Cayo le preguntó, susurrando -ya hablaban siempre en voz baja, incluso dentro de casa-, si no podía utilizar también ella esa arma.
Su madre respondió que no la creerían y meneó la cabeza con tierna compasión por lo que veía como un rasgo de ingenuidad. A ella solo le quedaba un camino, dijo: aguantar hasta el final su suerte. Valiente e indomable, fiel a su marido y al orgullo de su casa, y a sus derechos pisoteados, hasta más allá de la muerte. Le dijo que en el futuro se hablaría de ella. Y como él lloraba con la cabeza escondida, dijo riendo:
– Nos queda una esperanza. Nadie sabe cuántos días va a concederle la suerte a Tiberio.
Se oía el caudaloso río. Al otro lado de aquellas aguas, en otro palacio medio vacío en el monte Palatino, en las estancias donde Augusto había vivido muchos años atrás, pasaba la noche -una de sus noches de poquísimas horas de sueño- la vieja e implacable Noverca, la mujer que había logrado transformara Augusto, el pacífico, el clemente, en el más injusto enemigo de su sangre.
A través de la oscuridad de Roma, Agripina miró hacia esa colina y declaró que la Noverca no quería morir dejándola a ella, libre y viva, sobre los hombros de Tiberio.
– No llores -concluyó-, pero no te hagas ilusiones. Nos hemos ido todos de aquí, uno tras otro. Pero tú recuerda que, si consigues vivir, tendrás el placer de decidir la manera de vengarme.
Fueron a prender a Agripina cuando aparecieron las primeras luces del alba. Ella se echó sobre los hombros un manto ligero, se volvió, abrazó con naturalidad a su hijo y luego, apartándose sin llorar, le dijo que no olvidara la pequeña nidada de pavos reales ni la pajarera. Él se lo prometió; y se quedó solo en casa, con el preceptor griego, el aterrorizado Zaleucos. Era una mañana gélida, el viento descendía hacia la ciudad desde los Apeninos nevados. Zaleucos bajó hasta la entrada de la villa junto al río y volvió a subir; dijo que la entrada estaba custodiada por los pretorianos.
En Roma se contó en voz baja que se habían presentado muchos testigos contra Agripina y Nerón ante los senadores. Según las acusaciones, ambos habían violado la terrible Lex de majestate. Los declararon culpables juntos: la complicidad transformaba el delito en conjura. Los senadores los consideraron unánimemente «enemigos del pueblo romano». Pero el proceso se había celebrado a puerta cerrada y oficialmente no se informó de nada.
Con sádica reiteración, las queridas residencias familiares se convirtieron en cárceles: Tiberio desterró a Agripina a la isla de Pandataria, donde Augusto había encerrado a Julia, la isla persa del mar Tirreno desde la que, los días claros de invierno, se veían los montes Albanos, los montes Lepini y, hacia el sur, las islas y la costa del golfo Partenopeo. Nerón fue desterrado a la vecina isla de Pontia, actualmente llamada Ponza.
Contaron que Agripina había realizado aquel viaje encadenada, con una gran escolta militar, pero dentro de una litera para que nadie pudiera acercarse a ella. Y en efecto, nadie volvería a verla jamás. Y copio por efecto de una larga censura, las páginas de Cornelio Tácito que relataban objetivamente su suerte final fueron arrancadas y desaparecieron.
De aquel rápido proceso, de las acusaciones, de los testigos, de cómo se defendieron los imputados y si se les permitió hacerlo, al joven Cayo nadie le contó nada. Él no pudo preguntar.
La tutela de la Noverca
Inmediatamente fue a buscarlo un oficial con una escuadra de pretorianos, y él, al verlos al fondo del atrio, pensó que iba a morir. Por un instante casi le pareció fácil. Fue a su encuentro en silencio, dejando atrás, una tras otra, las estancias de la casa. Los fámulos y los libertos que habían ayudado a su padre lo miraban con desesperacion.
Pero el oficial le informó, con respetuoso rigor, de que, dada su minoría de edad, la muerte de su padre, la pérdida de los derechos civiles de su madre y la confiscación de todas las propiedades, los senadores habían decidido que su tutela fuera concedida a Livia, la augusta viuda, la madre de Tiberio. Y anunció que debía conducirlo inmediatamente a casa de esta, en el monte Palatino.
Cayo sintió que su joven cuerpo se paralizaba. Habían otorgado todo poder sobre él a su monstruosa enemiga. Y la llamaban «la tutora», la que hace las veces de padres, una figura materna. Se quedó sin saliva en la boca, no conseguía tragar o hablar, los labios secos se le pegaron a los dientes.
El oficial esperaba su reacción y a Cayo le pareció que lo miraba con excesiva atención. ¿Qué sabía? ¿Cuáles eran las órdenes secretas? Pero si había aprendido algo era a disimular. Sus labios se abrieron y contestó:
– Obedeceré con mucho gusto.
La servidumbre de casa, los familiares, iban congregándose preocupados en el atrio; sabían que su vida estaba destrozada. El oficial, en efecto, anunció a Cayo que sus objetos personales irían con él, mientras que la gente de casa, la familia urbana, los esclavos, los muebles y las propiedades de su madre eran confiscados por el Estado. El chiquillo vio por última vez, y durante toda su vida lo recordaría, a su pobre preceptor Zaleucos. Se había situado junto a la entrada y temblaba ostensiblemente; tenía los ojos muy abiertos.
Cayo, que ya era bastante más alto que él, le puso una mano sobre un hombro y miró sus cabellos grises. Enseguida retiró bruscamente la mano, incapaz de decirle nada. La vejez de un esclavo… Se irguió y se dirigió a todos a la vez:
– Os doy las gracias…
Luego dijo que acataran las órdenes, los saludó dignamente y no se volvió. No volvería a ver a ninguno: dispersados, vendidos lejísimos de Roma.
El oficial continuaba mirando a Cayo.
– Vamos -dijo, y se dirigieron al monte Palatino.
Aquel lugar era ya el símbolo del poder. La leyenda virgiliana decía que sobre aquella espléndida colina, entre el Foro y el Circo Máximo, siglos antes, cuando solo había cabañas de pastores, se había instalado el héroe Palante, el hijo de Evandro.
Augusto había escogido ese punto exacto para construir un templo a Apolo, el dios que, según él aseguraba, le había dado la victoria de Actium sobre Marco Antonio y que, después de tantos estragos, había acabado simbolizando orden, moderación, paz. Para el templo había querido mármol blanco de Luni, rodeado por un pórtico con columnas de mármol amarillo y cincuenta hermas de mármol negro antiguo que representaban el mito de las Danaides. En el interior del templo, detrás de unas pesadas puertas de bronce, dentro del pedestal de la estatua divina, había hecho depositar los antiquísimos Libros Sibilinos, en los que se decía que estaban escritos los destinos de Roma.
Entretanto, a través de agentes, había adquirido poco a poco propiedades colindantes y, utilizando asimismo los terrenos confiscados a Marco Antonio, había edificado alrededor del templo una especie de santuario, el palacio imperial, con terrazas descendentes, jardines, pórticos y atrios, mármoles raros, estucos y frescos en las bóvedas y las paredes. El poeta Ovidio, antes de ser relegado a la lejana Tomis, había cantado la magnificencia de los edificios y cambiado el original palatium por el suntuoso palatia, el plural.
La gente murmuró que en Roma ya se superaba la grandiosidad de los soberanos orientales, y realmente el inmenso palacio -más de doce mil metros cuadrados- se parecía a los célebres palacios de Pérgamo. Pero Augusto tuvo la perspicacia de incluir una grandiosa biblioteca griega y una latina, y declaró que, tanto el palacio como el templo estaban abiertos a los ciudadanos, porque el dueño de todo era el pueblo romano.
Mientras llevaba a cabo esta grandiosa operación inmobiliaria pública, Augusto -sublime artista de la política- ostentaba modestia y discreción para su residencia privada: pocas estancias y pequeñas que habían pertenecido al senador Hortensio, austeros pavimentos de mosaico blanco y negro, sencillos frescos de dibujos geométricos. Esas estancias eran colindantes a la que actualmente los arqueólogos llaman «la casa de Livia» y que en realidad había sido la casa de Claudio, su primer marido, al que abandonó. Allí dentro había permanecido encerrado Augusto durante los días de la guerra familiar: desde allí, sordo a las súplicas, había decidido relegar a su hija Julia y condenar a su último nieto adolescente. Allí, años después, había ido también a buscar consejo Tiberio, salpicado por el escándalo del envenenamiento de Germánico.