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En tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.

– Pero, como en cierta ocasión me dijo el capitán Alatriste, durante un motín cerca de Breda -«tu rey es tu rey»-, Felipe IV fue el monarca que el destino me dio, y no tuve otro. Lo que él encarnaba era lo único que conocimos los hombres de mi casta y de mi siglo. Nadie nos permitió escoger. Por eso me seguí batiendo por él y le fui leal hasta su muerte, lo mismo en la inocencia de mi mocedad, en el desprecio de mi posterior lucidez y advertimiento, o en la piedad de mi madurez, mucho después: cuando, jefe de su guardia, lo vi convertido en anciano precoz, doblegado por el peso de la derrota, los desengaños y los remordimientos, quebrantad por la ruina de su nación y los golpes de la vida; y yo mismo solía acompañarlo sin otra escolta a El Escorial, donde pasaba largas horas sin despegar los labios, a solas en el fantasmal panteón que contenía los restos ilustres de sus antepase dos: los reyes cuya magna herencia dilapidó de modo tan miserable. Era mucha España la que, para nuestra desgracia vino a caer sobre sus hombros. Y él nunca fue hombre para semejante peso.

Se había dejado emboscar de la manera más idiota; pero ya no quedaba tiempo para lamentaciones. Resignado a encarar lo inevitable, Diego Alatriste metió espuelas con violencia, obligando al caballo a vadear el arroyo entre una nube de salpicaduras de agua. Los dos jinetes que le venían a la zaga habían acortado distancia; mas quienes de veras lo inquietaban eran otros dos recién salidos de la arboleda que cubría la margen opuesta, cabalgando hacia él con las evidentes intenciones del turco.

Estudió el terreno para ver qué posibilidades ofrecía. Venteaba el peligro desde la posta de Galapagar, cuando, ya bajando la cuesta de los arroyos y con la mole gris de El Escorial distinguiéndose a lo lejos, comprobó que lo seguían dos hombres a caballo. Su instinto profesional estaba alerta, do modo que no necesitó más para comprender que eran los de la venta. Por eso había espoleado el morcillo, llevándolo aprisa por la cuesta con intención de ganar los bosques cercanos y reservarse la ventaja de la sorpresa. Pero la aparición de otros dos jinetes ponía las cosas claras. Se topaba con lo que en milicia habría llamado batidores: una patrulla que exploraba el paraje al acecho de alguien. Y tal como Pintaban los naipes, el capitán albergaba escasas dudas de que ese alguien fuera él.

El caballo estuvo a punto de resbalar sobre las piedras del fondo, pero llegó al otro lado sin caerse, a cosa de veinte pasos de los que se acercaban al trote largo por la orilla del arroyo. Alatriste los midió de una ojeada plática: bigotazos, ropas de cazadores o guardabosques, pistolas, espadas y un arcabuz en la silla. Gente segura, del oficio. Miró atrás y vio bajar por la cuesta de Galapagar a los de la venta, que habían aguijado sus monturas y venían al galope. Todo estaba claro como la luz del día. Contuvo el caballo, sacó sin aspavientos la pistola del cinto, se puso las riendas entre los dientes y amartilló el perrillo. Luego hizo lo mismo con la del arzón. No era experto en combatir así; pero echar pie a tierra frente a cuatro hombres montados habría sido locura. Al menos, pensó con mezquino consuelo, a pie, montado o con música de chacona, se trataba de reñir. De manera que cuando los de la orilla estuvieron a tres varas, se irguió afirmándose en los estribos, alargó el brazo y tuvo tiempo de ver la alarma en el rostro del hombre al que apuntaba cuando apretó el gatillo y le soltó un pistoletazo. Lo habría matado de no desviarle el tiro un bote de la propia cabalgadura. Ante el estampido y el fogonazo, el otro, que era quien llevaba el arcabuz atravesado en la silla, alzó de manos el caballo para hurtarse al disparo. También su compañero encogió el cuerpo tirando de las riendas. Eso le dio tiempo a Alatriste para caracolear su montura, guardar la pistola descargada y sacar la otra. Con ésta en la mano quiso espolear y acercarse más, por no fallar el segundo tiro; pero el morcillo no era bestia de guerra, estaba descompuesto por el estampido del arma y corrió descontrolado entre los guijarros de la orilla. Con una blasfemia en la boca, Alatriste se vio vueltas las espaldas, incapaz de apuntar como era debido. Tiró de las riendas del animal con tanta violencia que éste se encabritó, casi desarzonándolo. Cuando recobró el control tenía un enemigo a cada lado, con sendas pistolas en las manos. También tuvo ocasión de ver que los de la venta cruzaban el arroyo entre rociadas de espuma: traían las espadas desnudas, pero al capitán le preocupaban más las pistolas que amenazaban sus flancos. Así que se encomendó al diablo, alzó la suya y le pegó un tiro a bocajarro al más próximo. Esta vez lo vio caer sobre la grupa, una pierna por alto y otra trabada en el estribo. Después, mientras tiraba el arma descargada y metía mano a la toledana, Alatriste observó la pistola del otro adversario moviéndose hacia él, y tras ella unos ojos desorbitados por la acción, fijos y tan negros como el orificio del cañón que le apuntaba. Ahí terminaba todo, comprendió. Y no había otra. Alzó la espada para intentar al menos, con el último impulso, llevarse por delante al hideputa que lo mataba. Y entonces, para su sorpresa, vio que el agujero negro se desviaba hacia la cabeza de su caballo y que el fogonazo y el tiro le salpicaban la ropa con sangre y sesos del animal. Cayó de bruces sobre la bestia muerta, rodando hasta golpearse en las piedras de la orilla. Aturdido, quiso levantarse; mas le fallaron las fuerzas y se quedó inmóvil, la cara pegada al fango húmedo. Mierda de Dios. La espalda le dolía como si se hubiera partido el espinazo. Buscó su espada con ojos, pero sólo vio unas botas con espuelas que se le paraban delante. Una de esas botas le pegó en la cara, y perdió el sentido.

Empecé a inquietarme a la hora de los avemarías, cuando don Francisco de Quevedo, el aire sombrío, vino a decirme que mi amo no se había presentado al conde de Guadalmedina, y que éste se impacientaba. Salí afuera, presa de oscuros presentimientos, yendo a sentarme en el pretil de la lonja que da a oriente, desde donde podía ver la desembocadura del camino de Madrid. Permanecí allí hasta que el sol, velado 1a última hora por feas nubes grises, acabó de ocultarse tras las montañas. Luego, desazonado, volví en busca del poeta, sin hallarlo. Quise ir más allá, pero los arqueros de guardia no me dejaron pasar al patio principal porque los reyes y sus invitados asistían en el templete a una velada con música. Pedí que avisaran a don Álvaro de la Marca, mas el sargento de facción dijo que no era momento oportuno; que esperase a que el sarao concluyera o me fuera a molestar a otra parte. Al fin un conocido de don Francisco, con quien me topé al pie de la escalera del Bergamasco, me contó que el poeta había ido a cenar a la hostería de la Cañada Real, pasado el arca frente al palacio; allí solía comer y cenar. De modo que salí otra vez, y cruzando de nuevo la lonja remonté la cuestecilla del arco, torcí a la izquierda y me encaminé a la hostería.

El lugar era pequeño, agradable, iluminado por lampiones con hachetas de sebo. Las paredes, construidas con la misma piedra berroqueña que el palacio, estaban adornadas con ristras de ajos, perniles y embutidos. Había un fogón grande atendido por el ama, y el hostelero servía la mesa. A ésta se hallaban sentados don Francisco de Quevedo, María de Castro y el marido de la representante. El poeta me interrogó con la mirada, frunció el ceño ante mi gesto negativo y me invitó a sentarme con ellos.

– Creo -dijo-, que conocen a mi joven amigo.

Me conocían, en efecto. Sobre todo la Castro. La bella representante me acogió con una sonrisa, y el marido con un gesto irónico y exageradamente amable, pues no ignoraba a quién servía yo. Acababan de despachar una cazuela de truchas guisadas, por ser viernes, cuyos restos me ofrecieron; pero mi estómago se encontraba demasiado inquieto, y me conformé con sopar un poco de pan en vino. Negocio ese por cierto, el del vino, al que aquella noche Rafael de Cózar no parecía ajeno, pues tenía los ojos enrojecidos y la lengua se le espesaba como quien ha honrado el jarro hasta cargar delantero. Trajo más vino el dueño, y esta vez fue dulce de Pedro Ximénez. María de Castro, vestida con justillo y basquiña de paño verde, a lo amazona, con al menos cincuenta escudos de puntillas y encaje de Flandes en el escote, puño y ruedo de la falda, bebía con mucha gracia y poquito a poco don Francisco lo hacía con mesura y Cózar con verdadera sed. Así, entre sorbo y sorbo, los tres siguieron hablando sus asuntos, detalles de la representación y la manera de de tal o cual verso, mientras yo aguardaba el momento de hacer un aparte con el poeta. Pese a cuanto me atormentaba, tu ocasión de admirar otra vez la hermosura de la mujer quien mi amo se había enfrentado al capricho de un rey. Y lo que me estremeció fue la sangre fría con que María de Castro echaba atrás la cabeza para reír, mojaba los labios en vino, se ajustaba las calabacillas de coral que colgaban de lindas orejas, o miraba a su marido, a don Francisco y a con aquel modo particular que tenía de mirar a los hombres, haciéndolos sentirse elegidos y únicos en el mundo. No pude evitar que mi pensamiento volase hasta Angélica de Alquézar, y eso hizo que me interrogara sobre si de veras le importaba a la Castro la suerte del capitán Alatriste, e incluso la del rey mismo, o si por el contrario reyes y peones serían en ajedrez de mujeres como ella -tal vez en el de todas las mujeres- piezas coyunturales y prescindibles. Y me encontré meditando sobre si María de Castro, Angélica y las otras podía compararse, al cabo, con soldados en territorio hostil, viéndolas como yo mismo me había visto en Flandes: merodeador forrajeando en un mundo de hombres, usando contra ello como munición, su belleza, y como arma, los vicios y las pasiones del enemigo. Una guerra donde sólo las más valerosas y crueles tenían posibilidades de sobrevivir, y donde casi siempre el paso del tiempo acababa vendiéndolas. Nadie hubiera dicho, viendo a María de Castro en la belleza perfecta de su juventud, que pocos años más tarde, por asuntos ajenos a presente historia, mi amo había de visitarla por última vez e el asilo de mujeres enfermas frente al hospital de Atocha, envejecida y desfigurada por el mal francés, tapándose la cara con el manto por vergüenza de que la contemplaran en ese estado. Y que yo, disimulado junto a la puerta, vería al capitán Alatriste, al despedirse, inclinarse hacia ella pese a su resistencia, alzar el manto y depositar en su boca marchita un último beso.

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