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Miraron los últimos movimientos convulsos de las manos, los labios entreabiertos, los ojos poniéndose en blanco tras la hendidura de los párpados, la sangre extendiéndose a raudales sobre el brillante mármol.

– Ha quedado la pequeña bastarda -dijo de pronto Quereas, como si se hubiese olvidado de lo esencial.

Julio Lupo limpió la hoja por los dos lados con la seda de un escaño y guardó el arma en la vaina.

– Ya he mandado a alguien -contestó a Quereas sin mirarlo, con la calma insolente del subordinado que ha demostrado ser más eficiente que el jefe.

Al cabo de un momento, efectivamente, llegó el ejecutor.

– Le hemos estampado la cabeza contra la pared -informó-. Una rana…, se ha partido como un huevo. Todo el cerebro sobre la pared…

Quereas lo interrumpió:

– ¡Vamos! Está muerto. Viene gente, vayámonos.

Mientras se volvía, vio al joven Helikon corriendo como un loco hacia ellos, con los brazos extendidos.

– El cachorro egipcio -masculló entre dientes-, el catulus.

Había visto a otros acercarse a él así y, si tenía el cuchillo en la mano, caminaban hacia una muerte segura. Esperó que Helikon se abalanzase, pero Helikon no lo miraba a él, solo veía las vestiduras imperiales en el suelo y el cuerpo boca abajo que las llevaba, y el charco rojo oscuro de sangre sobre el mármol. Así que Quereas no tuvo más que colocar firmemente el cuchillo en su camino: el muchacho se clavó toda la hoja, con los brazos abiertos, sin proferir un grito.

Quereas sacó la hoja tirando con violencia hacia arriba y agrandó el corte. El cuerpo del muchacho rodó sobre el mármol. Julio Lupo se había detenido para mirar.

– Ahora sí, vayámonos -dijo Quereas. El atrio se quedó vacío.

Pero del exterior llegaba una multitud corriendo atropelladamente: eran los guardias germánicos, los Germani Corporis Custodes. Encontraron al emperador muerto en el suelo, sobre un charco de sangre. Se precipitaron en busca de los asesinos y mataron a todos los que encontraban, salvajemente, porque los conjurados ya habían huido a alejadas estancias del palacio. Consiguieron matar a tres senadores implicados en el complot; luego llegó la orden de detenerse y ellos, disciplinadamente, obedecieron todos a una. No sabían que, pese a su obediencia, los llevarían a lejanos mercados de esclavos, los echarían a combatir en la arena. El hombre que dio aquella orden era el prefecto Cornelio Sabino, el ex gladiador, el hombre en quien Cayo César había confiado hasta el último día de su vida. Y cuando vio a los germanos firmes, mandó a los hombres de las cohortes pretorianas:

– Limpiadme el palacio de esos bastardos egipcios. Que no quede ni uno.

Anio Viniciano gritó:

– ¡El caballo! ¡El caballo!

Tres o cuatro pretorianos se precipitaron a las cuadras y derribaron las puertas.

– ¿Qué hacéis? -dijeron los mozos que estaban cepillando diligentemente el brillante y sedoso pelaje.

Los pretorianos se abrieron paso dando manotazos a ciegas y apartaron a los mozos. El primer golpe hirió a Incitatus en el corvejón izquierdo; el orgulloso animal cayó sobre las patas posteriores, se irguió tomando impulso con la grupa y las fuertes patas anteriores, con las narices dilatadas, levantó la cabeza sacudiendo la crin y cayó de nuevo hacia atrás sobre las patas posteriores profiriendo un estridente relincho de dolor. Se volvió para mirar al que lo había herido y, mientras sus ojos extraviados miraban, el hombre lo atravesó entre las costillas, a la altura del corazón. Un gran chorro de sangre salió de las narices y salpicó el pesebre de marfil. Incitatus cayó hacia un lado con las patas estiradas, menos la que tenía el corvejón cortado.

El arte de poner orden

El grito «¡Han matado al emperador!» recorrió Roma como el estallido de un relámpago en el cielo del mediodía. La gente se quedó paralizada, pero al cabo de un instante, arrastrada por una desesperada rebeldía, un conato de auténtica revuelta, se precipitó impulsivamente por las calles desde todos los barrios de la ciudad, llamándose unos a otros. El grito «¡Lo han asesinado!» hacía salir a otros de las tabernas, las casas, los talleres, los mercados, y todos corrían instintivamente, como manadas ingobernables, hacia el Foro, la Curia, la domus del emperador. Se formó un caos: carromatos abandonados en la calle, bancos volcados… Los vigiles fueron arrollados por la marea aullante que subía; las cohortes pretorianas, pilladas por sorpresa, no pudieron mantener enteras sus filas. En unos minutos, la muchedumbre enfurecida llenó el Foro, rodeó y sitió la Curia.

Los pretorianos formaban desesperadamente una barrera. Asiático intentaba transmitir la orden de no reaccionar con violencia, pues en un momento la furia podía transformarse en insurrección: «Que no se vea sangre, que no haya muertos…». Algunos ya arrojaban piedras o empuñaban armas improvisadas: palos, varas de hierro, lo que encontraban.

La caballería de Sabino no pudo abrirse paso en medio de aquel desorden, los caballos se encabritaron, tuvo que retroceder. Mientras tanto, en el Foro la muchedumbre se incrementaba con los que afluían de todas las calles y desbordaba escalinatas, balaustradas, columnas, estatuas. En la historia de Roma jamás volvería a estallar una indignación popular semejante tras la muerte violenta de un emperador. Y eso debería haber sugerido a los historiadores alguna reflexión.

Cónsules y senadores, que habían esperado bullendo de júbilo, se echaron a temblar. El anciano Claudio -al que Calixto había metido en el complot- se escondió, aterrorizado, en un trastero del palacio, no se sintió seguro ni siquiera allí y fue a acurrucarse en un rincón del desván.

Los senadores huyeron tumultuosamente para congregarse en el sagrado Capitolio, más fácil de defender que la Curia Julia, en el Foro, y nunca la gloriosa pero empinada vía Sacra había sido subida tan deprisa. Sin embargo, no se salvaron gracias a su indecorosa retirada, sino a los pactos secretos del previsor Calixto, porque cuatro cohortes acudieron rápidamente para proteger el nuevo poder y rodearon el Capitolio con una consigna que, en lo sucesivo, en casi todos los derrocamientos de régimen se encontraría productivo utilizar: «Libertas».

Entonces Asiático declaró que había que enfrentarse a la multitud, hablar. En medio de la desesperación, dos o tres animosos senadores se ofrecieron y, protegidos por los pretorianos, aparecieron en lo alto de la escalinata del templo. Entre ellos brilló la elocuente demagogia del senador Saturnino y la potencia de su voz, que se superponía a los insultos.

– Roma está al borde del hambre -anunció, dejando petrificadas a las aullantes primeras filas-. Las reservas de grano se han acabado -dijo a voz en cuello- porque ese «muchacho», con sus despilfarros sin tino, ha dejado depósitos y almacenes vacíos.

La multitud se sintió confundida, dudó, pues los repartos gratuitos de grano a la plebe romana eran desde hacía años una feliz costumbre. Saturnino anunció potentemente que los senadores estaban interviniendo: un convoy de naves procedente de Egipto estaba a punto de llegar; montañas de grano iban a ser repartidas. Y añadió -mendaz escapatoria de numerosos futuros gobiernos en desesperadas dificultades- que también bajarían los impuestos.

La multitud se bamboleaba. Unos escuadrones de caballería irrumpieron en la plaza y se abrieron paso entre la gente, que retrocedía huyendo de los cascos de los caballos. Detrás de la caballería aparecieron las cohortes pretorianas que habían quedado bloqueadas. Desde lo alto del Capitolio, los senadores asediados vieron que la gente, con un movimiento de marea, refluía, se alejaba corriendo por las callejas. La caballería la persiguió y la empujó hacia la Subura.

– Nos hemos salido con la nuestra -dijo Valerio Asiático, olvidando su refinado latín.

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