– ¿Dónde están los escritos de Cremucio?
– Tiberio ha ordenado a los ediles que los quemen en público -respondió, desesperado, Sabino-. ¡Treinta y cinco años de estudio! Y Cremucio…, ya sabéis lo tímido que es, se ha pasado la vida entre sus libros…, estaba de pie ante Tiberio, y sabía que no tenía esperanzas. No obstante, mientras que todos guardaban un terrible silencio, él ha hablado, y ha dicho: «Todos vosotros sabéis que han transcurrido casi setenta años desde que mataron a Julio César. ¿Cómo podéis considerarme culpable a mí, que aún no había nacido?». Tiberio lo miraba en silencio («truci vultu», escribiría Tácito). Y ninguno de los seiscientos senadores ha replicado. Él se ha visto ante la muerte. «Soy inocente, hasta tal punto que, al no encontrar culpa en mis actos, se me acusa por relatar los actos ajenos», ha dicho. Tiberio ha permanecido callado, sabe que sus silencios pueden matar, y ha aplazado la audiencia, pero sin fijar ninguna fecha. Cremucio ha vuelto a casa solo, y nadie ha tenido valor para hablar con él. Se escabullían para no saludarlo. Ha cerrado la puerta y los postigos.
Permanecieron en silencio mientras un anciano y diligente siervo, que había conocido a Germánico de pequeño, llenaba delicadamente sus copas de vino. Sabían, sin decírselo, que Cremucio estaba dialogando con la muerte.
Dejarse morir rechazando la comida. Una muerte que habían escogido lúcidamente muchos romanos, sin sangre, sin violencia contra sí mismos, sin exponerse a fallar el golpe. Un gesto que no nacía de momentáneos impulsos emotivos, una protesta lúcida, sostenida durante días y días. En el fondo, contaban los que habían visto semejante agonía, solo se sufría realmente los dos o tres primeros días; luego -al menos eso se decía- todo se deslizaba a un limbo de alucinaciones, de cansancio invencible, de trío, de sueños.
– Porque la mente ordena al cuerpo cuándo es el momento de morir -murmuró Zaleucos en griego.
Y el cuerpo se entregaba a la muerte con una limpidez transparente del rostro, un tranquilo abandono de los miembros, un sueño sin sobresaltos.
La madre de Cayo escuchaba con atención; sus ojos destacaban en el delgado rostro.
– Tiberio también sabe, lo que está sucediendo en casa de Cremucio Cordo -dijo-. Por eso ha aplazado el proceso.
Unos días más tarde, Druso pudo escribir en su diario: «Esta mañana lo han encontrado muerto. Ha dejado escrito que estaba seguro de que sus palabras perdurarán aunque hayan quemado su libro, porque los que vienen después de nosotros valoran con arreglo a la verdad. Y ha dicho que se le recordará más precisamente porque lo han condenado».
– ¿Has visto? -dijo, volviéndose hacia Cayo-. Al racimo de nuestros amigos le quedan los últimos granos. Somos nosotros.
Cayo salió al jardín sin decir nada, como siempre. Pensó que algún día haría buscar y publicar de nuevo los libros de aquel muerto. Y mientras pensaba esto, Nerón irrumpió en la sala gritando:
– Han arrestado a Cayo Silio y lo han trasladado a Roma en secreto. Lo procesan hoy.
Se quedaron petrificados.
– ¡Hay que sublevarse inmediatamente! -gritó-. Nos matarán a todos uno tras otro.
Druso se levantó y le puso dos dedos sobre los labios. El grito de Nerón se convirtió en sollozos de rabia.
– Le han hecho pagar la fidelidad a nuestro padre.
El tribuno Cayo Silio, ya comandante de legiones en el Rin, era el hombre que había enseñado a Cayo, cuando este era pequeño, a utilizar el puñal, el primero que le había revelado algo de la historia de su familia, el que le había regalado aquel caballo tan querido, el mannulus llamado Incitatus.
Cayo salió de la residencia sin avisar a nadie, llevando consigo al ya anciano y completamente resignado Zaleucos. En la calle, le anunció que quería ver al acusado en el único momento posible, es decir, mientras lo conducían al tribunal senatorial.
Sin embargo, a lo largo de aquel recorrido el despliegue de fuerzas era impresionante. Cayo, impotente, solo vio el movimiento tumultuoso de los pretorianos y dos murallas de muchedumbre asustada y muda; por un momento distinguió allí en medio al acusado, sin las insignias de la graduación, que, pese a ser el único que llevaba la cabeza descubierta, sobresalía a causa de su estatura y caminaba muy erguido, con orgullo. El cortejo avanzaba despacio, y la mirada del tribuno Silio pasó por encima de las cabezas de la multitud y llegó hasta él. El muchacho esperó fervientemente que lo reconociera. No sucedió nada más.
Cayo volvió sobre sus pasos mirando al suelo. Pensaba en el inmenso poder que había tenido su padre: la capacidad de hacer, con un gesto, que ocho legiones se sublevaran. Y todo se había disuelto como agua: ni siquiera podía atravesar un cordón de pretorianos. ¡Qué irreparable error había sido prestar obediencia a Tiberio! ¡Cómo debían de haber reído, en secreto, el usurpador y su madre! Sus puños se habían apretado, las uñas torturaban la palma de las manos.
Zaleucos lo seguía en silencio; en su memoria ya no quedaban citas de historiadores o filósofos.
– Los días más hermosos que hemos vivido son aquellos inviernos que pasamos en el castrum -murmuró.
Al día siguiente, Druso escribió: «Acusan a Silio de haber dicho que, si sus legiones se mueven, Tiberio pierde el poder. El acusador ha sido el cónsul Marco Varrón, el siervo más vil de Tiberio. Ha sido horrible. Dicen que Silio entró en la sala encadenado. Siempre ha sido hombre de pocas palabras; mientras Varrón lo acusaba, él lo miraba con desprecio y no decía nada. Al final, solo dijo que su intachable carrera militar lo ha cubierto de odio».
Los ojos de Cayo se detuvieron en esa última línea mientras Druso dejaba el calamus. Y en ese momento llegó jadeando el grammaticus Caro, el preceptor de los dos hermanos mayores, para anunciar que el tribuno Silio había escapado de las manos crueles y humillantes del verdugo suicidándose. Un golpe limpio, de precisión mortal. Y no se sabía quién le había dado en secreto aquel puñal mientras estaba encadenado.
Cayo salió al jardín sin hacer ningún comentario. Aquel orgulloso suicida había sido el primero que lo había tratado como un adulto. Lo asaltaban los recuerdos: el golpe preciso de sita, los dedos sobre la yugular («Si ya no late, se ha ido la vida…»), el fuerte tribuno volviéndose de pronto y diciéndole: «Ten cuidado, cachorro de león…». Soportó los recuerdos uno tras otro, tal como su memoria se los enviaba. Después respiró hondo y se dio cuenta de que no podía franquearse con nadie.
En la biblioteca, Druso cogió de nuevo el calamus y
añadió unas líneas: «Escribo esto para que se sepa que, en vista de que ya no podían matarlo a él, se han vengado condenando al exilio a su mujer, Sosia, simplemente porque es la amiga más fiel de nuestra madre. Así se sabrá también que el imperio de Tiberio tenía miedo de una mujer».
Los misterios de Capri
Entretanto, el emperador Tiberio -por instinto y también debido a los venenosos consejos de Elio Sejano, que le pintaba los peligros de Roma aumentados- no iba casi nunca a la capital. Pasaba el tiempo en Miseno, Baia o Capri, a capricho, con poquísimos amigos: un senador que era también un célebre jurista, Coceyo Nerva, el équite Curcio Ático, helenista, apasionado como él de las historias antiguas, algunos literatos griegos. O bien escogía lugares de espléndida belleza, pero controlados e inaccesibles, donde hacía edificar residencias a su gusto, seguras como un castrum en tierras bárbaras. «Las madrigueras del usurpador -decía Agripina-, los escondrijos de su miedo.»
En Tiberio no todo eran sospechas y temores. Era misoginia, intolerancia a las voces, las risas y los ruidos, rechazo de las ceremonias de corte, el gentío, la música, las prendas multicolores, la vivaz presencia femenina. Tenía unas cicatrices profundas y secretas, jamás confiadas a nadie. Sus horas privadas eran humillantes y solitarias. Su orgullo se había visto profundamente herido por el ansioso rechazo de Julia. Ver que su silenciosa e insustituible Vipsania rehacía su vida había supuesto una insoportable desilusión para él. Y Druso había escrito: «Asinio Galo, un anciano, rico y tranquilo hombre de bien es culpable de una sola cosa: haber osado casarse con Vipsania, la mujer de la que Tiberio se había cobardemente divorciado para obedecer a la Noverca, su madre, y casarse con Julia. De modo que Tiberio, una vez tomado el poder, vio ante sí, entre los senadores, al hombre que puede jactarse de dormir desde hace unos años, y con recíproca satisfacción, junto a la que fue esposa del emperador. Quién sabe qué confidencias e ironías, y qué secretos…». El sarcasmo de Druso rayaba el insulto: «El pobre hombre debería haberse retirado a una lejana provincia con esa consorte demasiado célebre y no haber vuelto a dejarse ver. En cambio, falto de astucia, saludó a Tiberio con una devoción que quizá era temor, pero que a Tiberio le pareció una burla. Inmediatamente fue objeto de falsas acusaciones: declaraciones sediciosas y conspiración. Montaron un repugnante proceso y destruyeron al pobre hombre. Lo condenaron a un exilio de por vida, la pérdida de la dignidad senatorial, la prohibición de vestir la toga, la confiscación de sus bienes».