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– Estoy pensando, Augusto, en un monumento similar al que el gran Senmut construyó en el valle occidental en honor de la reina Hatsepsut. Si te gusta, en esa peña apoyaré fortísimos arcos que sostendrán tres terrazas sucesivas con grandes escalinatas: la mayor abajo, que representa el bha, el mundo material, luego la segunda, donde reside el kha, el mundo de la inteligencia, y arriba la tercera, que refleja el ankh, el mundo del espíritu. En la cima excavaré el speos, la cámara de la diosa, la Gran Madre Isis, que acoge a las almas… Pero no derribaremos el viejo templo, lo restauraremos, porque, la llamen como la llamen los hombres, la divinidad es una sola.

– Has captado mi pensamiento -dijo impulsivamente el emperador-. Empezarás enseguida.

Mientras transmitía esas órdenes, ni él ni los hombres que estaban a su alrededor imaginaban que ese proyecto originaría un oscuro enigma arqueológico. Porque en ningún texto de historia antigua que haya llegado hasta nosotros, absolutamente en ninguno, aparece una sola línea escrita sobre lo que el joven emperador decidió construir en el lacus Nemorensis aquel lejano día de enero.

Dieciocho siglos después, junto al lago se encontraría un templo de enormes dimensiones, enterrado entre las zarzas; pero no era el templo de Diana que el gran -y preciso- Vitruvio había descrito en la época de Augusto. ¿Quién lo había construido y por qué? En el templo se mezclaban diferentes estilos, y la cámara estaba arriba, en una terraza situada hacia la mitad de la ladera, sepultada bajo escombros y matorrales. Pero la construcción parecía haber sido interrumpida de repente. Entre las ruinas yacían bronces, placas, dedicatorias, exvotos dedicados a la lejana diosa egipcia Isis, la Gran Madre. Y una magnífica estatua de Germánico, el envenenado de Antioquía, rota en cientos de pedazos. Y una capilla votiva, erigida nada menos que por un príncipe de Partia. Pero nadie perdería el tiempo estudiando el significado de aquel extraño botín: lo malvenderían, anónimamente, a los museos y los palacios de media Europa.

El emperador ordenó a Manlio, el infatigable constructor:

– Mira allí, a la izquierda del templo. Allí harás un pequeño teatro cubierto, elegantísimo, como el de Pausilipo. Cuidarás todos los detalles para que se difunda bien la voz. Pero no celebraremos espectáculos. Hombres de todos los países se reunirán aquí para hablar, aunque lo hagan en lenguas diferentes, porque las armas no bastan para mantener unido el cuerpo del imperio. Y nosotros esculpiremos, como un voto de paz, armas, corazas, escudos y trofeos de las guerras pasadas, de la misma forma que en el templo de Ilión vi colgadas las armas de los guerreros cansados de matanzas. Prepararás un espacio donde yo pueda escribir con mi mano la finalidad de este proyecto y a quién está dedicado. Porque este era el proyecto de mi padre, y vosotros sabéis que por eso perdió la vida.

– Empezaré a trabajar mañana -prometió Manlio, con la voz quebrada por la emoción.

Después de muchos siglos, junto al templo se descubriría un pequeño y refinado teatro. Parecía absurdo en una zona que era sagrada, como lo es hoy el espacio que queda delante de San Pedro. Sin embargo, en lugar de los consabidos adornos de máscaras teatrales, había dedicatorias votivas y emblemas militares, y algunos apenas estaban esbozados, como si las obras hubieran sido interrumpidas. Apareció también un extraño fresco: un codex abierto, en cuya página vacía estaban escritas -a mano, no pintadas- unas líneas en latín cursivo. Pero no se trataba de algo que hubiera garabateado un intruso. Se había representado el codex abierto y vacío a fin de que alguien pudiera escribir realmente algo, quizá una dedicatoria. Se descifraron solo fragmentos, pero la palabra «manes» aparecía al menos cuatro veces, y los manes eran los venerados espíritus familiares de los muertos. ¿De quién era aquella letra clara, de consonantes altas y angulosas? ¿A qué manes se dirigía? El pequeño teatro volvería a ser cubierto con tierra y actualmente continúa sepultado. Después, junto a la orilla, se descubriría una gran cueva, un odeíon excavado en la roca, con impresionantes esculturas. Allí las obras también estaban inacabadas. Y sobre las orillas repletas de árboles yacían grandes bloques de piedra cuadrados que habían formado una majestuosa carretera alrededor del lago.

Aquella lejana mañana de enero, el emperador también le había dicho a Manlio:

– Mira a la izquierda, junto a la orilla. Ahí excavarás una gran gruta, un odeion, y en sus paredes esculpirás estatuas, como si salieran de las vísceras del monte. Pero no serán monstruos, como los que Tiberio puso en su spelunca. Serán los Genios de la paz. Porque he pensado que todos los años se celebrará aquí un rito igual que el de Sais, en memoria del gran sueño que mató a mi padre. En el odeion sonarán los instrumentos más admirables, cantarán las voces más dulces de Oriente, como las que escuchábamos todas las noches en el palacio de Epidafne, en el Orontes, mientras mi padre, igual que se vierte gota a gota un vino exquisito, a todos esos países, uno tras otro, les regalaba la paz. Y la gente vendrá aquí de todas partes, porque por un sueño nuevo, sobre todo si es muy difícil, los hombres son capaces de ir hasta el fin del mundo.

Manlio, el constructor, intervino con sentido práctico:

– Las orillas del lago están cubiertas de broza y de carrizos…

Mientras él decía esto, el emperador miraba el agua inmóvil y de las profundidades de su mente volvía, superponiéndose, la imagen de aquella proa dorada que se pudría en el puerto de Alejandría.

– Manlio -dijo por tercera vez, me construirás una ancha vía alrededor del lago…

Manlio se sobresaltó, pues ya conocía bien la voz del emperador cuando se transformaba de ese modo, haciendo pausas casi hipnóticas, una voz que no ordenaba, describía lo que estaba viendo en otro lugar.

– ¿Alrededor del lago? -preguntó, dividido entre la sorpresa y el respeto.

– Y la pavimentarás de mármol, porque en el lago…

El emperador se interrumpió, como si los pensamientos le llegaran desde lejos.

Las naves del emperador

– Y ahora escucha tú, Eutimio: sobre estas aguas pondremos las naves del gran rito isíaco, como la nave en la que subieron Marco Antonio, mi abuelo, y la reina de Egipto. La nave que yo vi pudrirse, hundida, en el puerto de Alejandría.

– La nave que tú viste pudrirse en Alejandría, Augusto -dijo Imhotep, emocionándose mientras hablaba-, es la nave de oro, la Ma-ne -yet, la nave sagrada…, un maravilloso templo sobre el agua. La construyó Cleopatra.

– Si pudo construirla la reina de Egipto -contestó el emperador-, podrá reconstruirla Roma. Y construiremos también la nave de los adeptos, donde se encontrarán todos aquellos que, desde todos los lugares de la tierra, quieren seguir el sueño de mi padre. Tenía remos largos y ligeros, según me dijo el sacerdote de Sais.

– Se llamaba Me-se-ket, Augusto -dijo Imhotep-, y yo he conocido a algunos que lloraron al verla arder. Sus remos eran tan largos y finos que cuando se alzaban sobre el agua parecían alas de gaviota.

El partenopeo Eutimio, el extravagante ingeniero naval bronceado por el sol de Miseno, se había quedado contemplando el lago y las colinas que lo cercaban. En ese momento dijo:

– Un templo sobre el agua… -Jugueteaba con su pequeño codex, la libreta de papiro, y miró al emperador-: En mi mente, Augusto, está naciendo la idea de que no haré un templo de madera. Me parece que sobre estas aguas construiré un templo de mármol.

Rió. El joven emperador se estremeció. -Explícate, por favor.

El joven y fiel ayudante de Eutimio, que sabía cuándo darle, para realizar los cálculos complicados o los floridos dibujos, el calamus más o menos afilado, el portaplumas, los instrumentos para trazar curvas o ángulos, el papiro de diferentes espesores, se precipitó de inmediato hacia él. Sacó del estuche de cedro perfumado un calamus que, según la inclinación, trazaba líneas intensas o finísimas y se lo tendió.

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