El proceso contra Cretico duró, efectivamente, un día: debido a su fama como soldado no se atrevieron a matarlo y lo condenaron al destierro. Pero, con despiadada cobardía, escogieron para él una lejana isla del Egeo, árida y casi sin agua, en el archipiélago de las Cícladas: Giaros.
– No volveremos a verlo -dijo Agripina. Cerró los ojos y apretó los párpados, enrojecidos: esa era ahora su forma de llorar-. Nadie ha regresado vivo de esa isla -añadió.
Y Druso escribió: «Te acostumbras al delito, dejas de indignarte, te vuelves prudente. Cada cual teme que le suceda lo mismo que a los demás. Todos nuestros amigos son condenados, uno tras otro; y su terrible culpa es la fidelidad. El viejo y valeroso grupo de los populares es despojado poco a poco de sus hombres, igual que se arrancan los granos de un racimo de uvas».
El hijo de Graco y el nuevo «Castrum Praetorium»
Justo entonces apareció en Roma, y recorrió el Foro de Augusto, un cuadragenario vestido modestamente, con el rostro quemado por un sol ardiente, al que nadie reconocía. Pero antes de que hubiera pasado una mañana los romanos empezaron a señalárselo unos a otros: era el hijo de aquel Sempronio Graco envuelto en el proceso contra Julia, que siendo muy joven había acompañado a su padre al destierro en la isla de Kerkennah.
Agripina dijo, emocionada:
– Cuando se llevaron a mi madre, nosotros, mis hermanos y yo, estábamos aquí, en esta casa, como ahora. Y de pronto llegó el hijo de Graco…, entonces tenía tu edad, Cayo…, y anunció tranquilamente: «He venido a despedirme. Me voy a la isla con mi padre». Y fue tal el clamor en toda Roma que el mismo día una nueva ley prohibió acompañar a un condenado a la relegación o al exilio.
Ahora, caminando por Roma tras una larga y silenciosa ausencia, aquel hombre, irreconocible a primera vista, reavivaba peligrosamente el recuerdo de cómo habían asesinado a su padre.
– He hablado con él -dijo Druso a sus ya poquísimos amigos- y me ha contado cómo murió su padre. De repente desembarcó en la isla un oficial, uno de esos leales ejecutores de delitos, con sus hombres. Graco estaba sentado sobre una roca frente al mar, solo. Su hijo trenzaba cestas de mimbre, como hacía desde los diecisiete años para sobrevivir. El oficial le dijo a Graco que Julia había muerto y que solo quedaba vivo él. Su hijo soltó la cesta en la que estaba trabajando y acudió corriendo; el oficial ya estaba leyendo la sentencia. Graco pidió tiempo para escribir una carta de despedida a su mujer, Aliaria, que durante diecisiete años le había sido fiel. Después abrazó a su hijo, le dio las gracias por todos los días pasados con él y se descubrió el cuello. «Te será fácil asestar el golpe. Se ven bien los huesos», dijo al oficial.
– Yo lo sabía -dijo Cayo-. Lo oí contar en el castrum.
Cremucio Cordo, el historiador, predijo con preocupación:
– El hijo de Graco ha cometido una imprudencia volviendo. Tiberio no soportará que la gente lo vea.
– ¿El culpable es entonces la víctima, no el asesino? -saltó Druso.
Cremucio, que era modesto y de carácter apacible, no se atrevió a decir que, en su obstinado análisis de historiador, a veces sentía que su mente penetraba en los oscuros proyectos de Tiberio y casi se anticipaba a ellos. Humildemente escéptico, pensaba que todo estaba escrito en las historias antiguas y que bastaba leerlas con atención, pues, por más que pasen los siglos, el corazón de los hombres nace siempre igual.
El anciano Zaleucos lo miró y pensó, en cambio, que a esa clarividencia se debían muchos célebres oráculos. Encontró en su memoria una antigua sentencia y la citó:
– Un historiador que lee el pasado, a veces recibe de los dioses el privilegio de ver las sombras sobre el futuro.
Sin embargo, en sus viejos libros no había encontrado la enseñanza de que, a veces, ese privilegio se paga carísimo.
El caso es que un grupito bien organizado de espías no tardó en acusar al hijo de Graco de haber ayudado a las bandas de rebeldes africanos que infestaban la frontera con Numidia. Era una acusación de pena capital; y, puesto que el repugnante efecto de la tiranía era la desaparición del valor civil, los senadores se reunieron para celebrar el juicio, cuyo resultado era previsible.
– Lo perderemos también a él -dijo Agripina envolviéndose en su ya inseparable manto de lana, de la misma manera que tiempo atrás había buscado los brazos de Germánico.
Sin embargo, mientras ella pronunciaba estas palabras, en la sala repleta del Senado irrumpía de forma inesperada precisamente el hombre -procónsul en África- que había derrotado a los rebeldes que amenazaban la frontera con Numidia. Con la autoridad que le conferían sus victorias y la sorpresa psicológica, el procónsul desenmascaró la vergonzosa inconsistencia de las acusaciones contra el hijo de Graco, las desmintió. «El único en esta pobre ciudad que ha conservado el valor», escribió Druso. En Roma se extendió una atmósfera de rebelión y, por una vez, los senadores tuvieron más miedo de la calle que del emperador. El imputado fue claramente absuelto.
Tiberio, silenciosamente furioso, estaba culpando a Elio Sejano, el hombre de la cueva de Sperlonga, por el desastroso desarrollo de aquel proceso, cuando este, con agilidad mental, le ofreció un consejo para dominar de modo implacable la inquietud de la inmensa Roma.
– Los pretorianos tienen dificultades para controlar la ciudad porque están repartidos en las diferentes regiones. Es fácil burlarlos. Debemos reunir a las nueve cohortes en un solo e inexpugnable cuartel.
Concentradas y bajo un único e inmediato mando, las cohortes conquistarían la fuerza operativa y disuasoria de un ejército.
El cuartel fue construido inmediatamente y llamado Castrum Praetorium, una fortaleza dentro de la ciudad. Y se hizo tan siniestramente célebre que el barrio conservaría su nombre durante veinte siglos. Las cohortes de los mílites pretorianos se convirtieron en una formidable defensa contra los movimientos populares y en una temible intimidación contra los senadores disidentes. Como es lógico, Elio Sejano fue nombrado prefecto.
– Ahora que tiene la capital en un puño, se ha convertido en el hombre más poderoso del imperio -susurró con su dolorosa clarividencia Cremucio Cordo, y por el tono de voz se notó que la idea lo aterrorizaba-. Pero creo que todavía no lo ha advertido nadie.
El fin de Cremucio Cordo y de Cayo Silbo
– Nunca hubiera creído que ver amanecer inspirase terror -dijo Druso.
Cualquier voz apenas más alta en el silencio de los jardines provocaba sobresaltos; la hora de las irrupciones, de los arrestos inesperados era, efectivamente, el alba. Y el sol traía las novedades policiales de la noche.
De hecho, apenas era de día cuando se presentó el équite Tario Sabino -el que había llorado de emoción viendo el triumphus ele Germánico- y anunció, desesperado, que estaban instruyendo un proceso contra Cremucio Cordo, su amigo más querido, el apacible historiador con el que había discutido afectuosamente toda la vida, paseando bajo los soportales de los Foros.
Nerón preguntó qué había escrito ese pobre hombre que pudiera ser considerado criminal.
– Dicen que ha osado exaltar el gesto de Bruto cuando mató a Julio César. Ha escrito que Bruto fue el último romano. Sus acusadores han dicho que elogiar un delito significa ser cómplice de él.
El joven Cayo se alejó. «Ninguno de nosotros escapará», pensó con lucidez. Recordó que, durante una cacería en los alrededores de Antioquía, un zorro había escapado de los perros fingiendo estar muerto entre unos arbustos. «La única posibilidad de que no me maten es que crean que no vale la pena hacerlo», se dijo. Su mente ya no formaba pensamientos jóvenes. «No cometeré errores», decidió, antes de volver atrás y preguntar: