupado por la postración de su esposa Nydia, la convenció el 24 de enero de que se fueran unos días a su casa de Tabio -a una hora de carretera en la sabana de Bogotá- para buscarle un alivio a su angustia. No había vuelto allá desde el secuestro de la hija, así que se llevó su Virgen de bulto y dos velones para quince días cada uno, y todo lo que pudiera hacerle falta para no desconectarse de la realidad. Pasó una noche interminable en la soledad helada de la sabana, pidiéndole de rodillas a la Virgen que protegiera a Diana con una campana de cristal invulnerable para que nadie le faltara el respeto, para que no sintiera miedo, para que rebotaran las balas. A las cinco de la mañana, después de un sueño breve y azaroso, empezó a escribir en la mesa del comedor la carta de su alma para el presidente de la república. El amanecer la sorprendió garrapateando ideas fugitivas, llorando, rompiendo borradores sin dejar de llorar, sacándolos en limpio en un mar de lágrimas.

Al contrario de lo que ella misma había previsto, estaba escribiendo su carta más juiciosa y drástica. «No pretendo hacer un documento público -empezó-. Quiero llegar al presidente de mi país y, con el respeto que me merece, hacerle unas comedidas reflexiones y una angustiada y razonable súplica». A pesar de la reiterada promesa presidencial de que nunca se intentaría un operativo armado para liberar a Diana, Nydia dejó la constancia escrita de una súplica premonitoria: «Lo sabe el país y lo saben ustedes, que si en uno de esos allanamientos tropiezan con los secuestrados se podría producir una horrible tragedia». Convencida de que los escollos del segundo decreto habían interrumpido el proceso de liberaciones iniciado por los Extraditables antes de Navidad, Nydia alertó al presidente con un temor nuevo y lúcido: si el gobierno no tomaba alguna determinación inmediata para remover esos escollos, los rehenes corrían el riesgo de que el tema quedara en manos de la Asamblea Constituyente. «Esto haría que la zozobra y la angustia, que no sólo padecemos los familiares sino el país entero, se prolongara por interminables meses más», escribió. Y concluyó con una reverencia elegante: «Por mis convicciones, por el respeto que le profeso como Primer Magistrado de la Nación, sería incapaz de sugerirle alguna iniciativa de mi propia cosecha, pero sí me siento inclinada a suplicarle que en defensa de unas vidas inocentes no desestime el peligro que representa el factor tiempo». Una vez terminada y transcrita con buena letra, fueron dos hojas y un cuarto de tamaño oficio. Nydia dejó un mensaje en la secretaría privada de la presidencia para que le indicara dónde debía mandarlas.

Esa misma mañana se precipitó la tormenta con la noticia de que habían sido muertos los cabecillas de la banda de los Priscos: los hermanos David Ricardo y Armando Alberto Prisco Lopera, acusados de los siete magnicidios de aquellos años, y de ser los cerebros de los secuestros, entre ellos el de Diana Turbay y su equipo. Uno había muerto con la falsa identidad de Francisco Muñoz Serna, pero cuando Azucena Liévano vio la foto en los periódicos reconoció en él a Don Pacho, el hombre que se ocupaba de Diana y de ella durante el cautiverio. Su muerte, y la de su hermano, justo en aquellos momentos de confusión, fueron una pérdida irreparable para Escobar, y no tardaría en hacerlo saber con hechos.

Los Extraditables dijeron en un comunicado amenazante que David Ricardo no había sido muerto en combate, sino acribillado por la policía delante de sus pequeños hijos y de la esposa embarazada. Sobre su hermano Armando, el comunicado aseguró que tampoco había muerto en combate, como dijo la policía, sino asesinado en una finca de Rionegro, a pesar de que se encontraba paralítico como consecuencia de un atentado anterior. La silla de ruedas, decía el comunicado, se veía con claridad en el noticiero de la televisión regional.

Éste era el comunicado del cual le habían hablado a Pacho Santos. Se conoció el 25 de enero con el anuncio de que serían ejecutados dos rehenes en un intervalo de ocho días, y la primera orden había sido ya impartida contra Marina Montoya. Noticia sorprendente, pues se suponía que Marina había sido asesinada tan pronto como la secuestraron en setiembre. «A eso me refería cuando le mandé al presidente el mensaje de los encostalados -ha dicho Nydia recordando aquella jornada atroz-. No es que fuera impulsiva, ni temperamental, ni que necesitara tratamiento siquiátrico. Es que a quien iban a matar era a mi hija, porque quizás no fui capaz de mover a quienes pudieron impedirlo. «

La desesperación de Alberto Villamizar no podía ser menor. «Ese día fue el más horrible que pasé en mi vida», dijo entonces, convencido de que las ejecuciones no se harían esperar. Quién sería:, ¿Diana, Pacho, Maruja, Beatriz, Richard? Era una rifa de muerte que no quería imaginar siquiera. Enfurecido llamó al presidente Gaviria.

– Usted tiene que parar estos operativos -le dijo.

– No, Alberto -le contestó Gaviria con su tranquilidad escalofriante- A mí no me eligieron para eso.

Villamizar colgó el teléfono, ofuscado por su propio ímpetu. «¿Y ahora qué hago?», se Preguntó. Para empezar pidió ayuda a los ex presidentes Alfonso López Michelsen y Misael Pastrana y a monseñor Darío Castrillón, obispo de Pereira. Todos hicieron declaraciones públicas de repudio a los métodos de los Extraditables y pidieron preservación de la vida de los rehenes. López Michelsen hizo por RCN un llamado al gobierno y a Escobar para que detuvieran la guerra y se buscara una solución política. En aquel momento ya la tragedia estaba consumada. Minutos antes de la madrugada del 21 de enero, Diana había escrito la última hoja de su diario. «Estamos próximos a los cinco meses y sólo nosotros sabemos lo que es esto -escribió-. No quiero perder la fe y la esperanza de regresar a casa sana y salva».

Ya no estaba sola. Después de la liberación de Azucena y Orlando había pedido que la reunieran con Richard, y fue complacida después de Navidad. Fue una fortuna para ambos. Conversaban hasta el agotamiento, escuchaban la radio hasta el amanecer, y así adquirieron la costumbre de dormir de día y vivir de noche. Se habían enterado de la muerte de los Priscos por una conversación de los guardianes. Uno lloraba. Otro, convencido de que aquél era el final, y refiriéndose sin duda a los secuestrados, preguntó: «¿Y ahora qué hacemos con la mercancía?». El que lloraba no lo pensó siquiera.

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