Él sonrió.
– Creo que no me detendrá nadie.
– Espera -suplicó Helikon.
Pero él ya había cogido una fina túnica de lino y había salido.
Bajaron al mar por la larga rampa secreta de la villa y nadie los detuvo. Los vigilantes, sin decir palabra, abrieron la verja que durante todos aquellos años había sido imposible traspasar. Ante el minúsculo puerto, el mar del amanecer estaba serenamente liso. El esclavo nubio llevó remando la pequeña barca hasta la angosta entrada de la famosa gruta cuyas aguas estaban bañadas por una inexplicable luz azul. Los poetas escribían que allí, entre los escollos, habían visto divinidades acuáticas de cabellos chorreantes que la fosforescencia revestía de escamas, como la cola de las sirenas.
Se agazaparon en el fondo de la barca porque la marea todavía estaba alta y la entrada se abría casi rozando el agua. Con un experto movimiento de remos, la barca se deslizó bajo la bóveda y penetró en la cueva, dejando atrás el reflejo del sol. Sus ojos
se llenaron de luz azul; el silencioso nubio levantó los remos y de las palas cayeron gotas plateadas. La barca detuvo su avance junto a una roca.
Cayo y el joven Helikon saltaron a la roca y se desvistieron. Sus cuerpos se deslizaron desnudos en el agua fosforescente, su piel mojada se volvió fosforescente y azul. Se movían dentro de aquella luz, subían a las rocas con los miembros chorreando, se zambullían de nuevo en el agua, abandonándose sin nadar, se miraban y jugaban evolucionando lenta y sensualmente. Luego subieron a las rocas y se tendieron para mirar la marea que se retiraba despacio, dejando sobre la piel regueros de plata.
Cuando regresaron y llegaron al pórtico de la biblioteca, Cayo vio que Sertorio Macro, el omnipotente prefecto, había vuelto de Roma y estaba sentado solo, sin escolta, a la sombra. «Está esperándome», pensó, y se preguntó quién le habría sugerido a Macro que esperase en aquel lugar. Llegó a su altura, sonrió y se sentó a su lado.
– Ha hecho una noche muy calurosa -dijo.
– Yo nací lejos del mar, en montes donde el hielo resiste muchos meses -dijo Sertorio Macro-. ¿Sabes dónde? -Cayo le dirigió una mirada interrogativa-. En la fortaleza más poderosa que existe desde Sicilia hasta los Alpes: Alba Fucense, el corazón de los Apeninos. Crecí entre los legionarios de la Cuarta y de la Martia, constantemente rodeado de armas. Tú naciste a orillas del Rin; sabes lo grande que es un castrum. Alba Fucense tiene una muralla de cuatro millas de longitud, y en la cima está el arx, que es inexpugnable.
Cayo lo miraba.
– Tú has visto en el Rin y en Asia a los enemigos de Roma -añadió Macro-. Yo he visto en la cárcel de Alba Fucense cómo castiga Roma a sus enemigos.
Cayo le sonrió. Macro miró alrededor y observó que la genial mente de Tiberio había hecho de Villa Jovis un instrumento perfecto de gobierno.
– Controlar Roma y dominar el imperio desde aquí, desde esta roca segura.
Cayo se mostró de acuerdo; y mientras tanto veía que por la curva del pórtico pasaba la figura alta y delgada de Calixto.
Macro dijo que Tiberio había basado la seguridad del poder en las cohortes pretorianas, acuarteladas en el corazón de Roma, junto a las históricas calzadas que conducían al sur.
– Fue una sabia medida.
Mientras hablaba, se preguntaba si el joven comprendía su discurso, porque en algunos momentos parecía asentir por sumisión infantil y en otros, en cambio, parecía que hubiese heredado del abuelo Augusto la capacidad para escuchar ocultando insidiosamente los propios pensamientos.
– Los pretorianos siempre han soportado mal las intrigas de los senadores -dijo-. Y ahora, después de tantas luchas, conjuras y guerras civiles, solo obedecen a sus comandantes.
Y subrayado de ese modo tosco pero claro su poder, Sertorio Macro respiró.
Cayo no dijo nada. Pero, como el vuelo de un halcón, volvió el recuerdo de aquella tarde lluviosa en el castrum del Rin, mientras los tribunos de las ocho legiones de su padre, Germánico, le decían que lo conducirían a Roma con la fuerza de las armas, y su padre callaba.
– ¿Me acompañas a la biblioteca? -le preguntó amigablemente a Macro-. Allí dentro hace un fresco muy agradable.
Macro, que entraba por primera vez en aquella estancia, entornó los ojos
en la penumbra.
– Mira -dijo Cayo, pasando los dedos por un estante-, todo esto son obras de astrología. -Macro no mostró ni sorpresa ni reverencia ignorante. Cayo cogió un pequeño codex y, con literario candor, explicó-: ¿Ves esto? Fue Julio César quien lo inventó. Decía que los viejos volumina enrollados resultaban muy incómodos en la guerra.
Se sentó ante el atril habitual después de haberse asegurado de que la biblioteca estaba desierta. Macro también se había dado cuenta y se sentó; y, con impaciencia mal contenida, dijo que él, en cambio, conocía una historia sobre el gran Augusto. Cayo levantó los ojos. No era probable que aquel prefecto de las cohortes hubiera leído alguna vez un libro; si hablaba de historia, significaba algo muy distinto.
– Es un episodio de cuando Augusto tenía veinte años y soñaba con poseer Roma -dijo Macro-. Mis hombres también lo conocen. -Hacía fresco en la penumbra, pero él, en contra de la lógica, sudaba-. A los veinte años -dijo-, Augusto ya había entendido que el odio de muchos senadores le impedía acceder al poder. Por eso, mientras su ejército se dirigía hacia Roma, pensó que el mejor orador que podía mandar al Senado era el centurión Cornelio. -Rió-. Cuando Cornelio, de pie en medio de la Cu ria, vio que los senadores no se decidían a votar, se apartó el sagum hacia atrás, pasándoselo por encima de los hombros. -El sagum, antigua palabra celta, era el tosco y pesado capote de lana que llevaban los legionarios en las campañas, y era de por sí un símbolo de guerra-. Entonces los senadores vieron el gladius que llevaba colgado en la cintura.
Por una ventana entró el sol del último día de agosto. Cayo, todavía frenado por la desconfianza, lo interrumpió:
– ¿Había entrado en la Curia armado?
La pregunta era desconcertante, reducía el famoso golpe de Estado de Cornelio a una cuestión de protocolo.
– Exacto -contestó bruscamente Macro-, y dijo a los senadores que, si ellos no se decidían, las elecciones las haría aquella arma. Los senadores votaron inmediatamente.
– No conocía esos detalles -observó Cayo con tranquila atención de estudioso.
Sertorio Macro buscaba los pensamientos que se escondían detrás de aquella joven y serena rara bien afeitada, con los ojos claros y los cabellos castaños un poco revueltos sobre la frente, y lo asaltó un miedo fugaz. Pero Cayo sonrió.
– Me alegro de que estés aquí. -Los párpados se levantaron, liberaron la sorprendente intensidad de la mirada-. Nunca encuentro a nadie con quien hablar de historia.
– Augusto tenía veinte años en aquella época, cuatro menos que tú -dijo Macro, dejando a un lado la prudencia. La comparación era alentadora, pero también insultante, pese a lo cual Cayo siguió sonriendo. Macro bajó la voz, pero su respiración era agitada-. Tiberio te utiliza como pantalla. Te mantiene vivo para oponerse a los otros pretendientes, pero te odia tanto como odiaba a Agripina.
Cayo se sobresaltó; era la primera vez, desde hacía años, que alguien pronunciaba ese nombre delante de él.
– Cuando Tiberio muera -dijo Macro con brutalidad-, alguien mandará a un centurión para que te mate, como mataron al hermano más pequeño de tu madre a la muerte de Augusto. En cuanto a mí, si consigo vivir, me mandarán a alguna legión en la frontera con los partos o los nabateos.
Se interrumpió. Se preguntaba si el joven era incapaz de comprender o si aquellas funestas previsiones no lo perturbaban porque él también las había hecho.
Y el joven, en efecto, contestó tranquilamente: