En efecto, en poco tiempo el corazón imperial de Roma estuvo totalmente patrullado por los pretorianos y los vigiles, y de la revuelta solo quedaron montones de desechos y de piedras.
– Dejemos pasar la noche -sugirió Valerio Asiático a sus colegas, y propuso que, por prudencia, ninguno bajara del Capitolio para ir a su casa.
Entretanto, los cuerpos de los asesinados se habían quedado en el suelo, en el atrio de la domus imperial, y nadie se había ocupado de ellos.
Al llegar la noche, un solo hombre en toda Roma, un amigo que había asistido a la tragedia porque se encontraba en la sala isíaca, Herodes Agripa, el etnarca de Judea que llevaba al cuello la cadena de oro del mismo peso que sus antiguas cadenas de hierro, encontró el valor necesario para subir al Capitolio y, exponiéndose al frío viento de enero que barría la colina, solicitó ver a los senadores reunidos. Estos accedieron. Y él, invocando la antiquísima ley de la República, pidió los cuerpos de los fallecidos para darles sepultura. Le contestaron que fuera a cogerlos. Fue con sus siervos, escoltado por silenciosos pretorianos. Vio que los cadáveres habían sido claramente registrados; el del emperador presentaba una salvaje serie de heridas, la mayoría de ellas hechas bastante después de la muerte, pues eran laceraciones abiertas y sin sangre. Del dedo anular derecho le había sido arrancado el anillo sigillarius.
– No eran necesarias treinta y dos puñaladas para matarte -murmuró Herodes-. Quien, estando tú vivo, no se atrevía siquiera a hablarte, ha descubierto que poseía un gran valor después de que estuvieras muerto.
Se apartó para llorar donde no lo viera nadie. No sabía que algunas de esas puñaladas, las más chapuceras, las había asestado un sicario de los Pisones. Sus hombres recogieron el cuerpo de Milonia con la ropa desordenada, vieron el vientre turgente y lo cubrieron.
– Estaba embarazada -dijo Herodes.
Después recogieron a la niña con los cabellos ensangrentados, como un animal aplastado. Nadie pensó en ese momento en los otros cinco o seis muertos como consecuencia de la furia de los germanos, esparcidos por el atrio, ni en el cadáver de Helikon, el catulus egipcio; los esclavos de los palatia los retirarían al día siguiente y echarían cubos de agua sobre el mármol manchado.
Herodes apoyó la frente en la pared del criptopórtico donde estaba el ya inútil mapa del imperio. Como tenía el corazón delicado, sus hombres pensaron que le había dado un colapso por lo que había visto. Se acercaron, pero él sacudió la cabeza y no contestó. Le hablaba al que los suyos habían recogido del suelo con unas parihuelas y cubierto con un paño.
– En la época en que éramos jóvenes… -susurró. Sus labios rozaban el dibujo del mapa grabado, que tantas veces había señalado el índice del emperador-. Solo de joven es posible inventar sueños como este.
Presionaba la piedra con la frente. Sabía perfectamente que de esos sueños no quedaba nada. En ese momento él solo lo percibía; millones de hombres aún no lo sabían. De repente notó como si unos dedos le agarraran con fuerza el corazón y sintió un intenso dolor. Un hormigueo le corrió por el brazo izquierdo. Se quedó sin respiración. El dolor disminuyó.
– Vámonos -dijo sin volverse.
Así pues, el hombre que bajo Tiberio había acabado en la cárcel por haber manifestado la esperanza de ver a Cayo César reinar, el hombre que había sido considerado un borracho, un jugador irresponsable, un holgón, en esos momentos no temió mostrarse públicamente como el único amigo del emperador caído. Transportó los cuerpos en la oscuridad de los Jardines Vaticanos hasta el altísimo obelisco, ante el cual hizo levantar para los tres juntos la pira fúnebre, y veló en silencio la hoguera en la ventosa noche de enero. «El poder es un tigre, solo sobre una roca…», pensó, mirando el fuego. La hoguera ardía deprisa con aquel viento; trozos de leña chamuscada se esparcían alrededor.
En la oscuridad de la misma noche, las cohortes despejaron y vigilaron la Curia, y en cuanto salió el sol de la nueva mañana los senadores tomaron asiento y las dos antiguas facciones se enfrentaron por enésima vez.
El senador Saturnino exaltó a Casio Quereas como el nuevo Bruto y sus aliados lo declararon inmediatamente «restaurador de la libertad». Mientras Quereas vivía imprudentemente su hora de gloria, Saturnino propuso recuperar el antiguo poder senatorial, refundar la República y dar muerte a todos los supervivientes de la familia Julia Claudia.
– ¡Su recuerdo debe desaparecer incluso de las piedras! -afirmó.
Nada más ser pronunciado este grito, que en el futuro muchos imitarían, algunos voluntariosos empezaron a derribar estatuas o saquear templos y edificios. Pero, para sorpresa de los demás conjurados, Marco Vanicio y sobre todo el poderoso Valerio Asiático, en lugar de hacer un elogio de la libertad, proclamaron de repente que esta, sin un guía fuerte, era anarquía y guerra civil.
Asiático evocó todos los antiguos desastres:
– Acordaos de Pompeyo, de Marco Antonio, de sus hombres armados por las calles de Roma…
Y, con impúdica impaciencia, Marco Vanicio presentó su propia candidatura al imperio.
Los populares estaban aterrorizados y destrozados. No obstante, tras una angustiosa consulta encontraron el nombre de un noble candidato: el viejo soldado Servio Sulpicio Galba, que esos días se encontraba en Roma.
Cuando, meses antes, el joven emperador y él se habían encontrado a orillas del Rin, nadie habría podido leer en un horóscopo celeste, ni oír del oráculo de un templo, que muy pronto matarían el emperador y que los senadores, para granjearse la simpatía de las.legiones, ofrecerían el imperio a Servio Galba.
Pero Galba rechazó una conquista tan vil del imperio.
– Roma no se gobierna asesinando -contestó.
Era, en efecto, insoportablemente honrado y rudo para los tiempos que se avecinaban. Le ofrecerían el imperio por segunda vez durante la anarquía que siguió a la muerte de Nerón y entonces, fatalmente, aceptaría. Unos meses más tarde también lo asesinarían a él, por su espartana dureza, en una calle de Roma.
Los seiscientos senadores -como muchas asambleas de los siglos futuros- estuvieron dos días sin conseguir ponerse de acuerdo. Entonces, según los acuerdos secretos con Calixto, los pretorianos reaccionaron. Sus oficiales, dispuestos ya a dar un golpe de Estado militar, declararon que jamás aceptarían un emperador impuesto por otros. Querían elegirlo ellos, «puesto que, para defender el imperio, nos jugamos la vida».
Y cuando todos estuvieron suficientemente alarmados por aquella intervención («Roma está en sus manos», susurraban los senadores con la misma inquietud que la que había seguido a la muerte de Tiberio), el liberto Calixto, en un brillante movimiento táctico, puso sobre la mesa el nombre de Claudio, aquel pariente viejo y atemorizado que llevaba el nombre de la familia imperial pero no poseía el carácter de sus predecesores y, por lo tanto, podía, con su demostrada mediocridad, poner a todos de acuerdo.
Valerio Asiático, cuando vio con rabia aquel último y ya irreparable lanzamiento de dados, pronunció esta frase lapidaria: «Calmamos a los populares con un descendiente histórico y contentamos a los optimates con un imbécil». Lo dijo en el sentido ciceroniano: un personaje moralmente miserable y sin energía, eso era lo que de verdad hacía falta.
Mientras hablaba así, no sabía que, poquísimos años después, otro -e igualmente despreciable- complot lo condenaría a muerte a él. Le dejarían la posibilidad de suicidarse, y mientras parientes y amigos le sugerían, llorando, la indolora extenuación de la muerte por hambre, él, con su acostumbrada lucidez, «puesto que en Roma no existen dioses invisibles que prohíban a los hombres disponer, si no de su propia vida, al menos de su propia muerte», escogería cortarse las venas. Y con tal serena arrogancia que, antes de ese último gesto, saldría al jardín para examinar su pira funeraria y mandaría desplazarla, a fin de que el humo no dañara aquellos preciosos árboles.