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– Creen que todos somos peones y que seguimos en épocas de Don Porfirio -dijo-. No se han dado cuenta del cambio.

– ¿A pesar del 68? -le comenté.

– Eso es lo grave. Siguen como si nada. Nuestros padres son campesinos a veces, obreros, comerciantes, y gracias a su trabajo nosotros vamos a la universidad y aprendemos cosas. Les contamos a nuestros padres que tenemos más derechos de lo que ellos creen. Un campesino puede organizar una cooperativa y mandar a moler a su madre al dueño del

nixtamal…

– Que bastante muele de todos modos -dije sin suscitar la menor sonrisa del estudiante.

Continuó y ya nunca esperé humor de su parte. -…o a los dueños de los camiones que son los peores explotadores. Ellos deciden si llevan la cosecha al mercado y cuándo y por cuánto, no hay manera de repelar. Las cosechas se pudren. Un obrero tiene derecho a asociarse, no tiene por qué estar sometido a los líderes charros de la CTM.

– Ustedes les dicen esto a las gentes que trabajan aquí.

Dijo que sí. -Alguien tiene que informarlos. Alguien tiene que crearles conciencia. Ojalá que usted, ahora que está aquí…

– Estoy escribiendo un libro. Además, no puedo comprometer a mis amigos norteamericanos. Ellos están trabajando y no pueden meterse en política. Les costaría caro. Soy su huésped. Debo respetarlos. -Está bien. Otra vez será. Le di la mano y le pedí que no se molestara. Podíamos juntarnos a tomar un café, un día de estos. Sonrió. Tenía una dentadura atroz. Era, sin embargo, alto, garboso, con una mirada lánguida y un bigote zapatista pero caído, ralo, como su barba, inconclusa, esparcida, casi púbica.

– Mi nombre es Carlos Ortiz.

– Vaya, somos tocayos.

Eso sí le dio gusto. Me agradeció que se lo dijera y hasta sonrió.

De noche, Diana y yo seguíamos construyendo nuestra pasión. No me atrevía a preguntarle nada sobre sus amores pasados, ni ella me preguntaba sobre los míos. Había aventurado dos ideas: la compañía de la muerte, la tendencia natural al triángulo. En realidad, lo que ambos queríamos en esa etapa de nuestra relación era sabernos únicos, sin precedentes, e irrepetibles. Las primeras noches se sucedían en palabras y actos, actos y palabras, a veces unas antes de otros, a veces al revés, rara vez al mismo tiempo, porque las palabras del coito son irrepetibles, grotescas a menudo, infantiles, sucias muchas veces, sin interés ni excitación más que para los amantes.

En cambio, las palabras antes o después del acto tendían siempre, en estos primeros días en Santiago, a proclamar la alegría y singularidad de lo que nos ocurría. Con Diana Soren en mis brazos, llegué a sentir que no había escrito nada con anterioridad. El amor era empezar de nuevo. Ella alimentaba y fortalecía esta idea, pues llegó a decirme que nos estábamos conociendo en la creación, antes del pasado, antes de Iowa y la faldita y la luna, llegó a decir. Lo transmutaba todo, al cabo (y yo se lo agradecía) en una fantástica visión de la alegría como simultaneidad. A veces gritaba en el orgasmo, ¿por qué no pasa todo al mismo tiempo? No era una pregunta; era un deseo. Un ferviente deseo al cual yo me uní. Soldado a su carne y a sus palabras. Sí, por favor, que todo ocurra al mismo tiempo…

Éramos únicos. Todo empezaba con nosotros. Entonces se entrometía la literatura. Recordaba a Proust: "…conocer de nuevo a Gilberte como en el tiempo de la creación, como si aun no existiera el pasado". Y de allí sólo había un paso al bolero que a veces entraba por la ventana con la voz de Lucho Gatica, desde los cuartos de los criados, "No me preguntes más/, déjame imaginar/ que no existe el pasado/ y que nacimos/ el mismo instante en que nos conocimos…"

No había leído aún, es cierto, la frase de una novela de su marido, Iván Gravet, en la que dice, más o menos, que una pareja existe mientras es capaz de inventarse o porque es preferible la mierda a la soledad. El problema de la pareja es dejar de inventarse.

Prefería pensar que estaba capturado dentro del cuerpo de esta mujer, como un feto que se va gestando y que teme, al ser arrojado al mundo, perder a la madre nutriente, Diana, Artemisa, Cibeles, Astarté, Diosa original…

– Me encanta tu frente nublada -me decía Diana cuando yo pensaba estas cosas.

– Tú, en cambio, siempre tienes la frente clara…

– Ah -exclamó ella-, es que si me ves sufrir un día, lo tendrás que pagar.

IX

Apenas llegué a la casa tomada para Diana, reclamé, como los exploradores españoles del siglo XVI, un espacio para mí y allí instalé mi máquina portátil, mi papel y mis libros. Diana me miró con una sorpresa sonriente.

– ¿No vienes al set conmigo?

– Ya ves que no. Acostumbro escribir de ocho a una.

– Quiero lucirte en el set, quiero que me vean contigo.

– Lo siento. Nos veremos todas las tardes, cuando termine la filmación.

– Mis hombres siempre me acompañan al set -acentuó la sonrisa.

– Yo no puedo, Diana. Nuestra relación se vendría abajo en veinticuatro horas. Te amo de noche. Déjame escribir de día. Si no, no nos vamos a entender, palabra.

La verdad es que yo estaba en medio de una crisis de creación que yo mismo aún no medía. Mis primeras novelas tuvieron éxito porque un público lector nuevo en México se reconoció (o, todavía mejor, se desconoció) en ellas, dijo así somos o así no somos, pero en todo caso le dio una respuesta interesada y a veces hasta apasionada, a tres o cuatro libros míos que eran vistos como puente entre un país convulso, mustio, rural, encerrado y una nueva sociedad urbana, abierta y acaso demasiado abúlica, demasiado cómoda e inconsciente. Un espectro de la realidad mexicana se desvanecía, sólo para que otro tomase su lugar. ¿Cuál era mejor? ¿Qué sacrificábamos en uno y otro caso? -Siempre te agradeceré -me dijo una compañera de trabajo en la Cancillería, cuando se publicó mi primera novela y yo necesitaba un salario burocrático-, que hayas mencionado la calle donde yo vivo. Nunca antes la había visto en letra de molde, en una novela. ¡Gracias!

La verdad es que el tema social de esos libros no tenía para mí verdadero valor si no iba acompañado, también, de una renovación formal del género novelesco. La manera cómo lo decía era para mí tan importante o más que la materia de lo que decía. Pero todo escritor tiene una relación primaria con los temas surgidos de su medio, y una relación mucho más elaborada con las formas que inventa, hereda, copia o parodia -toda novela contiene estas vertientes, se nutre de estos surtidores, novela e impureza son hermanas; novela y originalidad, consuegras. No quise repetir el éxito de las primeras novelas. Acaso me equivoqué en buscar mi nueva fraternidad sólo en la forma, divorciándome de la materia. El hecho es que un día llegué al agotamiento palpable entre el fondo vital y la expresión literaria.

Viví varios años en París, Londres y Venecia, buscando la nueva alianza de mi propia vocación. La encontré, acaso y pasajeramente, en un canto fúnebre a la modernidad que se nos agotaba por igual a todos, europeos y americanos. íbamos a cambiar, nos gustara o no, de piel. Las agitaciones de los años sesenta en todo el mundo no me ayudaron; sólo hicieron presente que la juventud estaba en otra parte, no en un escritor mexicano que en 1968, el año crucial, cumplió los cuarenta. Pero ese mismo año hubo la matanza de la Plaza de las Tres Culturas en México y la noche de Tlatelolco. El asesinato impune de centenares de jóvenes estudiantes por las fuerzas armadas y los agentes gubernamentales, nos hermanó a todos los mexicanos, más allá de nuestras diferencias biológicas o generacionales. Nos hermanó, quiero decir, no sólo en partidos sino en dolor; pero también nos dividió en posiciones en contra o a favor del comportamiento oficial. José Revueltas fue a la cárcel por su participación en el movimiento renovador; Martín Luis Guzmán alabó en una comida del Día de la Libertad de Prensa al Presidente Gustavo Díaz Ordaz, responsable de la matanza. Octavio Paz renunció a la embajada en la India; Salvador Novo entonó un aria de agradecimiento a Díaz Ordaz y las instituciones. Yo, desde París, organicé solicitudes de libertad para Revueltas y condenas a la violencia con que el gobierno, a falta de respuestas políticas, daba contestación sangrienta al desafío de los estudiantes. Éstos, ni más ni menos, eran los hijos de la revolución mexicana que yo exploré en mis primeros libros. Eran los jóvenes educados por la revolución que les enseñó a creer en democracia, justicia y libertad. Ahora ellos pedían sólo eso y el gobierno que se decía emanado de la revolución les contestaba con la muerte. El argumento oficial, hasta ese momento, había sido: Vamos a pacificar y estabilizar a un país deshecho por veinte años de contienda armada y un siglo de anarquía y dictadura. Vamos a dar educación, comunicaciones, salud, prosperidad económica. Ustedes, a cambio, van a permitirnos que para alcanzar todo esto, aplacemos la democracia. Progreso hoy, democracia mañana. Se los prometemos. Éste es el pacto.

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