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Ahora, los pretorianos caminaban ordenadamente a ambos lados del oficial y de Cayo, y aquello podía significar escolta de honor o reclusión. Desde el primer paso dado en el atrio de aquella casa, el olor que percibió Cayo fue nauseabundo; y mientras andaba, los ojos se le empañaban.

«Hasta un hombre como Augusto, que poseía el alma de un dios -había escrito Druso en aquel diario desaparecido con él-, se dejó envenenar por una mujer que de joven había sido una meretricula, una scortum, que sin él no habría sido nada. Jamás ha sido guapa, ni siquiera en su juventud. Con el paso del tiempo, ha acabado odiándola incluso su hijo, cómplice de sus delitos, y está cada vez más lívida y degradada físicamente, porque en la vejez cada cual tiene el rostro que se ha modelado durante la vida.»

El oficial levantó la mano derecha y Cayo vio con alivio, como si lo liberaran, que los pretorianos se detenían. Entraron ellos dos solos en una sala. Las paredes estaban cubiertas de frescos luminosos, flores, pájaros, hiedras, cenefas multicolores de frutas y linones. Parecía que caminaba por un interminable jardín. En la morada ele aquella mujer, resultaba asombroso.

Pero Cayo apenas lograba avanzar hacia el lugar donde ella esperaba; el odio le pegaba los pies al suelo.

– Cachorro de león -murmuró el oficial. Él se sobresaltó-. Combatí a las órdenes de tu padre -dijo el hombre.

Él no contestó, le lanzó una mirada sin volver la cabeza. El oficial también miraba hacia delante y apenas movía los labios. Entraron en un pórtico de estilo antiguo, con pilastras de ladrillo.

– Tu padre te llevaba en su caballo, entre nosotros -dijo el oficial. Cayo volvió la cabeza-. Una vez, en el Rin, te subí a su montura. Apoyaste los pies en esta mano. Te llamábamos Calígula.

Aquellas palabras le llegaron al corazón: se acordaba después de tantos años. El oficial le leyó el pensamiento:

– En las legiones, desde el Rin hasta Egipto, todos te llaman así -se apresuró a decir, ajustándose el cinturón.

Cayo se sintió invadido por una oleada de triunfo: estaba vivo, vivía con ellos. Se detuvo un momento para recuperarse.

– Ella es muy vieja -susurró el oficial-, ya verás. -Él no decía nada, sabía callar-. Te han traído aquí porque temen tu sangre -concluyó el oficial.

Al muchacho lo recorrió un relámpago de orgullo. Se miraron -una intensa mirada de hombres- y entraron en la última sala.

Livia estaba sentada al fondo, rodeada de gente de pie. Llevaba un chal blanco de lana sobre los hombros, una manta de lana blanca le cubría las rodillas y apoyaba los pies en un escabel. Miraba hacia el muchacho. Tenía el rostro muy delgado, de piel vieja y amarillenta; llevaba el cabello, ralo, recogido muy alto sobre la cabeza, como cuarenta años antes.

Cayo se acercó siguiendo al oficial a una distancia de un paso. Todos guardaban silencio. Los ojos de la vieja Livia buscaron los del muchacho, se sumergieron en ellos. Eran unos ojos pequeños, acuosos, pero poseían una fuerza enorme. Pese a la edad, debía de ver con nitidez.

El oficial se detuvo y se hizo a un lado. Cayo también se detuvo, mientras ella, la mujer más poderosa del imperio, «la madre del usurpador», continuaba mirándolo. Tenía el rostro exangüe, sus manos esqueléticas colgaban, con los nudosos dedos, de los bracitos. No hablaba: el silencio de los poderosos. Quizá esperaba ver en el joven señales de miedo. Pero él notó que todos los demás, en cambio, estaban sorprendidos por su belleza adolescente.

– Que los dioses te protejan, Augusta -dijo.

Su voz era viva y espontánea, también se lo habían dicho, y llenó la sala.

Ella, la vieja, apenas levantó la cabeza y movió los labios secos para decir:

– Bienvenido a la casa que fue del divo Octaviano Augusto y mía. -Al joven Cayo le pareció que los presentes estaban atónitos-. Acércate -ordenó a continuación.

Él obedeció. Percibió el olor de aquel cuerpo viejo. Los cabellos ralos, mal peinados, parecían polvorientos. No llevaba ni una sola joya. La lana de su chal era tosca.

– Te mostrarán dónde vas a vivir -dijo, antes de indicar con un gesto que se retirara.

Después de eso, pasó meses sin ver a Livia más que de lejos.

Le llevaron sus sarcinae, su equipaje, que había sido hecho sin ningún orden e inspeccionado por manos enemigas, a una habitación anónima, pequeña, con una sola ventana que daba a un patio interior, como una cárcel, muebles viejos y corrientes, las paredes simplemente encaladas. Sin embargo, del fondo de uno de los fardos salió el pequeño codex del viaje a Egipto, que los inspectores probablemente habían considerado un juego infantil. Luego, en una caja con viejas medallas, apareció el anillo sigillarius de su padre, y él vio que sus manos se habían hecho grandes y fuertes, porque podía ponérselo sin que se le cayese. Faltaban, en cambio, muchas otras cosas. Él no pidió nada.

Se dio cuenta de que era imposible atrancar la puerta de aquella habitación desde el interior. Sin embargo, se veían claramente señales de un cerrojo que había sido arrancado. Para lavarse, le indicaron una serie de miserables instalaciones utilizadas por los funcionarios y los vigilantes de la casa. Le dijeron con ironía que no se preocupara: «Aquí no entran esclavos».

«Cachorro de león atado con una correa y conducido a su nuevo amo.»

Tenía casi diecisiete años. ¿Por qué razón, se preguntaba, de toda la familia lo mantenían vivo solo a él, y aparentemente libre, en aquel lugar? ¿Para que Roma admirase la bondad de Livia y Tiberio? ¿Para aplacar a los populares, fuertes en la capital, en las provincias orientales, en las legiones? ¿Para mostrar la cara clemente de la justicia, que castigaba a los conspiradores rebeldes mientras que el inocente, el niño, el Calígula era tiernamente protegido? ¿Acaso porque, después de tantos delitos, tenían necesidad de limpiar su imagen?

Después se dijo que quizá era simplemente un rehén a merced de Tiberio, «el último de los vuestros está aquí, en mis manos», como los hijos de los reyes extranjeros derrotados, como Darío de Partia, como Herodes Agripa de Judea. Quizá vivía porque era un peón en los tratos con sus senadores enemigos. Quizá garantizaba a Tiberio una sucesión lejana y tranquila, frenando a otros, y más peligrosos, aspirantes; quizá Tiberio decía: «Después de mí, tendréis al heredero de julio César, de Augusto, de Marco Antonio, de Germánico», y hacía saber a sus enemigos: «Ninguno de vosotros podrá desafiar jamás semejante popularidad, semejante suma de memoria histórica». Llegó a la conclusión de que su futuro, su posibilidad de salvarse dependían en gran parte de él, debía defenderse solo.

Pero el recuerdo de su madre llegaba a fogonazos, repentino como un corte en la carne. Entonces la soledad se convertía en ahogo físico. En su mente, la isla de Pandataria se hallaba perdida en un lejano desierto de agua. Desde la casa de Livia no se veía el mar. Su madre había dicho que la villa de Pandataria era muy elegante. Pero para mantenerla hacían falta siervos y dinero. A Agripina le habían confiscado el patrimonio, nadie podía ayudarla, nadie había podido acompañarla allí salvo los carceleros escogidos por Tiberio. Y no sabía dónde, ni en qué condiciones, imaginar a sus hermanos.

– Mira -le dijo una vieja esclava señalando un fresco de la pared. Él miró y vio la mano extendida de una mujer con velo, echando un mechón de pelo a una hoguera-. ¿Sabes qué significa?

– No -respondió él.

– ¿Sabes cómo crepitan los cabellos cuando se queman?

– No, no lo he visto nunca.

– Arden -dijo, riendo, la esclava- igual que arderá la vida de aquel al que se los han cortado mientras dormía. Cayo miró como si fuese un juego y sonrió.

Las bibliotecas imperiales

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