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De noche el silencio era total. Sólo interrumpido por un gallo loco sin sentido de las horas que cantaba cuando quería. Se oían ladridos en el horizonte, y uno muy cercano que les pareció de un perro guardián amaestrado. Maruja empezó mal. Se enroscó en el colchón, cerró los ojos, y durante varios días no volvió a abrirlos sino lo indispensable tratando de pensar con claridad. No es que pudiera dormir ocho horas seguidas sino que dormía apenas media hora, y al despertar se encontraba otra vez con la angustia que la acechaba en la realidad. Era un miedo permanente: la sensación física de un cordón templado en el estómago, siempre a punto de reventarse para volverse pánico. Maruja pasaba la película completa de su vida para agarrarse de los buenos recuerdos, pero siempre se imponían los ingratos.

En uno CE los tres viajes que había hecho a Colombia desde Yakarta, Luis Carlos Galán le había pedido en el curso de un almuerzo privado que lo ayudara en la dirección de su próxima campaña presidencial. Ella había sido su asesora de imagen en una campaña anterior, había viajado con su hermana Gloria por todo el país, habían celebrado triunfos, sobrellevado derrotas y sorteado riesgos, de modo que la oferta era lógica. Maruja se sintió justificada y complacida. Pero al final del almuerzo notó, en Galán un gesto indefinido, una luz sobrenatural: la clarividencia instantánea y certera de que iban a matarlo. Fue algo tan revelador que convenció a su marido de regresar a Colombia, a pesar de que el general Maza Márquez lo había prevenido sin ninguna explicación de los riesgos de muerte que lo esperaban. Ocho días antes del regreso los despertó en Yakarta la noticia de que Galán había sido asesinado.

Aquella experiencia le dejó una propensión depresiva que se le agudizó con el secuestro. No encontraba de qué aferrarse para escapar a la idea de que también a ella le acechaba un peligro mortal. Se negaba a hablar o a comer. Le molestaba la indolencia de Beatriz y la brutalidad de los encapuchados, y no soportaba la sumisión de Marina y su identificación con el régimen de los secuestradores. Parecía un carcelero más que la llamaba al orden si roncaba, si tosía dormida, si se movía más de lo indispensable. Maruja ponía un vaso aquí y Marina se apresuraba a quitarlo asustada: «¡Cuidado!». Y lo ponía en otra parte. Maruja se le enfrentaba con un gran desdén. «No se preocupe -le decía-. Usted no es la que manda aquí». Para colmo de males, los guardianes vivían preocupados porque Beatriz se pasaba el día escribiendo detalles del cautiverio para contárselos al esposo y los hijos cuando saliera libre. También había hecho una larga lista de todo lo que le parecía abominable en el cuarto, y tuvo que desistir cuando no encontró nada que no lo fuera. Los guardianes habían oído decir por la radio que Beatriz era fisioterapeuta, y lo confundieron con sicoterapeuta, de modo que le prohibieron escribir por el temor de que estuviera elaborando un método científico para enloquecerlos.

La degradación de Marina era comprensible. La llegada de las otras dos rehenes debió ser para ella como una intromisión insoportable en un mundo que ya había hecho suyo, y sólo suyo, después de casi dos meses en la antesala de la muerte. Su relación con los guardianes, que había llegado a ser muy profunda, se alteró por ellas, y en menos de dos semanas recayó en los dolores terribles y las soledades intensas de otras épocas que había logrado superar.

Con todo, ninguna noche le pareció a Maruja tan atroz como la primera. Fue interminable y helada. A la -una de la madrugada la temperatura en Bogotá -según el Instituto de Meteorología- había sido de entre 13 y 15 grados, y había lloviznado en el centro y por los lados del aeropuerto. A Maruja la había vencido el cansancio. Empezó a roncar tan pronto como se durmió, pero a cada instante la despertaba su tos de fumadora, persistente e indómita, y agravada por la humedad de las paredes que soltaban un relente de hielo al amanecer. Cada vez que tosía o roncaba, los guardianes le daban un talonazo en la cabeza. Marina los secundaba por un temor incontrolable, y amenazaba a Maruja con que iban a amarrarla en el colchón para que no se moviera tanto, o a amordazarla para que no roncara. Marina le hizo oír a Beatriz los noticieros de radio del amanecer. Fue un error. En la primera entrevista con Yamit Amat, de Radio Caracol, el doctor Pedro Guerrero soltó una andanada de denuestos y desafíos contra los secuestradores. Los conminó a que se portaran como hombres y pusieran la cara. Beatriz sufrió una crisis de pavor, convencida de que aquellos insultos recaerían sobre ellas.

Dos días después, un jefe bien vestido, con un corpachón empacado en un metro con noventa abrió la puerta de una patada y entró en el cuarto como un ventarrón. Su traje impecable de lana tropical, sus mocasines italianos y su corbata de seda amarilla iban en sentido contrario de sus modales rupestres. Les soltó dos o tres improperios a los guardianes, y se ensañó con el más tímido cuyos compañeros llamaban Lamparón. «Me dicen que usted es muy nervioso -le dijo-, pues le advierto que aquí los nerviosos se mueren». Y enseguida se dirigió a Maruja sin la menor consideración:

– Supe que anoche molestó mucho, que hace ruido, que tose.

Maruja le contestó con una calma ejemplar que bien podía confundirse con el desprecio.

– Ronco dormida y no me doy cuenta -le dijo-. No puedo impedir la tos porque el cuarto es helado y las paredes chorrean agua en la madrugada.

El hombre no estaba para quejas.

– ¿Y usted se cree que puede hacer lo que le da la gana? -gritó-. Pues si vuelve a roncar o a toser de noche le podemos volar la cabeza de un balazo.

Luego se dirigió también a Beatriz.

– Y si no a sus hijos o sus maridos. Los conocemos a todos y los tenemos bien localizados.

– Haga lo que quiera -dijo Maruja-. No puedo hacer nada para no roncar. Si quieren mátenme.

Era sincera, y con el tiempo había de darse cuenta de que hacía bien. El trato duro desde el primer día estaba en los métodos de los secuestradores para desmoralizar a los rehenes.

Beatriz, en cambio, todavía impresionada por la rabia del marido en la radio, fue menos altiva.

– ¿Por qué tiene que meter aquí a nuestros hijos, que no tienen nada que ver con esto? -dijo, al borde de las lágrimas-. ¿Usted no tiene hijos?

Él contestó que sí, tal vez enternecido, pero Beatriz había perdido la batalla: las lágrimas no la dejaron proseguir. Maruja, ya calmada, le dijo al jefe que si de veras querían llegar a un acuerdo hablaran con su marido.

Pensó que el encapuchado había seguido el consejo porque el domingo reapareció distinto. Llevó los periódicos del día con declaraciones de Alberto Villamizar para lograr un buen arreglo con los secuestradores. Éstos, al parecer, empezaban a actuar en consecuencia. El jefe, al menos, estaba tan complaciente que les pidió a las rehenes hacer una lista de las cosas indispensables: jabones, cepillos y pasta de dientes, cigarrillos, crema para la piel y algunos libros. Parte del pedido llegó el mismo día, pero algunos de los libros los recibieron cuatro meses después. Con el tiempo fueron acumulando toda clase de estampas y recuerdos del Divino Niño y de María Auxiliadora, que los distintos guardianes les llevaban o les dejaban de recuerdo cuando se despedían o cuando volvían de sus descansos. A los diez días tenían ya una rutina doméstica. Los zapatos los guardaban debajo de la cama, y era tanta la humedad del cuarto que debían sacarlos al patio de vez en cuando para que se secaran. Sólo podían caminar con unas medias de hombre que les habían dado el primer día, de lana gruesa y de colores distintos, y usaban dos pares a la vez para que no se oyeran los pasos. La ropa que llevaban la noche del secuestro se la habían decomisado, y les repartieron sudaderas deportivas -una gris y otra rosada a cada una-, con las cuales vivían y dormían, y dos juegos de ropa interior que lavaban en la ducha. Al principio dormían vestidas. Más tarde, cuando tuvieron una camisa de dormir, se la ponían encima de la sudadera en las noches muy frías. También les dieron un talego para guardar sus escasos bienes personales: la sudadera de repuesto y las medias limpias, las mudas de ropa interior, las toallas higiénicas, las medicinas, los útiles de tocador.

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