«Quiero ver ese lago», pensó el joven emperador. Quizá el monumento a su padre asesinado podía erigirse allí donde él había deseado en vano volver. Era una idea profunda, pero todavía sin madurar. Se puso a reflexionar en ella, la idea creció, se convirtió en proyecto. Necesitaba a Imhotep, el arquitecto egipcio que llevaba el nombre de un antiquísimo creador de pirámides y había diseñado el Iseum de Roma. Necesitaba a Manlio, el constructor que había nacido en Velitrae y conocía bien el territorio. Hacía falta Eutimio, el ingeniero naval que dirigía los astilleros de Miseno; y Trifiodoro, el caprichoso decorador alejandrino que conocía como nadie los secretos de tejidos, maderas, mosaicos, pinturas, bronces y oros, y había modelado la esotérica mensa isíaca; y Claudio, el poeta que sabía traducir al latín las antiguas oraciones esculpidas en los templos; y la música, las estatuas… Su mente volaba, con la imprudente e insaciable libertad de inventiva que se alimenta del poder.
Una vez reunida esta gente, una mañana tomó al amanecer la vía Apia, al sur de Roma, con una pequeña escolta sin enseñas ni galones. Le divertía que, viajando así, muy pocos lo reconocieran. Condujo por la subida a su hermoso caballo. No se había separado de él desde que, en Miseno, había respondido inmediatamente al nombre -Incitatus, el Desenfrenado, el Veloz- del mannulus que de pequeño había tenido que dejar en el Rin. Pero este era fuerte, muy resistente, tranquilo y orgulloso, aunque capaz al mismo tiempo de lanzarse a galope tendido. Los arreos de oro relucían sobre la seda del pelaje.
La carretera subía por las dorsales de las colinas. El comandante de la escolta contó:
– Dicen que en la villa de los Quintilio, aquella de allí, hay escondida una estatua de la reina de Egipto. Estaba completamente desnuda, pero regia, y en la cabeza llevaba la corona. La escondieron tan bien que no son capaces de encontrarla.
Bajo el sol de enero, a la derecha se extendían la llanura y el mar Tirreno; a la izquierda, los escarpados relieves albergaban las ciudades del Latium Vetus, más antiguas que Roma. Los montes estaban cubiertos de robles, hayas, encinas, laureles y, más arriba, castaños, cuyos frutos le gustaban, según Virgilio, a la gentil pastora Amarilis. Pero pastores y leñadores contaban: «El monte más alto es un antiguo volcán; por suerte para nosotros, duerme desde hace siglos». Los antiguos y devastadores aludes de lava se habían endurecido hasta las puertas de Roma. Ahora, en la cumbre resplandecía el templo de Júpiter Lacial. De noche, el fuego de su altar se veía desde el monte de Tarracina, donde estaba el santuario megalítico de Anxur, y desde Lavinium, en la orilla donde, según Virgilio, había desembarcado Eneas y se alzaba el esotérico santuario de las Doce Aras. Sacerdotes y poetas afirmaban que el triángulo que formaban esos templos se hallaba unido por fuerzas mágicas, pues debajo de ellos, en las profundidades, había un inmenso lago de lava, aguas sulfúreas y vapores.
Subieron hasta más allá de Aricia y en el bosque se adentraron en la vía Virbia, donde, en un paraje que se consideraba admirable y digno de los dioses, julio César, en la época de Cleopatra, se había construido una villa. Sin embargo, toda Roma sabía que, después de su asesinato, ni Augusto ni Tiberio habían cruzado jamás aquella puerta; en aquel edificio, e incluso en el terreno, todo había quedado impregnado de siniestros hechizos egipcios.
El emperador no había anunciado su llegada -costumbre que se había convertido ya en una leyenda inquietante- y se echó a reír:
– Estos vigilantes no reciben una visita desde hace setenta años.
Efectivamente, entre los árboles aparecieron viejos muros, tejas oscurecidas por el tiempo, la esquina de un pórtico: a primera vista, un edificio en ruinas. El emperador puso el caballo al paso y trató en vano de vislumbrar el lago a través del parque asilvestrado. Aparecieron, en cambio, el intendente, los guardas y los esclavos corriendo por el camino.
El emperador desmontó de un salto antes de que un mílite consiguiera sujetar con la derecha las riendas, dejó a Incitatus en manos de la escolta, entró en la villa y enseguida se sintió decepcionado, pues el mítico Julio César -el que, en la gloria de su madurez, había amado a la jovencísima Cleopatra- se había construido una residencia mediocre, rígidamente anticuada y nada imaginativa. ¿A qué habitación podía pensar llevar a una mujer como aquella? En realidad, la villa ni siquiera le había gustado a julio César, y a lo largo de los años había sido desvalijada por muchas manos. El húmedo olor de moho, las desagradables estancias en penumbra estaban empujando al emperador a volver a Roma, cuando vio que, al fondo del atrio, los guardas se esforzaban en abrir para él una solemne puerta cerrada desde hacía años. En el hueco apareció una terraza, una balaustrada y, más allá, el vacío.
Salió al exterior, se acercó a la balaustrada. Entre los árboles vio de pronto un abismo, y allí abajo, sereno, oscuro, en medio de un círculo de orillas escarpadas, apareció el lago. Alrededor, el bosque -el frondoso nemus- cubría los montes y las ramas se entrecruzaban hasta curvarse sobre las orillas.
El emperador se quedó paralizado ante el inmóvil silencio del agua: estaba lisa como una plancha de metal.
– Los viejos cuentan que el volcán tenía doce bocas -dijo Manlio a media voz- y que esta era la más profunda.
De hecho, las orillas estaban modeladas por la lava, y quizá, bajo tierra, el volcán aún bullía, propagando repentinas sacudidas y enturbiando el agua.
– Pero no se ve de dónde vienen estas aguas -explicó Manlio, disimulando su tosco acento veliterno-, no se ve de dónde salen.
Tal vez era reverencia, tal vez miedo ancestral. En realidad, al lago solo afluían los arroyuelos de un manantial sagrado, pero de vez en cuando la masa de agua inundaba misteriosa e impetuosamente las orillas, y la gente del lugar había excavado una larga galería en la roca para dar salida al flujo hacia el mar.
En la empinada cuesta septentrional se abría un claro, y allí surgía un solo y sombrío edificio de piedra gris, lava solidificada de antiguas erupciones.
– Ese es el templo de la diosa -indicó Claudio. Instintivamente, todos se habían quedado inmóviles. -¿Ese del que habla Vitruvio? -preguntó el emperador. -Exacto, Augusto -respondió Claudio-. No hay luz igual -añadió, como si recitara un poema- a la de la luna cuando surge pura en el cielo y se refleja en estas aguas.
– Diana Libertas -dijo Manlio sonriendo, pues Diana era la diosa de los esclavos.
El emperador le dirigió una mirada. Desde los albores de la historia de Roma, desde la época de Menenio Agripa, el templo de Diana Libertas en Roma, en el monte Aventino, donde el 13 de agosto se celebraba la fiesta de los esclavos, había sido el punto de encuentro de la plebe, así como del partido político antiaristocrático, los populares, al que había estado vinculado Germánico.
El emperador miraba y sentía crecer en su mente un proyecto inmenso: aquel lugar sagradamente incontaminado se convertiría en los siglos futuros en el monumento en memoria de su padre. La idea se convirtió en un estremecimiento físico que le recorrió el cuerpo. Y su imaginación se inflamó, el poder imperial no percibió obstáculos. Además de una muestra de amor, era un arrebato de venganza, un lenitivo para los antiguos sufrimientos humillantes, un arranque de orgullo incontrolado. Llamó a Imhotep, el silencioso arquitecto egipcio, y dijo:
– He tomado una decisión. Edificarás aquí -ordenó inmediatamente- el monumento a mi padre, Germánico, y al sueño de paz por el que perdió la vida. Y lo uniremos a la memoria de mi madre y de mis hermanos muertos.
Imhotep levantó su rostro enjuto, en el que los vientos del desierto habían marcado muchas arrugas, contempló la peña escarpada detrás del lago y murmuró: