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Cumplidos los trámites primarios mandaron el cuerpo al Cementerio del Sur, donde tres semanas antes había sido excavada una fosa común para sepultar unos doscientos cadáveres. Allí la enterraron junto con los otros cuatro desconocidos y el niño. Era evidente que en aquel enero atroz el país había llegado a la peor situación concebible. Desde 1984, cuando el asesinato del ministro Rodrigo Lara Bonilla, habíamos padecido toda clase de hechos abominables, pero ni la situación había llegado a su fin, ni lo peor había quedado atrás. Todos los factores de violencia estaban desencadenados y agudizados. Entre los muchos graves que habían convulsionado al país, el narcoterrorismo se definió como el más virulento y despiadado. Cuatro candidatos presidenciales habían sido asesinados antes de la campaña de 1990. A Carlos Pizarra, candidato del M-19, lo mató un asesino solitario a bordo de un avión comercial, a pesar de que había cambiado cuatro veces sus reservaciones de vuelo en absoluto secreto y con toda clase de argucias para despistar. El precandidato Ernesto Samper sobrevivió a una ráfaga de once tiros, y llegó a la presidencia de la república cinco años después, todavía con cuatro proyectiles dentro del cuerpo que sonaban en las puertas magnéticas de los aeropuertos. Al general Maza Márquez le habían hecho estallar a su paso un carrobomba de trescientos cincuenta kilos de dinamita, y había escapado de su automóvil de bajo blindaje arrastrando uno de sus escoltas heridos. «De pronto me sentí como suspendido en vilo por la cresta de un oleaje», contó el general. Fue tal la conmoción, que debió acudir a la ayuda siquiátrica para recobrar el equilibrio emocional. Aún no había terminado el tratamiento, al cabo de siete meses, cuando un camión con dos toneladas de dinamita desmanteló con una explosión apocalíptica el enorme edificio del DAS, con un saldo de setenta muertos, setecientos veinte heridos, y estragos materiales incalculables. Los terroristas habían esperado el momento exacto en que el general entrara en su oficina, pero no sufrió ni un rasguño en medio del cataclismo. Ese mismo año, una bomba estalló en un avión de pasajeros cinco minutos después del despegue, y causó ciento siete muertos, entre ellos Andrés Escabí -el cuñado de Pacho Santos-, y el tenor colombiano Gerardo Arellano. La versión general fue que estaba dirigida al candidato César Gaviria. Error siniestro, pues Gaviria no tuvo nunca el propósito de viajar en ese avión. Más aún: la seguridad de su campaña le había prohibido volar en aviones de línea, y en alguna ocasión que quiso hacerlo tuvo que desistir, ante el espanto de otros pasajeros que trataron de desembarcar para no correr el riesgo de volar con él.

La verdad era que el país estaba condenado dentro de un círculo infernal. Por un lado, los Extraditables se negaban a entregarse o a moderar la violencia, porque la policía no les daba tregua. Escobar había denunciado por todos los medios que la policía entraba a cualquier hora a las comunas de Medellín, agarraba diez menores al azar, y los fusilaba sin más averiguaciones en cantinas y potreros. Suponían a ojo que la mayoría estaba al servicio de Pablo Escobar, o eran sus partidarios, o iban a serlo en cualquier momento por la razón o por la fuerza. Los terroristas no daban tregua en las matanzas de policías a mansalva, ni en los atentados y los secuestros. Por su parte, los dos movimientos guerrilleros más antiguos y fuertes, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FARC). acababan de replicar con toda clase de actos terroristas a la primera propuesta de paz del gobierno de César Gaviria.

Uno de los gremios más afectados por aquella guerra ciega fueron los periodistas, víctimas de asesinatos y secuestros, aunque también de deserción por amenazas y corrupción. Entre setiembre de 1983 y enero de 1991 fueron asesinados por los carteles de la droga veintiséis periodistas de distintos medios del país. Guillermo Cano, director de El Espectador, el más inerme de los hombres, fue acechado y asesinado por dos pistoleros en la puerta de su periódico el 17 de diciembre de 1986. Manejaba su propia camioneta, y a pesar de ser uno de los hombres más amenazados del país por sus editoriales suicidas contra el comercio de drogas, se negaba a usar un automóvil blindado o a llevar una escolta. Con todo, sus enemigos trataron de seguir matándolo después de muerto. Un busto erigido en memoria suya fue dinamitado en Medellín. Meses después, hicieron estallar un camión con trescientos kilos de dinamita que redujeron a escombros las máquinas del periódico. Una droga más dañina que las mal llamadas heroicas se introdujo en la cultura nacional: el dinero fácil. Prosperó la idea de que la ley es el mayor obstáculo para la felicidad, que de nada sirve aprender a leer y a escribir, que se vive mejor y más seguro como delincuente que como gente de bien. En síntesis: el estado de perversión social propio de toda guerra larvada.

El secuestro no era una novedad en la historia reciente de Colombia. Ninguno de los cuatro presidentes de los años anteriores había escapado a la prueba de un secuestro desestabilizador. Y por cierto, hasta donde se sabe, ninguno de los cuatro había cedido a las exigencias de los secuestradores. En febrero de 1976, bajo el gobierno de Alfonso López Michelsen, el M-19 había secuestrado al presidente de la Confederación de Trabajadores de Colombia, José Raquel Mercado. Fue juzgado y condenado a muerte por sus captores por traición a la clase obrera, y ejecutado con dos tiros en la nuca ante la negativa del gobierno a cumplir una serie de condiciones políticas.

Dieciséis miembros de élite del mismo movimiento armado se tomaron la embajada de la República Dominicana en Bogotá cuando celebraban su fiesta nacional, el 27 de febrero de 1980, bajo el gobierno de julio César Turbay. Durante sesenta y un días mantuvieron en rehenes a casi todo el cuerpo diplomático acreditado en Colombia, incluidos los embajadores de los Estados Unidos, Israel y el Vaticano. Exigían un rescate de cincuenta millones de dólares y la liberación de trescientos once de sus militantes detenidos. El presidente Turbay se negó a negociar, pero los rehenes fueron liberados el 28 de abril sin ninguna condición expresa, y los secuestradores salieron del país bajo la protección del gobierno de Cuba, solicitada por el gobierno de Colombia. Los secuestradores aseguraron en privado que habían recibido por el rescate cinco millones de dólares en efectivo, recaudados por la colonia judía de Colombia entre sus cofrades del mundo entero. El 7 de noviembre de 1985, un comando del M-19 se tomó el multitudinario edificio de la Corte Suprema de justicia en su hora de mayor actividad, con la exigencia de que el más alto tribunal de la república juzgara al presidente Belisario Betancur por no cumplir con su promesa de paz. El presidente no negoció, y el ejército rescató el edificio a sangre y fuego al cabo de diez horas, con un saldo indeterminado de desaparecidos y noventa y cinco muertos civiles, entre ellos nueve magistrados de la Corte Suprema de Justicia, y su presidente, Alfonso Reyes Echandía.

Por su parte, el presidente Virgilio Barco, casi al final de su mandato, dejó mal resuelto el secuestro de Álvaro Diego Montoya, el hijo de su secretario general. La furia Pablo Escobar le estalló en las manos siete meses después a su sucesor, César Gavina, que iniciaba su gobierno con el problema mayor de diez notables secuestrados. Sin embargo, en sus primeros cinco meses, Gavina había conseguido un ambiente menos turbulento para capear la tormenta. Había logrado un acuerdo político para convocar una Asamblea Constituyente, investida por la Corte Suprema de Justicia del poder suficiente para decidir sobre cualquier tema sin límite alguno. Incluidos, por supuesto, los más calientes: la extradición de nacionales y el indulto. Pero el problema de fondo, tanto para el gobierno como para el narcotráfico y las guerrillas, era que mientras Colombia no tuviera un sistema de justicia eficiente era casi imposible articular una política de paz que colocara al Estado del lado de los buenos, y dejara del lado de los malos a los delincuentes de cualquier color. Pero nada era simple en esos días, y mucho menos informar sobre nada con objetividad desde ningún lado, ni era fácil educar niños y enseñarles la diferencia entre el bien y el mal.

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