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Me hice el desentendido, pero al regresar a México busqué a mi mujer, le pedí que pasáramos juntos el Año Nuevo y cerrásemos juntos una separación de casi un año. Ella sería, una vez más, mi victoria inapelable sobre los amores pasajeros.

III

Luisa Guzmán había sido -seguía siendo- una mujer de belleza excepcional. Morena, con un color pálido, crepuscular y encendido, su piel brillaba más, en vez de oscurecerse, a la luz de sus grandes ojos negros, rasgados, casi orientales, que descansaban sobre los continentes gemelos de sus pómulos altos, asiáticos, trémulos. Era una mirada de ensoñación, lánguida y a la caza de sí misma, pero transida por una tristeza resignada y culpable. También era actriz y quería más de lo que el medio mexicano podía darle. Fue lanzada a los quince años, como aspirante al panteón de las diosas del cine mexicano, como ella morenas, altas, con ojos de duermevela y pómulos de calavera inmortal.

No le tocaron ni los papeles, ni los argumentos, ni los directores necesarios para operar ese mínimo milagro llamado el estrellato. Buscó afanosamente lo mejor, en cine, en teatro; amaba tanto su profesión que, paradójicamente, la remató. Igual que Diana Soren, hizo sólo dos o tres buenas películas. Después, con tal de trabajar, aceptaba lo que fuera. El tiempo, el desgaste, le tomó la palabra, le negó los primeros papeles, le anticipó una madurez que no era aún la suya; ella buscó los roles de "característica", las oportunidades de lucimiento que nadie entendió por excéntricas.

Cuando nos conocimos, Luisa estaba casada y yo salía de un conato frustrado de matrimonio "decente". Una tras otra, las niñas bien a las que mi situación familiar me acercaba, terminaban por abandonarme, obedeciendo a las heladas consignas de sus padres: yo no era rico, y aunque era gente decente, no pertenecía a una gran familia financiera o política y mi talento no sólo estaba por comprobarse; en el mejor de los casos, escribir es una profesión azarosa, sobre todo en América Latina: ¿quién vive de sus libros en nuestros países? De mi juventud amatoria sólo me queda el sabor de muchos labios jóvenes y frescos y la pregunta a lo largo de los años, ¿qué han dicho, cuándo perdieron su frescura, cuándo serán grietas en vez de labios? A ninguna quise más que a una novia muerta, convertida en ceniza en un accidente aéreo; no hubo en mi vida muchacha con labios más frescos. Pero su ceniza era también la de los labios de otra mujer con la que estuve a punto de casarme. Me rechazó porque yo no era suficientemente católico; era, decían sus padres, "ateo" y comunista. Se casó con un gringo de patas enormes, panza hinchada por demasiadas cervezas y una concesión de gasolineras Texaco en el Medio Oeste. Pero ellas, las novias, eran también parte de un signo desconocido, de ese horror que evoqué al principio de mi narración, consistente en adivinar la reserva poderosa de lo que aún no se manifiesta. No hay melancolía más grande que ésta: no conocer a todos los seres que pudimos amar, morir antes de conocerlos. Mis novias, besadas, tocadas, deseadas, sólo ocasionalmente poseídas, pertenecían, al cabo, a ese magma de lo desconocido o no dicho; regresaban todas ellas al vastísimo campo de mi posibilidad, de mi ignorancia.

Conocí a Luisa Guzmán antes del éxito de mi primera novela. Creo que me quiso por mí mismo, como yo la quise a ella, por su belleza y sencillez, aquélla evidente, ésta disfrazada por un tumulto de pieles, rumores, imágenes. Más que en sus películas, la había visto en los periódicos, subiendo y bajando por las escalerillas de los aviones, siempre abrazada a un gran panda de peluche. Era su marca registrada. Una imagen infantil, pero más cierta que publicitaria.

Luisa había tenido una infancia desgraciada, un padre ausente o, más bien, exiliado por el orgullo aristocrático de la madre, escritora rebelde, "gente bien" de Puebla, que siempre antepuso su egoísmo sexual y literario a cualquier deber familiar. El padre, alto, indio, rudo, se encontró con la puerta cerrada del hogar de su mujer y su hija y desapareció para siempre en la alta bruma y el olor picante de nuestras sierras. Luisa, de niña, fue enviada a un hospicio y sólo emergió, adolescente, cuando su belleza y la profesión de su madre hicieron, en la cabecita de ésta, conjunción propicia.

Dañada, Luisa me llegó como un ave herida que voló desde el escenario de un teatro de la calle de Sullivan a mis brazos que la esperaban, la ansiaban para llenar una soledad a la vez creativa e imbécil. Los meses de disciplina y abandono en los que me alejaba para siempre del mundo social de mi familia y luchaba por terminar mi propio libro, me dejaron con los brazos vacíos. Ella llegó a llenarlos con su pasión y ternura pero también con una tristeza en la mirada cautiva. Esa tristeza era una inquietud temprana para mi propia alegría. Terminé un libro; amo a una mujer.

Tardé en entender que la melancolía en los ojos de Luisa no era pasajera, sino consustancial. Venía, quién sabe, de esas sierras brumosas y enchiladas de su padre, de la mustia tristeza de las moradas poblanas y sus habitantes a menudo díscolos e hipócritas, como conviene a una región que es semillero de caciques y novicias, de hombres cruelmente ambiciosos y de mujeres cruelmente recoletas. Pero más que nada, en la belleza mestiza de mi mujer yo reconocía las sierras brumosas y enchiladas de su padre, donde se acumulan la paciencia y la bondad, junto con el rencor y la venganza.

IV

Ahora estábamos juntos en la celebración del Nuevo Año en casa de Eduardo Terrazas y Luisa lucía más guapa que nunca, morena, alta, descotada, con un traje negro que reflejaba los fulgores de su alto peinado, de sus cejas y pestañas, casi de su piel oscura que, sin embargo, brillaba como una luna indígena, esculpida, luchando por darle visibilidad a su propia, secreta, luz interior, que no tenía color; o quizás, que lo ofrecía a una paleta de emociones, situaciones y accidentes que conformaban, al mismo tiempo, la profunda firmeza y la tremenda inseguridad de esta mujer: entre las dos cualidades, se configuraba su fatalidad.

Se sentía permanente, y lo era. Todo me lo perdonaba; yo siempre había regresado. Ella era el remanso, la laguna quieta donde yo podía escribir. Conocía mi verdad. La literatura es mi verdadera amante, y todo lo demás, sexo, política, religión si la tuviera, muerte cuando la tenga, pasa por la experiencia literaria, que es el filtro de todas las demás experiencias de mi vida. Ella lo sabía. Preparaba y mantenía, como un fuego permanente, el hogar de mi escritura, esperándome siempre, pasara lo que pasara. Mis amigos lo sabían y los más generosos, si eran amigos de mis amantes, les advertían: "Nunca dejará a Luisa. Más vale que lo sepas. En cambio, en mí siempre tendrás un amigo."

Es decir, la regla más constitutiva de los donjuanes de todos los tiempos es lo que, en mexicano, se dice así: "A ver si es chicle y pega." Mi caso no era excepcional. Todos traían su chicle y trataban de pegarlo, con éxito a veces y a veces sin él. Había esposas que no toleraban esto, otras se hacían las disimuladas. Luisa y yo teníamos un pacto expreso. Aunque mi chicle pegara, yo regresaría. Yo regresaría siempre. Era mi peor chantaje. Siempre estuve expuesto a que ella me contestara con la misma moneda. Quizás lo hizo. Las mujeres -las mejores- saben guardar los secretos, no son las chismosas del estereotipo. Las mujeres más interesantes que he conocido no le comunican a nadie su vida sexual. Ni sus amigas más íntimas saben nada. Y nada intriga y excita más a un hombre que una mujer que guarde los secretos mejor que él mismo. Pero el donjuán, por definición, proclama sus triunfos, quiere hacerlos saber, quiere ser envidiado. Luisa era secreta. Yo, un despreciable merolico, un vagabundo del sexo que no merecía la lealtad, la firmeza, la fe renovada de una mujer como Luisa. Ésta era la fuerza de ella. Por eso me lo aguantaba todo. Por eso, una vez más, estaba con ella esta noche. Era

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