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Y entonces se cubrió la cara con las manos y empezó a llorar, tan a chorro que las lágrimas se le escurrían entre los dedos. De repente, dejó de sollozar, descubrió su rostro, una naturaleza radiante, mojada por la lluvia, y muy despacio me acarició las mejillas con dedos temblorosos.

Mon amour, mon amour! As follas secas caen ó chan.

Se hizo un silencio dolorido. Eloy, que jugueteando había avanzado por las rodillas de Lidia, me miró inquieto, como quien pide una explicación.

Sólo Liberto, dentro de mí, fue capaz de decir algo. Una vieja copla:

Eu non sei o que me deches Que non te podo olvidar De día no pensamento e de noite no soñar

¡Ya está bien, María!, gritó el viejo. Y después, con un tono más suave: Deja de llorar, mujer. Mejor vete a dormir.

Pobrecita, dijo Lidia, se había levantado y la tenía abrazada por detrás, por los hombros, con la cabeza de María apoyada en su vientre. Ha vuelto enferma. ¡Sabe Dios cuántas habrá pasado, tan bonita! Se le metieron los nervios en la cabeza.

El muñeco miró a María con sus ojos de esmalte azul y el fuelle de su alma pronunció una despedida.

Merci dame, la plus belle.

Y yo, llevado por una desazón mecánica, metí a Liberto en la maleta. Antes de que la hubiese cerrado, la vieja lo miró con lástima y dijo haciendo la señal de la cruz: ¡Vaya hombrecito! Así y todo, tenemos que dar gracias a Dios por ser como somos.

No. Este año no volveré a Gardarás. No sería capaz de mirar hacia las laderas de oscuros óleos verdes del montañoso país de Saltón. De día en el pensamiento, y de noche en el soñar.

Ella, maldita alma

Aquel viaje sólo empezó a tener sentido ante la visión de las piedras que se amontonaban tras la catedral.

Era la hora en que la heroica ciudad dormía la siesta. En la celosía del cielo, emplomada de otoño, lanceaba el sol, sin herir, con melancolía, como un haz perezoso de picas. Esos rayos cenitales radiografiaban el aire.

Viendo las partículas en suspensión, ajenas a toda gravedad, Fermín recordó, o la ironía recordó por él, lo que Demócrito decía del alma. Y lo que Demócrito decía era que el alma es un cierto tipo de elemento caliente, de forma esférica, comparable a una de esas motas de polvo que se dejan ver gracias a la luz de las rendijas.

He aquí incontables almas bostezando en el aire, sonrió Fermín. Pero se le torció la sonrisa, en esa distancia corta que lleva a la mueca, cuando se imaginó a sí mismo como una mota de polvo esférica y caliente, sólo visible gracias a un fugaz venablo de luz.

Ese dardo tenía nombre y se llamaba Ana.

Durante años habían sido felices juntos. De una manera, digamos, fraternalmente feliz. Como sacerdote, Fermín animaba una de esas comunidades de base que buscan los orígenes, la hermandad del cristianismo de las catacumbas, la Iglesia de los fundadores, amparada solamente por la loriga, tan frágil como invencible, de la fe y la palabra de Dios. Aquella rama dorada que sería usurpada por el poder de la espada y el dinero. «Si no puedes con ellos, únete a ellos.» Pues no otra cosa ha hecho el poder con la primitiva Iglesia hasta corromperla y convertirla en palio de ricos y dictadores, como con vehemencia exponía Fermín en aquellas informales homilías de unas misas que la comunidad de base denominaba «asambleas del pueblo de Dios».

Y desde entonces, concluía Fermín ante los hermanos, la Iglesia oficial está al servicio del Imperio. Si Cristo, el carpintero hijo de Dios, volviese hoy al mundo, con sus discípulos incultos y de clase obrera, con sus amistades peligrosas de putas, leprosos y vagabundos, no lo dudéis, la Iglesia oficial lo condenaría. Se callaría como una gran zorra ante su crucifixión. Y todos asentían, porque lo que proclamaba Fermín era de sentido común y hasta un obispo, en confianza y con franqueza, suscribiría estas palabras, pues a la Iglesia le había sucedido lo que al oro de ley cuando se funde con el falso, que todo se convierte en impuro.

Pero ellos, la comunidad, creían de verdad. Eran la rama dorada. Y entre ellos, Ana y él, los más ardientes, los más activos en la fe renovada.

Entre las incontables motas de polvo suspendidas en el aire, intenta distinguir dos que se hagan notar, que se singularicen. Ve ahora a Ana que se levanta. Lleva un traje de chaqueta rojo, con una blusa blanca orlada de encaje, un bordado hilado en la piel, como virguería de santero sobre torso hermosamente tallado. En el tic del labio inferior, como una delación corporal, le tiemblan las antaño enigmáticas metáforas del Cantar de los Cantares. Cual cinta carmesí es tu boca. Medias granadas tus mejillas. Atalaya davídica es tu cuello, bien dotada de almenas. Va Ana decidida, casi enérgica, hacia el atril y procede a la lectura del Evangelio según Mateo.

Subió Dios a la barca, y le siguieron sus discípulos. De repente, se levantó tan gran temporal que las olas cubrían la barca; pero él dormía. Los discípulos fueron a despertarlo, exclamando:

– ¡Señor, sálvanos que perecemos!

Él les dijo:

– ¿Por qué os acobardáis, hombres de poca fe?

Y poniéndose en pie increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma. Los hombres, asombrados, decían:

– ¿Quién será este, al que incluso los vientos y el mar obedecen?

No abandonar la barca, a pesar del temporal. Ésa era la conclusión a la que finalmente llegaban cuando en aquellas misas en forma de asambleas discutían la conveniencia de abandonar o no la Iglesia oficial, empezar de nuevo, de la misma manera que él, Fermín, había sustituido con alivio la sotana por los pantalones vaqueros. Sólo en circunstancias especiales, como la visita a un moribundo, y por no causarles turbación a los feligreses más conservadores que no pertenecían a la comunidad de base, vestía clergyman, con aquel cuello rígido que le oprimía como argolla la nuez de la garganta.

Como ahora, en Vetusta.

Había ido allí para visitar a un moribundo. A su tío Jaime, aquejado de un cáncer.

De joven iba a cazar con él. Recordaba aquellas jornadas como un suplicio. Toda caza requiere un silencio, decía el tío Jaime, pero la de las volátiles exige un silencio absoluto. Total. Y lo decía clavándote el carámbano de su mirada. Fermín nunca disparó. Se dejaba ir por las charcas y marismas como un leño muerto. Temía que si lo hacía y erraba el disparo, su propio tío le reventaría la cabeza de un tiro con la misma frialdad que a un pato salvaje.

¿Por qué le acompañaba, si nadie quería hacerlo?

El tío Jaime representaba todo lo que él odiaba. Representaba la impiedad. También se la había encontrado en el Seminario, pero de otra forma, disfrazada, cínica, resabiada. La primera lección, la lección inolvidable, fue cuando ocupó su habitación de interno y colocó en la estantería, demorándose, su más preciado tesoro. Los libros de Guillermo Brown y aquellos escritos por Emilio Salgari, Julio Verne, Mark Twain y Stevenson. Cuando acudió el padre Es-colano, el que sería su tutor, empezó a blasfemar como sólo un cura lleno de furor puede hacerlo. Nunca más supo de sus libros de aventuras. Quizá la razón que lo empujaba a acompañar a Jaime, el alférez cazador, tenía algo que ver con aquel episodio del Seminario. Mejor estar cerca de la brutalidad sin matices, aniquilar de una vez la nostalgia de la aventura.

Al borde de la muerte, su tío lo hizo llamar. Hacía mucho tiempo que no se hablaban. Para el ex alférez y notario franquista, Fermín era algo peor que un cura rojo. ¡Es que es bobo!, exclamaba, ¿no veis que es bobo? No conozco a nadie que sea inteligente y bueno al mismo tiempo. Y aún añadía, entre dientes: Soporto a los que fingen creer en algo, pero no a los que creen de verdad. Lo que resultaba coherente con la idea que Fermín tenía de su tío y que se lo hizo aborrecible con el tiempo, cuando tuvo la valentía de decirle: Tu alma es el punto de mira de un fusil.

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