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Digo que me engañaba solo. Vendrían otras tentaciones irresistibles. Las actrices extranjeras se aburren en periodo de locación. Quieren compañía pero no peligro. Se comunican nombres entre ellas: en la India, Fulano; en Japón, Mengano; en México, Zutano. Caballeros que te sacan a pasear, son correctos, guapos, inteligentes, lucidores, buenos amantes, discretos… ¿Cómo resistir la parada de bellezas que formaban parte de ese circuito de información al cual, para mi alegría eterna, yo pertenecí a los cuarenta años de edad? ¿Cómo negarme al juego de espejos en el que se iban reflejando, imagen dentro de la imagen dentro de la imagen, la pasión y los celos, el deseo y el amor, la juventud y la vejez, el pacto del amor y el pacto diabólico: aplázame el día del juicio, déjame gozar un día más de mi juventud, de mi sexo, de mis celos, de mis deseos… pero también de mi pacto con Luisa. ¿Tan largo me lo fiáis?

Ella no se engañaba. "Siempre regresará a mí", le decía a nuestros amigos. Sabía que debajo de esta marea incesante se sedimentaba, sin embargo, una estabilidad necesaria en la que el amor y el deseo se unieran sin violencia, descartando la necesidad del celo para incrementar el deseo, o la necesidad de la culpa para agradecer el amor. Luisa esperaba pacientemente, detrás de su hermosísima máscara mestiza, el día inevitable en que una sola mujer me diera todo lo que yo necesitaba. Una sola. No era ella.

Se fue Diana. Se fue cuando empezaban las lluvias en México y el aire volvió a ser de cristal y oro por un solo día.

XXXI

Una parte del drama final de Diana Soren lo leí en los periódicos.

Diana salió de México embarazada. Yo no lo sabía. La FBI sí. Con esta información a la mano, decidieron destruir a Diana. ¿Por qué? Porque era una figura emblemática del radical chic hollywoodense, la celebridad que presta su fama y entrega su dinero a las causas radicales. Diana, cuando la conocí, era partidaria de los Panteras Negros. Ya he contado cuál fue la relación que yo conocí, de noche y por teléfono. Conocía los matices de su apoyo. La FBI no sabe de sutilezas. Quiero imaginar que "el gran público" norteamericano hacía una diferencia, por ejemplo, entre la política integracionista de un Martin Luther King y la política separatista de un Malcolm X. Creo que durante los años de los que estoy hablando, muchos norteamericanos blancos (muchos amigos míos) apoyaron la protesta civil de King como un ideal progresista: la integración gradual del negro a la sociedad blanca de los EE.UU., la conquista por el negro de los privilegios del blanco. Malcolm X, en cambio, abogaba por una nación negra separada, opuesta al mundo blanco pues éste sólo conocía y aceptaba la injusticia. Si el mundo blanco era injusto consigo mismo, ¿cómo no iba a serlo con el mundo negro? Ambos, a la postre, vivirían en dos guetos separados por el color pero unidos por el dolor, la violencia, las drogas y la miseria.

Esta confrontación necesitaba un puente. Diana conoció en París a James Baldwin, el escritor que compartía con ella dos cosas, por lo menos: el exilio como soledad, y la búsqueda de otro norteamericano como fraternidad. Baldwin, entre los extremos, introducía la duda perpetua, enturbiaba a propósito las aguas para que nadie creyera -dos caras de la misma moneda- en la facilidad de la justicia o en la fatalidad de la injusticia raciales. Baldwin no quería la integración humillada, caritativa. Tampoco quería que la unión del negro con el negro fuese la cadena del odio al blanco. Al blanco y al negro, al sureño y al norteño, Baldwin les pedía lo más simple y lo más difícil también: Trátennos como seres humanos. Nada más.

"Mírame", le pidió Baldwin a Diana, "mírame y pregúntate sobre la vida, las aspiraciones y la humanidad universal escondidas bajo mi piel oscura…"

Por las conversaciones nocturnas de Diana, creí que ella pensaba así. Quería ser dura contra el racismo y contra la hipocresía blanca, pero quería ser dura también contra un mundo negro separado radicalmente del blanco. La explicación me parece, habiéndola conocido, bien clara. Diana Soren quería verse como otra para verse como era. Corrió el peligro de sólo ver al negro que deseaba ver, y lo pagó caro. La FBI, como la KGB, la CÍA, la GESTAPO o la DINA de Pinochet, necesitan simplificar el mundo para designar claramente al enemigo y aniquilarlo sin arriére-pensées. Las agencias político-policíacas que son los guardianes del mundo moderno y su bienestar necesitan enemigos confiables para justificar su empleo, su presupuesto, el pan de sus hijos.

Decidieron en Washington que Diana Soren llenaba perfectamente este papel. Famosa, bella, blanca, Santa Juana de las causas radicales (yo le llamé partera de revolucionarios sin imaginar que mi metáfora iba a ser, cruelmente, realidad) Diana fue observada y acosada invisiblemente y en silencio por la FBI. La agencia policiaca esperaba el momento de destruirla. Era cuestión de oportunidad. Diana Soren era destruible. Más que nadie. Creía que la injusticia se combatía no sólo con política, sino con sexo, con amor y con el abismo romántico. Esto la hacía perfectamente vulnerable. Cuando la Agencia se enteró del embarazo de Diana en México o poco después, vieron la oportunidad de moverse, al fin, contra ella, aprovechando su flaqueza.

Entendí entonces las advertencias del general Agustín Cedillo y me maldije por no haber encontrado a Mario Moya en México o, simplemente, de haberle creído a Diana, de no haberla relegado al desdén ("eres una paranoica") o de haberme encerrado, después, en la prisión de mis celos. Pero al cabo, ¿qué podía hacer yo? Supe muy tarde de estos sucesos. ¿Era yo el padre? No lo creo. Nuestras precauciones siempre funcionaron. ¿Lo era entonces el joven Carlos Ortiz, mi sucesor en los favores de Diana? Esto era más posible. En él, ella veía a un héroe revolucionario; en mí, una tediosa repetición de su propio marido.

Sin embargo, un revolucionario mexicano no tiene fuerza simbólica suficiente para que reaccione el gran público blanco, puritano y democrático, de los USA. Es como tener un hijo con Marión Brando -¡Viva Zapata!, una experiencia exótica, asimilable. Pero que la estrella blanca, rubia, de ojos azules (¿o eran grises?), descendiente de inmigrantes suecos, nacida en un pueblecito del Medio Oeste, criada entre fuentes de soda y películas de Mickey Rooney, luterana, graduada del High School local, novia genérica del equipo de fútbol, y singularmente de un chico sano y fuerte, privilegiada por los dioses, escogida entre doscientas mil aspirantes para interpretar a una santa; rica, libre, casada con un hombre famoso, mimada por el jet set; que esta favorita del Dios Blanco descienda al sótano del cruce de razas, de la turbia y oscura entrega de la femineidad caucásica a una brutal verga negra, esto era remover la noche del alma norteamericana, resucitar los fantasmas sangrientos de la castración, de los negros colgados con sus testículos en la boca, de las cruces en llamas, de las cabalgatas del Klan… Un mulato sólo era aceptable, imaginable, como hijo de hombre blanco y de mujer negra, el producto de un capricho o una desesperación del amo en la plantación, el amo blanco demasiado respetuoso de su mujer blanca, el amo blanco con derecho de pernada feudal, el amo blanco enervado por el largo embarazo de su propia mujer, el padre de los mulatos: un patriarca blanco… Pero que una mujer blanca fuese la matriarca del mundo canela, la pobladora de los bosques de niños bastardos, mestizos, degradados, del Nuevo Mundo, de la utopía americana, eso no, eso repugnaba a la conciencia más liberal, eso iba al centro mismo del pulso norteamericano, removía las tripas y los cojones de la decencia norteamericana. Tenía que ser un niño negro, hijo de un revolucionario negro y de una frívola, enloquecida actriz blanca. De lo contrario, se llegaba al horror total. La blanca era esclava del negro.

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