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– Para mí, como actriz, sí… -Te equivocas -la consolé-. ¿Quieres que te cuente lo que me ocurre a mí como escritor? Te prometo que no somos demasiado distintos.

– ¿Podemos empezar otra vez, si nos queremos mucho?

– Yo creo que sí, Diana -le dije emocionado

de veras.

Esos momentos no duran. Puede perdurar la voluntad de la pasión, y yo la ejercía con Diana contra Diana, hacia Diana, con todas mis fuerzas. Estaba convencido de que ella me correspondía a su manera. Para los dos, el amor era siempre la oportunidad de empezar de nuevo, aunque para ella vivir era vivir lo que aún no se vive, mientras que para mí, era saber vivir otra vez lo que ya se vivió. Mejor o peor; no quiero abandonar a una orfandad errante mi propio pasado. Para Diana, el triunfo primerizo en el cine y en seguida la mediocridad de sus películas más recientes, le cerraba la puerta de su profesión de actriz. Pero ésta era la profesión que ella se levantaba a ejercer todas las mañanas. La miraba desde el lecho, respondiendo a la alarma del despertador, bebiéndose el café que Azucena le traía en una bandeja muy bien arreglada (Azucena es una trabajadora española; tiene el gusto de su trabajo, le da orgullo lo que hace y lo hace bien); ponerse una camiseta y jeans, como su personaje más celebrado, la Doncella de Orleans que descubrió la moda más cómoda para una mujer guerrera: vestirse como hombre; amarrarse una pañoleta a la cabeza y salir tirándome un beso seco, mientras yo me robo una hora más de sueño, me despierto recordando con un placer intenso la noche con Diana, me ducho y afeito pensando en lo que voy a escribir (la regadera y la navaja son mis mejores resortes para la creación: agua y acero, debo ser muy árabe, muy castellano). La miraba a mi amante sacrificarse y disciplinarse por una profesión en la que ella misma no creía ni se veía, no distinguía su futuro, y me instalaba el resto del día en este enigma, grande y pequeño a la vez: ¿Qué quiere Diana Soren en verdad si lo que hace no es lo que quiere hacer?

X

El tedio de Santiago se convirtió en el tema más tedioso de nuestra conversación; parecía un acuerdo inquebrantable, en el que todos, ella y yo, la secretaria y los demás miembros de la compañía, estaban de acuerdo en que Santiago era el lugar más aburrido del mundo.

En vez de los telegramas augúrales que les enviamos a nuestros amigos comunes el día de año nuevo, ahora ella mandó dos o tres cables desolados, todos diciendo lo mismo, una sola palabra: HELP!

Los círculos se dividieron. En la casa más grande y más elegante en las afueras de Santiago, se instalaron el actor principal, que era un afamado protagonista de series de televisión, con su compañera y el director de la película, un hombre saturnino aunque prometedor que también había sido formado en la televisión. En el melancólico hotel del centro de la ciudad se quedaron el camarógrafo, un inglés que rendía culto explícito a Onán, y un actor que tuvo mucha fama en el teatro obrero de los años treinta. Pero el centro solar de la filmación eran el protagonista masculino, su novia y el director.

– Son muy simpáticos y me llevo bien con ellos -dijo Diana-. Pero la condición es vivir separados y vernos poco. Ellos prefieren la cerveza y el poker para pasar las noches.

Nosotros jamás haríamos eso. Me pregunté, aparte de amarnos mucho, en qué ocuparíamos las noches. Diana me dijo que había invitado al característico de la película, el actor norteamericano Lew Cooper, a vivir con

nosotros.

– No te preocupes. Tiene setenta años y es muy

inteligente. Te gustará.

Yo sabía muy bien quién era. Primero, porque fue el gran actor de las obras de Clifford Odets en los treintas y de Arthur Miller en los cuarentas. Segundo, porque fue una de las víctimas de la cacería de brujas macartista de esa misma década. A mí me repugnaban todas las personas que habían delatado a sus compañeros, condenándolos al hambre y a veces, al suicidio. En cambio, eran héroes míos todos los que, como dijo Lillian Hellman, se negaron a acomodar sus conciencias a la moda política del momento. Cooper, extrañamente, caía entre las dos categorías. Algunos decían que era un hombre totalmente apolítico y que sus declaraciones ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas eran inocuas. Había nombrado a los que ya estaban nombrados o, francamente, se habían declarado ellos mismos comunistas. Nunca añadió, por así decirlo, un nombre inédito a la lista del inquisidor. Pero aunque no delató, en sentido estricto, a nadie, el hecho moral es que sí dio nombres o por lo menos los reiteró. ¿Cómo juzgar este acto? Cooper continuó trabajando. Otros, que se negaron a hablar, no volvieron a pisar un set. Yo, que no formaba parte del mundo político norteamericano, pero sí de un mundo moral que lo rebasaba, luchaba entre mis convicciones de izquierda y mi ética personal contraria a todo maniqueísmo fácil y sobre todo, a la menor sospecha de fariseísmo. ¿Era el caso de distinguir difícil, pero puntualmente, entre los casos de delación activa, sedienta de sangre, vengativa, envidiosa, oportunista y las flaquezas y caídas a las que todos, quizás, estamos expuestos? La ambigüedad moral de la actitud de Cooper lo hacía más interesante que culpable. Uno, entre tantos, debería ser mi propio semejante. ¿Quién me aseguraba que, en determinadas circunstancias, yo mismo no actuaría como él? Todo mi ser intelectual y moral se rebelaba contra ello. Pero mi ser sentimental, humano, cordial, como gusten ustedes llamarlo, me inclinaba a perdonar a Cooper, como algún día, acaso, otro tendría que perdonarme algo a mí. Hay seres que se hermanan así a nuestra debilidad porque nosotros mismos nos reconocemos, con un vuelco del corazón, en ellos. Cooper no merecía mi censura, más bien mi compasión.

Sentía, de todos modos, curiosidad por las personas que formaban el equipo, pero Diana se enervó con mis preguntas. -Hollywood adora las biografías encapsuladas. Ahorran tiempo y sobre todo nos absuelven de pensar. Nos permiten darnos aires de ser objetivos, pero en realidad lo que nos tragamos es chisme en consomé. Marilyn Monroe: Muchachita triste y solitaria. Padre irresponsable. Madre loca. Rodó de orfanatorio en orfanatorio. Nunca debió dejar de ser Norma Jean Baker. No pudo con el paquete de ser Marilyn Monroe: Píldoras, alcohol, muerte. Rock Hudson: Un guapísimo chofer de camiones texano. Acostumbrado a rodar de noche por las carreteras, libre, recogiendo muchachos y amándolos. Lo descubren. Lo hacen estrella. Tiene que esconder su homosexualismo. Lo meten a un closet lleno de cámaras y reflectores. Todos saben que es una reina. El mundo tiene que creer que es el más viril de todos los galanes. ¿Quién los desengañará a todos? La muerte, la muerte…

Rió y se sirvió un vaso de whisky sin pedir que yo lo hiciera por ella.

– No creas mi biografía. No creas cuando te digan: Diana Soren. Pueblerina. La chica de al lado. Gana un concurso para interpretar la Santa Juana de Shaw en cine. Lo gana entre dieciocho mil concursantes. Del anonimato a la gloria en un instante. La dirige un verdadero sadista. La humilla, pretende sacarle una gran actuación con su crueldad, en realidad sólo la convence de que nunca será una gran actriz. Y así es. Diana Soren no es una gran actriz. Diana Soren acepta cualquier mierda que le ofrecen los estudios para disfrazarse, para que el mundo crea que Diana Soren es eso: sólo una actriz mediocre. Entonces Diana puede dedicarse a ser lo que quiere ser, sin que nadie la coarte…

Brindé con ella. -¿Qué quieres ser?

– La locación va a durar dos meses -los ojos grises (¿o eran azules?) desaparecieron detrás de un velo de vidrio ambarino-. Tú mismo dímelo cuando termine.

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