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No es posible saber -sin habérselo preguntado a ella- cuál de los dos filos del poder le causó sus peores heridas. Ella debió sentirlo en carne viva cuando fue secretaria privada y brazo derecho de su padre, a los veintiocho años, y quedó atrapada entre los vientos cruzados del poder. Sus amigos -incontables- han dicho que era una de las personas más inteligentes que han conocido, que tenía un grado de información insospechable, una capacidad analítica asombrosa y la facultad divina de percibir hasta las terceras intenciones de la gente. Sus enemigos dicen sin más vueltas que fue un germen de perturbación detrás del trono. Otros piensan, en cambio, que descuidó su propia suerte por el afán de preservar la de su padre por encima de todo y contra todos, y pudo ser un instrumento de áulicos y aduladores. Había nacido el 8 de marzo de 1950, bajo el inclemente signo de Piscis, cuando su padre estaba ya en la línea de espera para la presidencia de la república. Fue un líder nato donde quiera que estuvo: en el Colegio Andino de Bogotá, en el Sacred Heart de Nueva York y en la Universidad de Santo Tomás de Aquino, también en Bogotá, donde terminó la carrera de derecho sin esperar el diploma.

El arribo tardío al periodismo -que por fortuna es el poder sin trono- debió ser para ella un reencuentro con lo mejor de sí misma. Fundó la revista Hoy x Hoy y el telediario Criptón como un camino más directo para trabajar por la paz. «Ya no estoy en trance de pelear con nadie ni tengo el ánimo de armarle broncas a nadie -dijo entonces-. Ahora soy totalmente conciliadora». Tanto, que se sentó a conversar para la paz con Carlos Pizarro, comandante del M-19, que había disparado un cohete de guerra casi dentro del cuarto mismo donde se encontraba el presidente Turbay. La amiga que lo contó dice muerta de risa: «Diana entendió que la vaina era como un ajedrecista y no como un boxeador dándose golpes contra el mundo».

De modo que era apenas natural que su secuestro -además de su carga humana- tuviera un peso político difícil de manejar. El ex presidente Turbay había dicho en público y en privado que no tenía noticia alguna de los Extraditables, porque le pareció lo más prudente mientras no se supiera qué pretendían, pero en verdad había recibido un mensaje poco después del secuestro de Francisco Santos. Se lo había comunicado a Hernando Santos tan pronto como éste regresó de Italia, y lo invitó a su casa para diseñar una acción conjunta. Santos lo encontró en la penumbra de su biblioteca inmensa, abrumado por la certidumbre de que Diana y Francisco serían ejecutados. Lo que más le impresionó -como a todos los que vieron a Turbay en esa época- fue la dignidad con que sobrellevaba su desgracia. La carta dirigida a ambos eran tres hojas escritas a mano en letras de imprenta, sin firma, y con una introducción sorprendente: «Reciban de nosotros los Extraditables un respetuoso saludo». Lo único que no permitía dudar de su autenticidad era el estilo conciso, directo y sin equívocos, propio de Pablo Escobar. Empezaba por reconocer el secuestro de los dos periodistas, los cuales, según la carta, se encontraban «en buen estado de salud y en las buenas condiciones de cautiverio que pueden considerarse normales en estos casos». El resto era un memorial de agravios por los atropellos de la policía. Al final planteaban los tres puntos irrenunciables para la liberación de los rehenes: suspensión total de los operativos militares contra ellos en Medellín y Bogotá, retiro del Cuerpo Élite, que era la unidad especial de la policía contra el narcotráfico; destitución de su comandante y veinte oficiales más, a quienes señalaban como autores de las torturas y el asesinato de unos cuatrocientos jóvenes de la comuna nororiental de Medellín. De no cumplirse estas condiciones, los Extraditables emprenderían una guerra de exterminio, con atentados dinamiteros en las grandes ciudades, y asesinatos de jueces, políticos y periodistas. La conclusión era simple: «Si viene un golpe de Estado, bien venido. Ya no tenemos mucho que perder».

La respuesta escrita y sin diálogos previos debía ser entregada en el término de tres días en el Hotel Intercontinental de Medellín, donde habría una habitación reservada a nombre de Hernando Santos. Los intermediarios para los contactos siguientes serían indicados por los mismos Extraditables. Santos adoptó la decisión de Turbay de no divulgar el mensaje ni ningún otro siguiente, mientras no tuvieran una noticia consistente. «No podemos prestarnos para llevar recados de nadie al presidente -concluyó Turbay- ni ir más allá de lo que el decoro nos permita»…

Turbay le propuso a Santos que cada uno por separado escribiera una respuesta, y que luego las fundieran en una carta común. Así se hizo. El resultado, en esencia, fue una declaración formal de que no tenían ningún poder para interferir los asuntos del gobierno, pero estaban dispuestos a divulgar toda violación de las leyes o de los derechos humanos que los Extraditables denunciaran con pruebas terminantes. En cuanto a los operativos de la policía, les recordaban que no tenían facultad ninguna para impedirlos, ni podían pretender que se destituyera sin pruebas a veinte oficiales acusados, ni escribir editoriales contra una situación que ignoraban.

Aldo Buenaventura, notario público, taurófilo febril desde sus años remotos del Liceo Nacional de Zipaquirá, viejo amigo de Hernando Santos y de su absoluta confianza, llevó la carta de respuesta. No acababa de ocupar la habitación 308, reservada en el Hotel Intercontinental, cuando lo llamaron por teléfono.

– ¿Usted es el señor Santos?

– No -contestó Aldo-, pero vengo de parte de él.

– ¿Me trajo el encargo?

La voz sonaba con tanta propiedad, que Aldo se preguntó si no sería Pablo Escobar en vivo y en directo, y le dijo que sí. Dos jóvenes con atuendos y modales de ejecutivos subieron al cuarto. Aldo les entregó la carta. Ellos le estrecharon la mano con una venia de cortesía, y se fueron.

Antes de una semana Turbay y Santos recibieron la visita del abogado antioqueño Guido Parra Montoya, con una nueva carta de los Extraditables. Parra no era un desconocido en los medios políticos de Bogotá, pero siempre parecía venir de las sombras. Tenía cuarenta y ocho años, había estado dos veces en la Cámara de Representantes como suplente de dos liberales, y una vez como principal por la Alianza Nacional Popular (Anapo), que dio origen al M-19. Fue asesor de la oficina jurídica de la presidencia de la república en el gobierno de Carlos Lleras Restrepo. En Medellín, donde ejerció el derecho desde su juventud, fue arrestado el 10 de mayo de 1990 por sospechas de complicidad con el terrorismo, y liberado a las dos semanas por falta de méritos. A pesar de esos y otros tropiezos, se le consideraba como un jurista experto y buen negociador.

Sin embargo, como enviado confidencial de los Extraditables parecía difícil concebir a alguien menos indicado para pasar inadvertido. Era un hombre de los que toman en serio las condecoraciones. Vestía de gris platinado, que era el uniforme de los ejecutivos de entonces, con camisas de colores vivos y corbatas juveniles con nudos grandes a la moda italiana. Tenía maneras ceremoniosas y una retórica altisonante, y era, más que afable, obsequioso. Condición suicida si se quiere servir al mismo tiempo a dos señores. En presencia de un ex presidente liberal y del director del periódico más importante del país se le desbordó la elocuencia. «Ilustre doctor Turbay, mi distinguido doctor Santos, dispongan de mí para lo que quieran», dijo, e incurrió en un descuido de los que podían costar la vida:

– Soy el abogado de Pablo Escobar.

Hernando agarró al vuelo el error.

– ¿Entonces la carta que nos trae es de él?

– No -remendó Guido Parra sin pestañear-: es de los Extraditables, pero la respuesta de ustedes debe ser para Escobar porque él podrá influir en la negociación.

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