más fuerte que yo.
En casa de Eduardo Terrazas estaban también muchos amigos la noche de San Silvestre del 31 de diciembre de 1969. José Luis Cuevas, el extraordinario artista cuyo abrazo doloroso trata de incluir a todas las visiones marginales, excluidas, del deseo, y Berta su esposa. Fernando Benítez, mi firme y viejo amigo, el gran promotor de la cultura en la prensa mexicana, el novelista, el explorador del México invisible, y Georgina su mujer. Cuevas a los 35 años era un gato montes, fingiendo maneras de urbanidad que apenas disimulaban su naturaleza salvaje, inquieta, a punto de saltar sobre una presa de sangre caliente como la suya para destriparla, devorarla y quedarse así con la sensualidad de poder imaginarla: ¿había en él un asesino sublimado por el arte? Siempre lo he creído, así como en Benítez, hombre sensual si los hay, sexista, adorador de las mujeres pero también misógino y eremita, había en el fondo un fraile franciscano, un Bartolomé de las Casas redentor de indios, uno de esos hermanos que llegaron a salvar almas y proteger cuerpos apenas concluida la conquista de México. Era posible imaginarlo conduciendo un BMW descubierto, a toda velocidad rumbo a Acapulco y un fin de semana orgiástico, pero era igualmente posible verlo ascender a lomo de burro por una sierra inhóspita donde lo esperan, no sólo las tribus perdidas, sino los bacilos que han venido destruyendo su estómago, su páncreas, sus intestinos…
Año Nuevo. Éste del paso de 1969 a 1970 era digno de celebración porque marcaba el final de una década y el inicio de otra nueva. Aunque la verdad es que nadie se ha puesto de acuerdo sobre lo que significa ese cero al final de un año. ¿Terminaron los sesentas, se iniciaron los setentas, o reclaman los sesentas un año más, una prolongación agónica de la fiesta y el crimen, la rebelión y la muerte, de esa década repleta de acontecimientos, tangibles e intangibles, tripas y sueños, adoquines y memorias, sangre y deseo: la década de Vietnam y Martin Luther King, de los Kennedy asesinados y el Mayo Parisino, de Chicago y Tlatelolco, de Marilyn muerta…? Una década que pareció programarse para la televisión, para rellenar los horarios desiertos de las pantallas, dejándolos sin aliento, banalizando el milagro, convirtiendo a la pequeña estampilla electrónica en el pan nuestro de cada día, lo esperado de lo inesperado, el facsímil de la realidad que iba a culminar, apenas iniciados los setentas, en la primera pisada del hombre sobre la luna. Sospecha inmediata: ¿El viaje a la luna fue filmado en un estudio de televisión? Desencanto instantáneo: ¿Puede la luna seguir siendo la Diana romántica después de que un gringo dejó depositada allí su mierda?
Llegaron más invitados. La China Mendoza, periodista y escritora, era dueña de un espectacular sentido de autoafirmación durante los sesentas. En esa década de modas desaforadas, ella usaba ropa que parecía inventada por ella, no copiada de una revista. Esta noche, la recuerdo luciendo unos anteojos plateados con forma de mariposa y una minifalda que en realidad era un pijama, un babydoll color de rosa, lleno de olanes y que revelaban unos calzones que hacían juego.
Rosa, la bellísima viuda del artista Miguel Covarrubias, vino acompañada de un traficante de arte neoyorquino idéntico al actor Sydney Greenstreet, es decir, inmensamente gordo y viejo, calvo, con mechones blancos, cejas de azotador y labios de hígado. Rosa llevaba puesto uno de sus dorados vestidos de Fortuny, que se enrollan como una toalla y se despliegan como una bandera, proclamando: -Mi patria es mi cuerpo-. A punto de morir, Rosa Covarrubias desmentía su edad. Pertenecía también al panteón de las bellezas mexicanas, esas "calaveritas inmortales", como las llamó Diego Rivera al pintar a Dolores del Río. Claro que sí. Los huesos de la cara nunca se hacen viejos, son la paradoja de una muerte que por definición carece de edad, portada como insignia secreta de la belleza y su precio. Luisa Guzmán -la vi alejarse y ascender por la escalera- pertenecía a esa raza. Mientras más cerca estaba el hueso de la piel, más bello era el rostro. Pero más visible, también, la muerte. La belleza vivía de su proximidad agónica.
Con Rosa y Greenstreet venían tres marchands de tableaux ingleses que miraban con asombro y disgusto a los mexicanos abrazándose, palmeándose las espaldas y agarrándose los unos a los otros de las cinturas. El inglés siente repugnancia del tacto y brinca al mero roce de la piel ajena. Sus ideas del clima y la temperatura también son muy singulares y uno de ellos, muy parecido al primer ministro Harold Wilson, declamó las mismas palabras de Byron que yo acababa de recordar.
– El invierno inglés termina en julio y recomienza en agosto.
Dijo que hacía mucho calor y abrió una ventana. Terrazas había decorado su casa con muchísimos globos que pendían, amarrados del techo, esperando la hora del paso de un año a otro. Los globos tenían el rostro, en esténcil, del logo de la Olimpiada de 1968, diseñado por el propio Eduardo Terrazas. A punto de sonar las doce de la noche, Berta Cuevas, para anunciar el año nuevo, acercó su cigarrillo encendido al racimo de globos que simulaba, en el arte de Terrazas, las tradicionales doce uvas del festejo. No sabía que estaban inflados con gas. La explosión detonó como un terremoto seco y nos arrojó a todos al piso, contra las paredes, barriendo lo que había en las mesas, volteando sillas, ladeando cuadros. A Greenstreet le cayó un estofado del siglo XVII en la cabeza y todos los demás, Rosa, los Benítez, Cuevas y Berta, La China y yo, no veíamos a los demás, sólo teníamos conciencia de nosotros mismos, de nuestra posible muerte, de la sorpresa instantánea del accidente, de la cancelación de toda pregunta salvo una: ¿estoy vivo? En seguida vienen los reparos, el enojo, los dolores. En ese momento, sólo el azoro nos ocupaba. Todos teníamos las bocas abiertas; empezamos a reír cuando los tres ingleses, ya sin flema, se vieron al espejo para cerciorarse de sus existencias y encontraron que sus caras tenían pegados trocitos de los globos con el logo de la Olimpiada México 68. Parecían tres exploradores súbitamente transformados, por sortilegios de un sacrificio tribal, en sacerdotes tatuados por los ritos que llegaron a exterminar. Uno de ellos -recuperé mis sentidos- nos había salvado, empero, la vida al abrir la ventana para que entrara una corriente de aire llegada, qué duda cabe, desde los Altos de Escocia.
Luisa se salvó y salvó su apariencia impecable. Había subido al tocador y ahora bajó, alarmada. En ese momento, la puerta de la calle se abrió y Eduardo Terrazas entró con Diana Soren, a quien había salido a recoger en otra fiesta.
– ¿Estamos a tiempo? -preguntó el anfitrión viendo cómo nos levantábamos del piso, aturdidos.
V
¿Es posible librarse de una situación amorosa y entrar a otra sin dañar a nadie? Digo esto como simple ejemplo de las múltiples preguntas que uno se hace cuando, abruptamente, se da cuenta de que algo va a comenzar, pero sólo a expensas de lo que va a terminar. Era pequeña, rubia, con el pelo cortado como un muchacho, blanca, pálida, con ojos azules o quizás grises, muy risueños, en juego constante con la sonrisa, con los hoyuelos de las mejillas. Su vestido no era muy llamativo; un traje de noche greco-californiano, largo, que no le sentaba bien porque la hacía verse más baja de lo que era, un poco tachuela. Yo -¿quién no?- la recordaba en sus dos películas importantes. En ambas, Diana Soren hacía valer su físico de adolescente vestida como hombre. Primero fue Santa Juana y la armadura le permitía moverse con energía y ductilidad, cómoda en la guerra como jamás lo hubiera estado en una corte de miriñaques y pelucas blancas; armada para combatir como soldado, vestida de soldado. Lo pagaría caro, en la hoguera, acusada de brujería pero acaso, sin decirlo, de lesbianismo, de androginia. En cambio, en la única buena película que hizo después, en Francia, era una chica que sólo usaba playera y jeans, recorriendo los Campos Elíseos con su ejemplar del Herald Tribune ofrecido en alto… Suelta, libre, guerrera de Orleans o vestal del Barrio Latino,