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Anduvimos por la fuente de los Relatores hasta la plazuela de Antón Martín; y como para darle razón a la Lebrijana -yo seguía al capitán muy apesadumbrado- subimos luego hasta el mentidero de representantes. Era éste uno de los tres famosos de Madrid, siendo los otros el de San Felipe y las losas de Palacio. El que hoy nos ocupa estaba en el cuartel habitado por gentes de pluma y teatro, en un ensanchamiento empedrado en la confluencia de la calle del León con las de Cantarranas y Francos. Había cerca una posada razonable, una panadería, una pastelería, tres o cuatro buenas tabernas y figones, y cada mañana se daba cita allí el mundillo de los corrales de comedias, autores, poetas, representantes y arrendadores, amén de los habituales ociosos y la gente que iba a ver caras conocidas, a los galanes de la escena o a las comediantas que salían a la plaza, cesta al brazo o con sus criadas detrás, o se regalaban en la pastelería después de oír misa en San Sebastián y dejar su limosna en el cepillo de la Novena. El mentidero de representantes gozaba de justa fama porque, en aquel gran teatro del mundo que era la capital de las Españas, el lugar resultaba gaceta abierta: se comentaba en corros tal o cual comedia escrita o por escribir, corrían pullas habladas y en papeles manuscritos, se destrozaban reputaciones y honras en medio credo, los poetas consagrados paseaban con amigos y aduladores, y los jóvenes muertos de hambre perseguían la ocasión de emular a quienes ocupaban, defendiéndolo cual baluarte cercado de herejes, el Parnaso de la gloria. Y lo cierto es que nunca dióse en otro lugar del mundo semejante concentración de talento y fama; pues sólo por mencionar algunos nombres ilustres diré que allí vivían, en apenas doscientos pasos a la redonda, Lope de Vega en su casa de la calle de Francos y don Francisco de Quevedo en la del Niño; calle esta última donde había morado varios años don Luis de Góngora hasta que Quevedo, su enemigo encarnizado, compró la vivienda y puso al cisne de Córdoba en la calle. Por allí anduvieron también el mercedario Tirso de Molina y el inteligentísimo mejicano Ruiz de Alarcón: el Corcovilla a quien la bilis propia y la aversión ajena barrieron de los escenarios cuando sus enemigos reventaron El Anticristo, destapando en pleno corral de comedias una redoma de olor nauseabundo. También el buen don Miguel de Cervantes había vivido y muerto cerca de Lope, en una casa en la calle del León esquina a Francos, justo frente a la panadería de Castillo; y entre la calle de las Huertas y la de Atocha estuvo la imprenta donde Juan de la Cuesta hizo la primera impresión de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Eso, sin olvidar la iglesia en la que reposan hoy los restos del manco ilustre, la de las Trinitarias, donde Lope de Vega decía misa, y en cuya comunidad de monjas moraron una hija suya y otra de Cervantes. Por no faltar a lo español y a lo ingrato, conceptos siempre parejos, señalaré que también estaba cerca el hospital donde el capitán y gran poeta valenciano Guillén de Castro, autor de Las mocedades del Cid, moriría cinco años más tarde, tan indigente que hubo que enterrarlo de limosna. Y pues de miseria hablamos, recordaré a vuestras mercedes que el infeliz don Miguel de Cervantes, hombre honradísimo que apenas pidió otra cosa que pasar a las Indias alegando su condición de mutilado en Lepanto y esclavo en Argel, y ni siquiera eso obtuvo, había fallecido diez años antes de lo que ahora narro, el dieciséis del siglo, pobre, abandonado de casi todos, siendo llevado a su sepulcro de las Trinitarias por aquellas mismas calles sin acompañamiento ni pompas fúnebres -ni relación pública hubo de sus exequias-, y luego arrojado al olvido de sus contemporáneos; pues hasta mucho más tarde, cuando en el extranjero ya devoraban y reimprimían su Quijote, no empezamos aquí a reivindicar su nombre. Final este que, salvo contadas excepciones, nuestra desgraciada estirpe acostumbró siempre a deparar a sus mejores hijos.

Encontramos a don Francisco de Quevedo despachando una empanada inglesa, sentado a la puerta del figón del León, en la desembocadura de la calle Cantarranas con el mentidero, junto a la tienda de tabaco. El poeta pidió otro jarro de Valdeiglesias, dos tazas y dos empanadas más, mientras acercábamos taburetes para acomodarnos a su mesa. Vestía de negro como siempre, su lagarto de Santiago bordado al pecho, sombrero, medias de seda y capa doblada cuidadosamente sobre un poyete en el que también tenía la espada. Acababa de volver de palacio, donde había ido temprano para ciertas gestiones sobre su pleito interminable de la Torre de Juan Abad, y mataba el hambre antes de volver a casa para corregir la reimpresión de su Política de Dios, gobierno de Cristo, en la que andaba atareado por esas fechas; pues al fin sus obras empezaban a verse publicadas, y aquélla había motivado algunas censuras de la Inquisición. Nuestra presencia le iba de perlas, dijo, para alejar moscones; pues desde que su favor estaba en alza en la Corte -había formado parte, como conté, de la comitiva real en la recientísima jornada de Aragón y Cataluña- todo el mundo se le arrimaba buscando la sombra de algún beneficio.

– Además, me han encargado una comedia -añadió- para representar en El Escorial a finales de mes… Su Católica Majestad estará allí de caza, y quiere holgarse.

– Ésa no es vuestra especialidad -apuntó Alatriste.

– Pardiez. Si hasta el pobre Cervantes lo intentó, bien puedo atreverme yo. El encargo me lo ha hecho el conde-duque en persona. De modo que podéis considerarlo mi especialidad desde ahora mismo.

– ¿Y paga algo el valido, o va a cuenta de futuras mercedes, como de costumbre?

El poeta soltó una risita mordaz.

– Del futuro no sé nada -suspiró, estoico-. Ayer se fue, mañana no ha llegado… Pero al presente son seiscientos reales. O serán. Al menos eso promete Olivares:

Veden qué vendré a parar
obligado a su poder,
haciendo yo mi deber
y él buscando no pagar.

– En fin -prosiguió-. El valido quiere comedia de lances y todo eso, que como sabe vuestra merced agradan mucho al gran Filipo. De manera que echaremos siete llaves a Aristóteles y a Horacio, a Séneca y aun a Terencio; y después, como dice Lope, escribiremos unos cientos de versos en vulgo. Lo justo de necio para darle gusto.

– ¿Tenéis asunto?

– Oh, claro. Amoríos, rejas, equívocos, estocadas… Lo de siempre. La llamaré La espada y la daga -Quevedo miró como al descuido al capitán por encima del borde de su taza de vino-. Y quieren que la estrene Cózar.

Se levantó revuelo en la esquina de Francos. Acudió gente, miramos en esa dirección, y al cabo pasaron varios comentando el suceso: un lacayo del marqués de las Navas había acuchillado a un cochero por no cederle el paso. El matador se había acogido en San Sebastián, y al cochero lo habían metido en una casa vecina, en el último artículo.

– Si era cochero -opinó Quevedo- bien merecido lo tenía desde que se puso a ese oficio.

Miró luego a mi amo, volviendo a lo de antes.

– Cózar -repitió.

El capitán contemplaba el discurrir de gente por el mentidero, impasible. No dijo nada. El sol acentuaba la claridad verdosa de sus ojos.

– Cuentan -añadió Quevedo tras un instante- que nuestro fogoso monarca le tiene puesto asedio a la Castro… ¿Sabíais algo de eso?

– No sé por qué habría de saberlo -respondió Alatriste, masticando un trozo de empanada.

Don Francisco apuró el vino y no dijo más. La amistad que ambos se profesaban excluía tanto los consejos como meterse en camisas de once varas. Ahora el silencio fue largo. El capitán seguía vuelto hacia la calle, inexpresivo; y yo, tras cambiar un vistazo preocupado con el poeta, hice lo mismo. Los ociosos parlaban en corros, paseaban, miraban a las mujeres intentando averiguar lo que tapaban los mantos. A la puerta de su zaguán, con mandil y un martillete en la mano, el zapatero Tabarca sentaba cátedra entre sus incondicionales sobre las virtudes y defectos de la comedia del día anterior. Una limonera pasó con sus capachas al brazo: toíto agrio, voceaba, requebrada al paso por dos estudiantes capigorrones que mascaban altramuces mientras paseaban con manojos de versos asomándoles de los bolsillos, buscando a quién dar matraca. Entonces me fijé en un sujeto escurrido de carnes y moreno de piel, barbado y con cara de turco, que nos miraba apoyado en un portal cercano, limpiándose las uñas con una navaja. Iba a cuerpo, con espada larga en tahalí, daga de guardamano, jubón acolchado de estopilla con mucho remiendo y sombrero de falda grande y caída, a lo bravo. Un pendiente grande de oro le colgaba del lóbulo de una oreja. Iba a estudiarlo con más detenimiento cuando una sombra se proyectó desde mi espalda sobre la mesa, hubo saludos, y don Francisco se puso en pie.

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