El mar, en invierno, aúlla alrededor de la isla, pero no tanto como mis invitados al Bar La Ópera, donde cometí la imprudencia de invitar, indiscriminadamente, a todas mis novias del momento, haciéndole creer a cada una que ella era la favorita. Me encantaba fomentar estas situaciones, en las que la pasión disimulada, el rencor en trance de aumentar la pasión y el celo a punto de derramarse como una herida que mancha nuestras blusas, nuestras camisas, como si sangrásemos por los pezones, todo ello, me permitía ver claramente las fragilidades del sexo y celebrar, en cambio, el vigor de la literatura. No sólo invité a mis amantes a la fiesta de la Ópera, sino a los nuevos escritores de La Onda, José Agustín, Parménides García Saldaña, Gustavo Sainz, que eran quince años menores que yo y merecían coronas ya marchitas sobre cabezas más viejas, como la mía. Libérrimos, desenfadados, humoristas, enemigos a muerte de la solemnidad, escribían a ritmo de rock y eran las estrellas naturales de una fiesta que, además, quería decirle al gobierno autoritario y asesino del 2 de Octubre de 1968: Ustedes duran seis años. Nosotros duramos toda la vida. Su saturnalia es sangrienta y opresiva. La nuestra es sensual y liberadora.
Semejantes justificaciones no me absolvían de la frivolidad, más que de la crueldad, de mis juegos eróticos. Creía entonces, a pesar de todo, que la literatura, mi evangelio, lo excusaba todo. Otros, en nombre de ella, sucumbían a la droga, el alcohol, la política, incluso la riña como deporte literario. Yo, y no era el único, sucumbí al amor pero me reservaba un derecho de distancia, de manipulación, de crueldad. Asumía gustoso las vestiduras de Beltenebros, el Lucifer que habita la deslumbrante armadura moral del héroe de caballerías, Amadís de Gaula. Apenas pierde su heroicidad y sucumbe a la pasión, Amadís se convierte en su hermano enemigo, el Bello Tenebroso: Donjuán. Y la tentación donjuanista es una tentación erótica aunque también literaria. Don Juan dura porque nada lo puede satisfacer (o como cantaría la mejor encarnación contemporánea de Don Juan injertado con Lucifer, you can't get no satisfaction). Es la insatisfacción del Burlador sevillano la que le abre las puertas de la metamorfosis perpetua. Siempre deseoso, siempre ávido, jamás termina, nunca muere, se transforma. Nace joven y con escasos amores (dos o tres en Tirso), se hace viejo en un instante, saciado pero insatisfecho, malo y cruel caballero (en Moliere). El querube perverso y juvenil de Tirso se convierte en la máscara mortal de Louis Jouvet, una gárgola gálica racionalista que ya no cree en el plazo infinito de la vida adolescente ("tan largo me lo fiáis") sino que es, él mismo, el portador de la máscara de la agonía. Byron, para evitar la competencia, doma a Donjuán y lo sienta a tomar té con la familia en uno de esos inviernos ingleses que "terminan en julio y recomienzan en agosto". Pero le da un giro argentino a esta metamorfosis doméstica. Donjuán descubre que no está enamorado del amor, sino de sí mismo. El amor de Donjuán por Donjuán es una trampa imperiosa -no menos que la del amor.
Ser todo esto, qué sueño, qué elixir, el Donjuán de Gautier, Adán expulsado del paraíso pero que retiene la memoria de Eva, la memoria encarcelada que lo ata a la búsqueda perpetua de la amante y madre perdida; el Don Juan de Musset, hundido en un mundo de cantinas y burdeles, donde espera encontrar a "la mujer desconocida". Se engaña; sólo busca a Donjuán y aunque todas las mujeres se parecen a él, ninguna era él. Pero acaso el verdadero Don Juan, el más público por ser el más secreto, es el de Lenau, el que admite que quiere poseer simultáneamente a todas las mujeres. Éste es el triunfo final de Don Juan, su placer más seguro. Tenerlas a todas al mismo tiempo.
– Esta noche he de gozarlas. A todas. Más que la ubicuidad, el placer de Donjuán, sin embargo, depende del disfraz y el movimiento. Es como el tiburón: tiene que moverse constantemente para no hundirse al fondo del mar y morir. Se mueve, y se mueve enmascarado, el antifaz encubre su condición larvada, imitante, metamórfica. Se mueve y cambia tan rápidamente que sus propias imágenes no logran alcanzarlo. Ni Aquiles ni la Tortuga, Donjuán es la parábola del hombre disfrazado cuyos disfraces corren siempre detrás de él. Está desnudo. Goza desnudo. Mas para moverse, debe vestirse, disfrazarse y sin embargo dejar atrás el último disfraz, conocido ya, adivinado ya, antes de asumir el siguiente. En su desamparo momentáneo, en su desnudez de Duchamp subiendo por los balcones y bajando por las escaleras, Donjuán es Donjuán sólo para dejar atrás su propia imagen. Corre, inalcanzable por cualquier imagen que quisiera fijarlo, experimentando la velocidad del placer en la velocidad del cambio, venciendo todas las fronteras. Don Juan es el fundador del Mercomún Europeo, tiene amantes en Alemania, Turquía y en España, nos informa Mozart, son ya mil y tres. Maquiavelo del sexo, figura disfrazada para escapar la venganza de padres y maridos, pero, sobre todo, para escapar al tedio… Así quería, secreta, ridícula, dolorosamente, ser yo…
Mínimo Don Juan cuarentón de la noche mexicana, yo aspiraba como hombre a este poder de metamorfosis y movimiento, pero sobre todo lo deseaba como escritor. Amando o escribiendo, nada es más excitante o más bello que reconocer la resistencia mutua entre el poder que ejercemos sobre un semejante y el poder que el otro -hombre o mujer- ejerce sobre nosotros. Todo lo demás se esfuma en medio de la tormenta inasible de la mutua atracción, de la resistencia que, por afán de poder, o de mera supervivencia, o acaso de perversidad, le oponemos a la atracción ajena. El encanto de esta lucha, claro está, es sucumbir a ella. ¿Cómo? ¿Con quién? ¿Cuándo? ¿Por cuánto tiempo? Este es el terreno común del sexo y la literatura. Pasa un ángel con alas de ceniza. Don Juan es ese ángel negro, Eros mancillado, Cupido en llamas, Puto de sí mismo, que deposita en la oreja, los párpados, los orificios nasales, las orejas, la boca, el culo, los culos, el occipucio si falta hiciese, del ser amado, las semillas de una sonrisa, de una voz, de una mirada. De un deseo. Pues Beltenebros, el melancólico, me habla calladamente al oído y me dice: "Nada habrá más triste que el sabor de las mujeres que nunca tendrás, de los hombres que perdiste por miedo, por convención, por temor a dar el paso prohibido, por falta de imaginación, por incapacidad de transformarte, como Don Juan, en otro."
Quiero ser muy franco en este relato y no guardarme nada. Puedo herirme a mí mismo cuanto guste. No tengo, en cambio, derecho de herir a nadie que no sea yo, a menos, en todo caso, de que primero me entierre yo mismo el puñal que, amorosamente, acabo compartiendo con otra. Señalo, de arranque, los temores que me asaltan. Trato de justificar sexo con literatura y literatura con sexo. Pero el escritor-amante o autor- al cabo desaparece. Si grita, se desintegra. Si suspira, se funde. Hay que ser consciente de esto antes de afirmar, por encima de todas las cosas, que la vida nunca es generosa dos veces.
Aquella noche en La Ópera, en un escenario viscontiano, es decir, operístico, sentí que yo mismo me enterraba el puñal con demasiada frecuencia, hiriéndome a mí mismo más que a las mujeres que pretendía manipular pero que, lo sabía demasiado, podían contestarme con la misma moneda. Escogí a una, me gané el odio de las demás y con Styron y Terrazas salimos al día siguiente a Guadalajara y a la costa del Pacífico, donde se inauguraba el Hotel Camino Real de Puerto Vallarta, obra del arquitecto mi amigo.
Allí mismo recibí la lección prevista. La muchacha con la que viajaba dejó una tarde, como quien no quiere la cosa, una carta sobre nuestra cama de hotel. Se la dirigía a otro novio suyo, haciendo una cita para el Año Nuevo que, desde luego, se negaba a pasar conmigo. "Los escritores sólo para un ratito, porque me alimentan el coco para querer mejor contigo, cariño. Los rucos, además, tienen sus placeres… como tomar champaña todo el día. Eso me causa agruras. Tenme listos mis refrescos, lico lico. Recuerda que yo sin mis cocacolas de plano no celebro…"