– No. No se puede. -¿Nunca regresas a tu pueblo natal? -Sí. Por eso sé que no se puede regresar. -No te entiendo.
– Es una farsa. Tengo que fingir que los quiero. Levantó la cara. Miró mi mirada inquisitiva y dijo rápidamente, como para desembarazarse: -Mis padres. Mis amigos de la escuela. Mis novios. Los detesto. -¿Porque se quedaron allí, en el hoyo?
– Sí. Pero también porque allí se salvaron. No tuvieron que representar papeles, como yo. Quizás los odio porque los envidio.
– Eres actriz. ¿Qué tiene de extraño…?
– Iowa, Iowa -rió con un punto de desesperación-: No sé si los americanos debíamos exiliarnos todos, como Baldwin y yo, o quedarnos todos en casa, como mis padres y mis novios. Quizás nuestro error, el error de los Estados Unidos, es salir al mundo. Nunca entendemos lo que pasa fuera de casa. Somos unos payos, como tú dices, unos bicks. ¡Hollywood! Imagínate, si no sabes hasta el último chisme, quién se acuesta con quién, qué salario le pagan a cada cual, creen que eres un tarado, un analfabeta. Todos sus chistes son sobre asuntos provincianos, locales. Chistes de familia, ¿sabes? No entienden a alguien como yo, que nunca les da el gusto de contar chismes o de enterarlos de mis amores.
– Baldwin también dice que Europa tiene lo que a ustedes les falta, un sentido de la tragedia, del límite. En cambio, ustedes tienen lo que le falta a los europeos, un sentido de las posibilidades ilimitadas de la vida… Una energía que…
– Me gusta. Eso me gusta. Me gusta.
La mano ardiente de Diana en la mía cuando la fiesta terminó y sólo quedamos ella, Terrazas y yo. Diana nos invitó a tomar la del estribo en la suite de su hotel y Eduardo dijo que nos dejaría allí mientras él iba a recoger a una amiga al Anderson's en el Paseo de la Reforma y luego se reunía con nosotros en el Hilton, que no estaba lejos.
Nunca llegó. Diana y yo nos divertimos escribiendo telegramas conjuntos a todos nuestros amigos parisinos. Seguimos hablando de Hollywood, ella, de México, yo, bebiendo champaña y empezando a jugar el uno con el otro, mientras yo me juraba que nunca la amaría, que el campo del amor era demasiado vasto para sacrificarlo al amor, que esa misma noche pude haberla sustituido con otras, muchas, que amarla era sin embargo una tentación excitante y que yo nunca quería preguntarme, más tarde, si me podía privar de ella… Esta noche, sí, pude dejarla, pretextar lo que fuera y salir de esa suite que parecía un set de la MGM en un hotel destinado a desplomarse en el próximo gran temblor de la ciudad
de México.
Mientras ella se desvestía, yo miraba desde la ventana de la recámara la estatua del rey azteca, Cuauhtémoc, vigilando, con la lanza en alto, los placeres de su ciudad perdida.
VI
Durante el largo, maravilloso primero de enero de 1970 en la suite del Hilton ya no nos vestimos, usamos toallas cuando los meseros subían el servicio de cuartos, descubrimos mil detalles que nos unieron, los dos habíamos nacido en noviembre, los escorpiones se adivinan, no le gustaba que la llamara gamine como empecé a hacerlo, dejé de hacerlo, en cambio a los dos nos gustaba la palabra francesa desolé, desolado, lo siento mucho, empezamos a repetirla a toda hora, desolé de esto, desolé de lo otro, sobre todo al pedirnos el uno al otro un poco de amor físico, nos declarábamos désolés, lo siento mucho, pero quisiera besarte, lo siento más, pero puedes acercarte… Desolados.
Acercarme. Cada vez que lo hacía, todo lo demás iba quedando atrás, se esfumaba como la noche misma al clarear el primer día del año sobre el cruce de Reforma e Insurgentes. Mi bella y siniestra ciudad, centro de todas las hermosuras y todos los horrores concebibles, México D. F. Los encuentros en mi ciudad eran ocasionados demasiadas veces por la soledad o por la necesidad de chorcha, de grupo, de pertenencia. La vida sexual en la ciudad de México, a partir de cierto nivel de ingresos (todo aquí lo determinan las brutales diferencias de clases) es una resbaladilla, un tobogán de placeres inciertos, parciales, inmediatos, jamás pospuestos, que sólo terminan con la muerte.
Entonces, al morir, nos damos cuenta de que siempre estuvimos muertos.
Diana no. Así como enfurecía a las comadres de Beverly Hills porque nadie sabía nunca con quién se acostaba en una ciudad donde todas lo proclamaban, hacerlo, ahora, me constaba a mí, era un acto pleno, querido, no accidental, y sin embargo, no sé por qué lo sentí así, peligroso. Me dije, al caer la tarde y recordando el placer de hacer el amor con Diana, que no nos hacíamos ilusiones, ni ella ni yo. Nuestra relación era pasajera. Ella estaba aquí para filmar una película, yo era el favorecido de una fiesta de Año Nuevo. Pasajera, pero no gratuita, no un pis aller, un a falta de otra cosa, o como expresivamente se dice en México, un peor-es-nada. Peoresnada, ninguno, Don Nadie, pelagatos. Los mexicanos y los españoles nos deleitamos en negar o rebajar la existencia del otro. Los gringos, los anglosajones en general, son mejores que nosotros al menos en eso. Se preocupan más por el de al lado, se conciernen más que nosotros. Por eso, quizás, son mejores filántropos. Nuestra crueldad hidalga, vestidos de negro y con la mano sobre el pecho, es más estética, pero más estéril. Me intrigaba conocer en Diana precisamente, la calidad interna de la crueldad, de la destrucción, en una mujer, lo sabíamos todos, tan solidaria, tan entregada a causas liberales, nobles, compasivas. Su nombre aparecía en todos los manifiestos contra el racismo, por los derechos civiles, contra la OAS y los generales fascistas de Argelia, por la protección de los animales… Hasta tenía una sudadera con la efigie del icono supremo de los sesenta, el Che Guevara, convertido, con su muerte brutal en 1967, en Chic Guevara, el salvador de todas las buenas conciencias del llamado Radical Chic europeo y norteamericano, esa capacidad occidental de encontrar paraísos revolucionarios en el tercer mundo y, en sus aguas lústrales, lavarse de sus pecados de egoísmo pequeño burgués… Qué duda cabía.
Ernesto Guevara, muerto, tendido como el Cristo de Mantegna, era el cadáver más bello de la época que nos tocó. Che Guevara era el Santo Tomás Moro del Segundo (o Enésimo) Descubrimiento Europeo del Nuevo Mundo. Desde el siglo XVI, somos la Utopía donde Europa puede lavarse de sus pecados de sangre, avaricia y muerte. Hollywood era la Sodoma norteamericana que enarbola banderas revolucionarias para disfrazar sus vicios, su hipocresía, su hambre de lucro puro y simple. ¿Era distinta Diana, o era una más de esa legión de utopistas californianos, pasada, además, gracias a su marido, por el alambique del sentimentalismo revolucionario francés?
Nunca dejé de pensar estas cosas. Pero el encanto, la seducción, la infinita capacidad sexual de Diana, me embriagaban, me intrigaban, abolían mi capacidad de juicio. Después de todo, me dije, ¿qué puedo criticarle a ella que no pueda, antes, criticarme a mí mismo? Hipócrita actriz, mi semejante, mi hermana. Diana Soren.
Yo tenía en la boca un sabor de durazno. Reconozco que antes de esa noche desconocía el uso de untos vaginales con sabor a frutas. Iría descubriendo, en las noches siguientes, sabores de fresa, de pina, de naranja, recordando los helados que de niño me gustaba lamer en una maravillosa nevería de la ciudad llamada La Salamanca, donde las frutas mexicanas, tan singulares, se convertían en nieves sutiles, vaporosas, derretidas en su plenitud misma al tocar nuestras lenguas y paladares, entregando su plenitud en el instante de evaporarse. Imaginaba a Diana con los sabores de mi infancia en su vagina, mamey, guayaba, zapote, guanabana, mango… Ella hacía un uso maravilloso, y para mí, desde ahora, imaginable, de un producto comercial excéntrico, la crema vaginal con sabor a fruta…En cambio, nada podía mi imaginación contra la ropa interior que ella guardaba en los cajones del hotel. No intentaré describirla. Era indescriptible. Era una incitación, un regalo, una locura. La calidad de los encajes y las sedas, la manera de entretejerse, abrirse y cerrarse, revelar y ocultar, imitar y transformar, parecerse y desaparecerse, contrastaban maravillosamente con esa simplicidad guerrera, andrógina, que ya noté: Diana la santa combatiente, Diana la gamine parisina. Me censuré a mí mismo. Ella odiaba esa palabra. Desolé.