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Los muchachos del 68 pidieron democracia hoy y esa exigencia les costó la vida a ellos pero se la devolvió a México.

Yo esperaba que los nuevos escritores tradujeran todo esto a literatura, pero no me eximía a mí mismo de una mirada dura, acusándome a mí mismo de complicidades y cegueras que me impidieron participar mejor, más directamente, en ese parteaguas de la vida moderna de México que fue el 68. Mi pesadilla recurrente fue un hospital donde las autoridades negaron la entrada a los padres y familiares de los estudiantes, donde nadie amarró una tarjeta de identidad al dedo del pie desnudo de un solo cadáver…

– Aquí no va a haber quinientos cortejos fúnebres mañana -dijo un general mexicano-. Si lo permitimos, el gobierno se nos cae…

No hubo cortejos fúnebres. Hubo la fosa común. Desde México, mi esposa, Luisa Guzmán, me enviaba cartas serenas pero secretamente angustiadas: "…ensayaba en el teatro Comonfort en la unidad de Bellas Artes frente a Tlatelolco cuando empecé a oír un tiroteo nutrido y vi los helicópteros del gobierno ametrallando estudiantes y civiles por igual. La cosa duró más de una hora y al salir del teatro se me arrojaron los estudiantes, a mí y a los demás actores, gritándonos, ¡están matando a sus hijos! Nunca he escuchado tantas exclamaciones de horror y desesperación. Ha sido la peor noche de muchas vidas. Al día siguiente los periódicos no mencionaban a los helicópteros y declaraban treinta muertos. Nadie sabe cómo comenzó el tiroteo. Los muchachos aseguran que mezclados con los manifestantes había individuos que probablemente dispararon los primeros tiros. Después, alguien los vio cambiando órdenes y armas con los granaderos. Cada persona da una versión distinta de los acontecimientos. Todos tienen cada día más miedo no sólo de la violencia sino de lo que hay detrás de ella y por no servir a intereses oscuros no sirven a ninguno…"

Le contesté que quería regresar a México, comprometerme más. Acababa de visitar Praga. El mundo cambiaba de piel, había que hacer algo.

"México no es Praga -me escribió de vuelta Luisa Guzmán- y tú lo sabes, la clase media está asustada y se apelotona junto a las autoridades y el orden. He hablado con choferes y gente humilde. Su ignorancia e indiferencia siguen siendo inconmovibles. Se tragan todas las mentiras de la televisión y la prensa y siguen creyendo en el coco del comunismo amenazante. Ya sé que a pesar de todo esto o precisamente por ello hay que luchar y que si se cae en el camino, pues es mala suerte. Pero venir a meterse en la boca del lobo y que luego resulte que la trampa estaba puesta para atrapar idealistas me parece absurdo, triste y hasta ridículo. Los líderes estudiantiles desaparecen misteriosamente, sin dejar rastro. A otros los han medio matado a tormentos. Tu única posibilidad de participar sería desde la clandestinidad. La traición y la corrupción están demasiado arraigadas entre nosotros. Puede que media docena de jóvenes aguanten el embate de los cañonazos de medio millón de pesos, pero la mayoría acabarán por ceder. Perdona mi pesimismo, no quiero evadir responsabilidades, sólo calmar el entusiasmo que te provocó tu visita a Checoslovaquia. Aquí no pasa día en que de palabra o por escrito no digan que eres traidor a la patria. No debes venir. Lo mismo eres héroe que traidor y yo me niego a hablar con nadie, estoy cansada de oír juicios ligeros…"

Regresé en febrero de 1969. Recorrí con rabia y lágrimas, de la mano de Luisa Guzmán, la plaza de Tlatelolco una mañana. No tuve más imaginación literaria que ponerme a preparar un oratorio teatral sobre la conquista de México, otra de esas heridas salvajes que han hecho el cuerpo de lo que llamamos, sin gran definición, la patria, el país, la nación… Siempre una tierra cosida a puñaladas, inventada como supervivencia. Elena Poniatowska y Luis González de Alba escribieron los grandes libros sobre la tragedia de Tlatelolco, y yo debí contentarme con admirarlos y sentir que hablaban, también, en mi nombre. Ahora, el encuentro fortuito con el estudiante Carlos Ortiz en la plaza de Santiago, reavivaba en mí todos estos sentimientos. No todos habían cedido, como lo previo Luisa Guzmán. El que cedí fui yo, el traidor fui yo. No pude darle el valor que debí a la lealtad y a la paciencia de mi mujer. Regresé a México y quise compensar mi mezcla de horror político y sequedad literaria con la novedad de los amores, renunciando -quizás para siempre- a adentrarme en el amor de Luisa, volverlo exclusivo, profundizar en la mujer que en esos momentos me hubiera permitido profundizar también en la política y la literatura. Quebré el hilo de Ariadna. Mi frivolidad es imperdonable. Pagaría mi alejamiento de Luisa, muchas veces, repetidas veces, a lo largo de lo que me quedaba de vida. No le supe dar, como decimos aquí, el golpe. Debí, acaso, reconstruir nuestro amor. ¿Era reconstruible, o era ya un gran vacío, una mentira, una repetición? Recorrí de su mano la plaza de Tlatelolco. La ternura y el horror se mezclaban en mi pecho; ¿era mi rechazo de esta ceremonia de la muerte sólo un pretexto para afirmar una capacidad de amor abstracta, general, sin contenido concreto? ¿Era yo incapaz de querer verdaderamente? ¿Sólo podía aturdirme multiplicando aventuras para convencerme, falsamente, de que sí podía amar? ¿Por qué no distinguí entonces el amor que ella me ofrecía, a mi lado, conocido, quizás hasta rutinario, pero cierto? Tlatelolco fue para mí un signo terrible -mi propia herida de escritor y amante- de la separación entre el fondo vital de las cosas y su expresión literaria en mi obra. Ahora, en Santiago, me iba a sentar a probarme a mí mismo que era capaz de salir de mi propio hoyo. Angustiado, también era feliz. El amor exaltado con Diana podía ser mi nuevo punto de partida. Si se agotó la vena original de mi literatura, ¿cuál sería la nueva? ¿Me lo diría el amor? La respuesta iba a depender de la intensidad de ese cariño. Por eso dejé mi casa, traicioné a mi esposa, me expuse a otra caída bárbara en el desencanto, ¿y ahora ella me pedía que pasara el día viendo cómo la maquillaban y peinaban en el set? No hay nada más tedioso que la filmación de una película. No iba a perder el tiempo. En nombre mío, en nombre de ella.

– Tú y yo compartimos una cosa -le dije una noche fría y aburrida a Diana-. Hemos perdido el momento del inicio, del debut. Se puede perder igual en el cine, en la literatura y en el amor, sabes…

– Estás hablando con una mujer que ya fue y dejó de ser a los veinte años -contestó Diana-. I was a has-been at twenty.

Le dije que siempre me había llamado la atención esa expresión de la lengua inglesa, ese "ya fue" o "ya no es", que implica un destino cerrado, terminado. Yo era demasiado optimista para pensar así; creo que somos seres incompletos, inacabados, que no hemos dicho nuestra última palabra. Leo y releo un gran verso de mi poeta favorito, Quevedo (Diana jamás ha oído hablar de él; en cambio Azucena su secretaria sí y me pide que lo repita y luego lo traduzca sentados los tres en la mesa de cenar rodeada de emplomados blancos, insulsos, de la casa rentada de Santiago).

"Ayer se fue. Mañana no ha llegado, hoy se está yendo sin parar un punto; soy un Fue y un Será y un Es cansado…"

Quizás lo que les falta a los gringos, dije con buen humor, es un sentido serio de la muerte, en vez de un sentido trágico de la fama. No hay un país que le dé tanto valor a la fama como los EE.UU. Es la culminación de la gran batahola moderna, esa salva de trompetas que desde hace medio milenio dice no basta el nosotros, ni siquiera el yo, se requiere además del nombre, el renombre, la Fama. Ya lo había dicho, para entonces, Andy Warhol, "todos seremos famosos durante quince minutos". Le pregunté a Diana si creía de veras que su fama se había acabado a los veinte años. Apoyó su cabeza rubia y recortada en mi hombro y su mano sobre mi corazón.

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