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Meneó la cabeza y se marchó.

Cayo, en silencio, devolvió a Helikon el codex que estaba consultando. La noticia era aterradora; y debía de haber llegado hasta Tiberio a través de Sertorio Macro. A lo largo de toda aquella sucesión de salas, nadie asomaba la cabeza. Pasó la tarde. Cayo estaba sentado con los ojos cerrados, sintiendo el sol en los párpados. Helikon ponía los libros en los estantes con silenciosa diligencia.

Cayo revivía la época del pabellón al fondo del jardín de Antonia, de la música, los perfumes, las tenues luces por la noche, los jóvenes cuerpos desnudos que se abandonaban al desenfreno, la voz de Roimetalkes. No había sido un pacto con los improbables dioses de Tracia, como habían contado Polemón y Herodes, ahora encadenados en el horrible Tullianum. «No existen dioses en este cielo que se preocupen de mi futuro.» La estúpida causa de su ruina había sido una salvaje evasión.

No se volvió a ver a Calixto. El sol se puso, el mar se volvió tenebroso, el aire casi frío. Sí apareció, en cambio, bajando pesadamente la escalera, el prefecto Macro. Cayo César abrió bien los ojos; se dio cuenta de que el temible prefecto lo había visto antes de que él reparara en su presencia, mientras estaba desprevenido.

Sin embargo, también en esta ocasión Macro, al pasar por delante de él, cambió su prisa brutal por una ostentosa calma. Lo miró y dijo:

– Cuando vuelva, me gustaría encontrar un poco de tiempo para hablar.

Acto seguido se fue. Cayo pidió a Helikon que cerrara la biblioteca y se refugió en sus aposentos. En el tiempo que el sol había tardado en ponerse, habían sucedido cosas que podían cambiar radicalmente el futuro. Durante días, fingiendo no saber nada de la detención de Herodes, Cayo creyó, cada vez que oía voces en los pasillos o ruidos al otro lado de su puerta, sobre todo por la noche, que iban a prenderlo. Al mismo tiempo, de cada liburna de los servicios imperiales que entraba en el puerto, esperaba que desembarcase el prefecto Macro. Pero no sucedió nada. Al final, empezó a confiar en que Tiberio lo considerase realmente demasiado idiota para participar en cualquier tentativa de conjura.

Lo que había sucedido, en cambio, era que Trasilo, el silencioso astrólogo de Rodas envuelto en el viejo pallium gris, había anunciado misteriosamente -y con un gran sentido de la oportunidad- a Tiberio:

– He leído en los astros que Cayo no será nunca emperador.

– ¿Estás seguro de lo que has visto? -había mascullado Tiberio.

Trasilo, riendo, había respondido con una frase que recogerían los libros de historia:

– Para ese muchacho, es menos probable convertirse en emperador que atravesar a caballo las aguas del golfo, desde el puerto de Puteoli hasta las costas de Baia.

Y de ese modo le había salvado la vida. De todas formas, Cayo aún no lo sabía, ni imaginaba lo mucho que había influido en aquella profecía la llegada precipitada de Sertorio Macro.

La situación debía de haberse calmado también en Roma, porque el joven Herodes continuaba en la cárcel, encadenado pero vivo, y no se anunciaban procesos.

– Lo ha dejado vivir por el momento. Ha dicho que no quiere encender los ánimos en Judea -susurró, evolucionando por la biblioteca, Calixto, que después de años condenado a servicios humillantes estaba ascendiendo con rapidez en la escala jerárquica sin que el ya enfermo Tiberio estuviese al corriente.

De repente, Cayo respiró hondo. «¿Cómo se habrá enterado éste? -se preguntó-. ¿Y por qué viene a decírmelo?» Calixto salió como una sombra, sonriendo.

Al día siguiente, con mensajes secretos y bastante menos secretas intervenciones de Sertorio Macro, Tiberio utilizó su influencia a fin de que los senadores eligieran a Cayo para la altísima magistratura de cónsul. En el antiguo ordenamiento de la República, había dos cónsules, que ocupaban el cargo doce meses. Pero con frecuencia se había reelegido a una persona, y más de una vez, y hasta varios decenios, como en el caso de Augusto. Podía convertirse en un cargo vitalicio.

A Cayo César se lo comunicó, con una cauta y servil sonrisa, un funcionario, y él se quedó sin habla. Trató de desentrañar los pensamientos que habían originado la decisión de Tiberio. «Están tejiendo una trama a mi alrededor. Y yo, encerrado aquí, no me entero de nada.» No obstante, estaba seguro de que su elección calmaba a los ingobernables populares y al mismo tiempo impedía a algún peligroso enemigo ocupar aquel puesto neurálgico. Pero sobre todo significaba que en marzo se marcharía por fin de Capri y, con la gloria de aquel nuevo poder, iría a Roma, adonde durante años no lo habían dejado volver. Obedeciendo a un impulso, preguntó al funcionario si podía dar las gracias al emperador. Este respondió, sin dejar de sonreír, que el emperador estaba cansado y había pedido -no ordenado- que lo dejaran reposar.

En realidad, los cortesanos decían que Tiberio pasaba horas y horas recostado en la exedra o en la sala, inmóvil, con una manta o algún escrito abandonado sobre las rodillas, mirando el mar. Estaba cansadísimo, susurraban, estaba perdido en la soledad. Dormitaba largos ratos. Cada vez se quedaba más a menudo en la cama, en sus aposentos, hasta muy tarde, incluso hasta el atardecer. Como mucho, se levantaba a la hora del crepúsculo, se acercaba a mirar el sol en el horizonte y volvía. Un día, Cayo César, al saludarlo en silencio, encontró una mirada suya demasiado larga; quizá quería un contacto, intentaba hablar. De hecho, aminoró el paso, se detuvo un instante. También Cayo se detuvo.

En realidad, Tiberio, cansado de su vida, estaba pensando que aquel joven había sobrevivido a algo más terrible que atravesar de noche el bosque de Teutoburgo. En su mente nacían exhaustos sueños de paz; los mismos sueños que habían impulsado a Augusto, en la vejez, a desembarcar en la isla de Planasia, donde estaba confinado su joven nieto Agripa Póstumo, para abrazarlo y llorar con él. Tiberio pensaba, con inerme horror retrospectivo, que había necesitado toda la vida para conocer la feroz esterilidad del poder. Miraba a Cayo, pero este no logró ni siquiera despegar los labios. Tiberio prosiguió su camino despacio, arrastrando los pies hinchados.

La última noche de agosto

Capri recibía muchos vientos, que azotaban Villa Jovis. Vientos oscuros que llegaban por la noche del mar y removían el agua alrededor de las escolleras.

Llegó la calurosa noche de su vigésimo cuarto cumpleaños, la última de agosto, y ninguno de los muchos vientos de Capri soplaba alrededor de las rocas de la isla. El mar estaba tan plano y negro que, ni siquiera asomándose, se oía el menor ruido procedente de los escollos.

Cayo se despertó y empezó a conversar mentalmente con su madre, muerta y mal enterrada en aquella otra isla más pequeña donde no le estaba permitido a nadie desembarcar. Su mente giraba en torno al fantasma, al humo en que ya se había disuelto el recuerdo de los ojos, del porte, de la voz de ella. Habían pasado siete años desde que la había visto alejarse entre los pretorianos, después de haberse echado sobre los hombros un manto ligero.

Abrió los ojos; estaba amaneciendo. Helikon entró sigilosamente en la habitación.

– No dormías -constató con dulzura nada más mirarlo-, ni siquiera esta noche.

Él se sentó en la cama sin contestar. Estaba realmente cansado. Helikon llevaba una botella con un líquido oloroso y se puso a masajearle la nuca, las vértebras y los hombros moviendo los dedos con delicadeza.

– Aquel sacerdote de Sais decía que buscar el perfume de las flores que brotaron el verano anterior solo produce dolor -susurró-. Nacen otras flores.

Él se levantó y dijo:

– Quiero ir al mar ahora mismo.

Helikon se asustó.

– Tienes prohibido salir sin la autorización imperial.

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