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– Ahí llegan dos pares de manos -ironizó don Francisco-, manos de Sierra Nevada y manos de Sierra Morena. Gentil almadraba para pescar atunes.

El capitán siguió callado. Vanas señoras con escapularios, ropones, amplias basquiñas legras y rosarios de quince dieces, que estaban cerca con sus maridos, hacían corro cuchicheando entre abanicazos mientras disparaban al coche ojeadas como saetas berberiscas, al tiempo que los respectivos, enlutados, graves, procurando no perder el continente, miraban con disimulada avidez, retorciéndose hacia arriba los mostachos. Mientras se acercaban los comediantes, don Francisco contó un episodio que ilustraba el talante festivo y el gracioso ingenio del marido de María de Castro: durante una representación en Ocaña, habiendo olvidado el puñal con el que tenía que degollar a otro actor en escena, Rafael de Cózar se había quitado la barba postiza, haciendo como que lo estrangulaba con ella; tras lo cual la compañía tuvo que huir campo a través, perseguida a pedradas por los lugareños furiosos.

– Así de guasón es el pájaro -remató el poeta.

Al llegar el coche a nuestra altura, Cózar reconoció a don Francisco y a mi amo; y el gran pícaro hizo una cortés reverencia en la que mi ojo, ya advertido en sutilezas cortesanas, entendió no poca zumba. Con estas finezas y mi parienta, decía el gesto, me pago jubón y sombrero; y con vuestra bolsa el desquite. O, dicho en versos de Quevedo:

Más cuerno es el que paga que el que cobra;
ergo, aquel que me paga es el cornudo,
lo que de mi mujer a mí me sobra.

En cuanto a la sonrisa y la mirada de la legítima del representante Cózar, directamente dirigidas al capitán, éstas eran elocuentes en otro orden de cosas: complicidad y promesa.

Hizo ademán de taparse con el manto, sin llegar a ello -lo que fue menos recato que si nada hiciera-, y vi que mi amo, Cózar reconoció a don Francisco y a mi amo discreto, se destocaba despacio y permanecía sombrero en mano hasta que el coche de los comediantes se alejó alameda abajo. Luego caló el fieltro, volvióse más allá y encontró la mirada llena de odio de don Gonzalo Moscatel; quien, con una mano puesta en el pomo de la espada, nos observaba desde el otro lado del paseo, mordiéndose las guías del bigote de pura cólera.

– Atiza -dijo don Francisco-. El que faltaba.

Estaba el carnicero de pie junto al estribo de un coche propio con más guarnición que un castillo de Flandes, dos mulas tordas en los arreos, cochero en el pescante y una joven sentada dentro, junto a la portezuela abierta en la que don Gonzalo Moscatel se apoyaba. La joven era una sobrina doncella y huérfana que con él vivía, y a la que reservaba casamiento con su amigo el procurador de tribunales Saturnino Apolo: hombre mediocre y vil donde los hubiera, que aparte los cohechos propios de su oficio -de ahí venía su amistad con el obligado de abastos- frecuentaba el mundillo literario y se las daba de poeta, sin serlo, pues sólo era diestro en sangrarles dinero a los autores de éxito, adulándolos y llevándoles el orinal, por decirlo de algún modo, a la manera de quienes sacan barato en el garito de las Musas. El tal Saturnino Apolo era uña y carne de Moscatel y se las daba de conocer bien el ambiente teatral, con lo que alentaba las esperanzas del carnicero respecto a María de Castro, sacándole las doblas mientras esperaba sacarle también a la sobrina y la dote correspondiente. Que tal era su pícara especialidad: vivir de la bolsa ajena, hasta el punto de que el mismo don Francisco de Quevedo, que como todo Madrid despreciaba a ese miserable, le había escrito un soneto famoso que terminaba:

Zurrapa de las musas, gran bellaco,
te importa más la bolsa que la lira,
y más que Apolo te emparenta Caco.

El caso es que la joven Moscatel era bonita moza, harto infame su pretendiente el procurador, y don Gonzalo, el tío, celoso en extremo de su honra. De suerte que todo aquello, sobrina, casamiento, los celos respecto al capitán Alatriste por el asunto de la Castro, la figura y talante desaforado del carnicero, habrían parecido elementos más propios de una comedia que de la vida real -Lope o Tirso llenaban los corrales con historias así- de no darse la circunstancia de que el teatro debía su éxito a reflejar lo que acontecía en la calle, y a su vez la gente de la calle imitaba lo que veía en los escenarios. De ese modo, en el pintoresco y apasionante teatro que fue mi siglo, los españoles nos adornábamos unas veces con aires de comedia, y otras con aires de tragedia.

– Seguro que ése -murmuró don Francisco- no pone reparos.

Alatriste, que miraba a Moscatel con los ojos entornados y el aire ausente, se volvió a medias hacia el poeta.

– ¿Reparos a qué?

– Pardiez. A esfumarse cuando sepa que caza en coto real.

El capitán moduló un apunte de sonrisa y no hizo comentarios. Desde el otro lado de la alameda, luciendo capotillo francés, contramangas huecas, ligas del mismo color bermellón que la pluma del sombrero, tizona larguísima de mucha cazoleta y gavilanes, acartonado de gravedad y ridículo continente, el carnicero seguía fulminándonos con la mirada. Observé a la sobrina: recatada, morena de pelo, sentada entre vuelo de falda ahuecada por el guardapiés, mantilla sobre la cabeza y crucifijo de oro en la valona.

– Coincidirán conmigo -dijo una voz a nuestro lado- en que es muy linda.

Nos volvimos, sorprendidos. Lopito de Vega se nos había acercado por detrás y allí estaba, con los pulgares en la pretina donde llevaba la espada, el paño de la capa doblado sobre un brazo, el sombrero a lo soldado un poco inclinado atrás, sobre el vendaje que aún le envolvía la frente. Miraba con ojos lánguidos a la sobrina de Moscatel.

– No me diga vuestra merced -exclamó don Francisco- que ella es ella.

– Lo es.

Nos admiramos todos, y hasta el capitán Alatriste observó al hijo de Lope con atención.

– ¿Y don Gonzalo Moscatel tolera el galanteo? -quiso saber don Francisco.

– Al contrario -el mozo torcía el bigotillo con amargura-. Dice que su honor es sagrado, etcétera. Y eso que medio Madrid sabe que con el abasto de carne robó lo que no está escrito, ¿verdad?

– Pues bueno. Con todo y eso, al señor Moscatel no se le cae el honor de la boca. Ya saben vuestras mercedes: los abuelos, las armas, la prosapia. La vieja copla.

– Pues para ser quien es y con ese apellido, el tal Moscatel se remonta lejos.

– A los godos, naturalmente. Como todo cristo.

– Ay, amigo mío -filosofó el otro-. Por desgracia, la España grotesca nunca muere.

– Pues alguien debería matarla, vive Dios. Oyendo a ese menguado se diría que vivimos en tiempos del Cid. Ha jurado despacharme si rondo la reja de la sobrina.

Don Francisco miró al hijo del Fénix con renovado interés -¿Y vuestra merced ronda, o no ronda?

– ¿Tengo yo, señor de Quevedo, trazas de no rondar?

Y en pocas palabras Lopito nos completó la situación. No era un capricho, aclaró. Amaba sinceramente a Laura Moscatel, que ése era el nombre de la moza, y estaba dispuesto a casarse con ella apenas lograse el despacho de alférez que solicitaba. El problema era que, soldado de profesión e hijo de autor de comedias -aunque ordenado sacerdote, Lope de Vega padre tenía fama de mujeriego y ponía en entredicho la moralidad de la familia-, sus posibilidades de obtener el permiso de don Gonzalo eran remotas.

– ¿Se ha intentado la empresa a fondo?

– De todos los modos posibles. Y nada. Se cierra de campiña.

– ¿Y qué tal -preguntó Quevedo- si le metéis un palmo de acero al cagarruta del pretendiente, ese tal Apolo?

– No cambiaría nada. De no ser con él, Moscatel la comprometería con otro.

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